En mi primera clase del año con mis alumnos de preparatoria, tuve que anunciarles que en vez de trabajar en el proyecto que teníamos planeado (una antología de cuentos a partir de frases de canciones), nos veíamos obligados a participar en un evento intercolegial de cuento con el tema “Solidaridad y Construcción de la Paz”. El ánimo agitado de principio de semestre se aplacó de inmediato y una nube de apatía descendió sobre el salón. Tengo que admitir que mi presentación no fue muy entusiasta… ¡qué hueva! En vez de la libertad que los chicos esperaban para darse vuelo con sus rolas románticas o absurdas (ya me habían advertido que había reggaetón en la playlist), había que forzarlos a hablar de conceptos que huelen a política o a hipocresía. A mí, “solidaridad” me remite a esos horribles comerciales del gobierno en la década de los ochenta, con la cancioncita “solidaridad, venceremos, desde hoy y en adelante…”, con las voces de los ídolos pop del momento cantando a todo pulmón al tiempo que se aprietan los audífonos en el estudio de grabación, con la intención de inspirarnos a construir un país mejor partiendo de frases como “a nuestra enemiga la pobreza hay que acabarla con destreza” y “la solidaridad es nuestra, con desarrollo se demuestra”. Puff, si al principio estuvo el verbo y las palabras construyen mundos, los poetas de la Solidaridad no nos dejaron mucho material para Construir la Paz… Así me lo hicieron saber mis alumnos.
Yo venía de un vuelo de doce horas y mi cerebro revoloteaba entre husos horarios, pero no se me escapaba el terrible fenómeno que supone el que un grupo de adolescentes creativos y alegres se convierta en una plasta apática a la mención de estas tres palabras: solidaridad, construcción y paz. Las escribí en el pizarrón y les pregunté si alguna vez habían utilizado la primera, que es para mí la más irritante, en una oración. Todos negaron con la cabeza. Mi respuesta también era negativa. Les sugerí entonces que dijeran las primeras palabras que les venían a la mente a la mención de “paz”. ¿La respuesta? “Guerra, pobreza, utopía, imposible”, etcétera. Luego, el silencio y mis habilidades didácticas necesitando cafeína. Una chica ordenó su cabeza y reclamó, como sólo un adolescente puede, el derecho a escribir sobre lo que ella quisiera en vez de ser una hipócrita más, que habla de un mundo mejor cuando todo está podrido. Esto levantó el ánimo y el grupo, sorprendentemente informado, habló de las noticias, de si ser Charlie o no ser Charlie, de niños asesinados, políticos mentirosos y desaparecidos persistentes. De nuevo, yo era el adulto al que caían las reclamaciones del mundo que se les hereda, y lo escuché así: “¿Con qué cara te atreves a pedirme que construya sobre tus ruinas, que entienda lo que es la paz, o que le encuentre un significado a la palabra solidaridad?”. Y, de nuevo, no tenía respuestas.
En mi propio paso por la preparatoria, fui similarmente obligada a participar en un concurso comunitario llamado “Carta a Dios”. Le reclamé a la maestra de Literatura y Redacción, que en ese momento era la mejor mentora que había encontrado, argumentando que yo era atea y por lo tanto me negaba a participar: no tenía nada que decir. Ella sí tuvo algo que decir: “Porque lo digo yo”. Entonces redacté mi cuento y lo titulé “Trabajo obligatorio”. En él, los representantes de todas las religiones del mundo se daban cuenta que sus dioses habían causado la miseria de la Humanidad y en un acuerdo sin precedentes, decidían asesinarlos a todos. No gané el concurso y perdí una mentora, que había puesto todas sus esperanzas en mí, la “escritora” de la generación. ¿Debía contarles la anécdota a mis alumnos o no? ¿Es sano motivar la decepción, el enojo, el ateísmo? ¿Decirles “está bien estar furioso, está bien no creer en nada, está bien gritarle a las instituciones “no sé lo que es la paz y no sé lo que significa tu palabreja esa”? ¿No debería ser una representante de los valores, decirles que está en sus manos limpiar la mierda que hemos dejado, pasarles la estafeta así, tan temprano? Pero yo tampoco podía ser hipócrita. Después de todo, yo no soy la maestra de Ética ni de Civismo, ¿no? Soy, en la familia docente, la tía que puede hacer locuras, comprarles condones y darles el postre antes de la comida; mi obligación no es educarlos sino motivar que escriban, incluso si tienen que escribir sobre esto.
Les conté del Trabajo Obligatorio y se rieron. Empezaron a contar anécdotas de sus compañeros de otras clases, historias como la de la chica que dijo que para terminar con la pobreza simplemente hay que imprimir más billetes, o el chico que dijo que la pobreza no puede dejar de existir porque los pobres son el piso inferior de la pirámide alimenticia y tienen que existir para que los ricos existan. Más y más risas ante la falta de solidaridad, la destrucción o, más bien, a-construcción, la estupidez humana. El ánimo volvió a subir: mi cabeza se esforzó en patear al jet lag para asimilar este nuevo fenómeno. El humor era la salvación. El reto, les dije, es encontrar la manera de conectar con estas palabras, con su significado o, en su defecto, su falta de significado. ¿Quieren escribir desde la furia? Adelante. ¿Quieren escribir desde ahí, donde el lenguaje pierde sentido, para reclamarnos que no tienen ladrillos para construir? Es apenas justo. ¿Quieren escribir desde el humor, burlarse, satirizar? Adelante. Con cuidado, con mucho cuidado. Es más, mejor no, chicos, que me da miedo. Mejor cuéntenme la historia de un grupo de amigos que pone un puesto de limonada para reunir el dinero suficiente para comprarle a su amigo Pepito una silla de ruedas nueva. Solidaridad. Algo así, ¿OK, pequeños? Y si se enojan, enójense en quedito. Y si se ríen, ríanse en quedito. Mejor.