Sandra Lorenzano
17/12/2023 - 12:02 am
¿Dónde está guardada la memoria?
Hoy quiero preguntarme “simplemente” dónde está guardada la memoria, la mía, la de ustedes. Esa memoria que nos recuerda cada día quiénes somos, formada por historias propias y ajenas; por lo que vivimos y por lo que nos han contado, por los relatos leídos y escuchados.
Todo está guardado en la memoria, dice una canción del argentino León Gieco.
Los viejos amores que no están
La ilusión de los que perdieron
Todas las promesas que se van
Y los que en cualquier guerra se cayeron
Todo está guardado en la memoria
Sueño de la vida y de la historia
Pero ¿dónde está guardada la memoria? ¿En qué pliegue de nuestra piel? ¿En qué sonidos lejanos? ¿En qué sabor que creíamos olvidado? Marcel Proust revivió su pasado al morder una magdalena, en una escena que se ha vuelto ya casi lugar común. Así nació una de las obras más hermosas de la literatura, En busca del tiempo perdido.
¿Cómo recordamos cada uno de nosotros el tiempo perdido? ¿En qué sabores del pasado lo encontramos? ¿Cuáles son las imágenes que vuelven? ¿Cuáles son las que quisiéramos guardar intactas para siempre?
Y frente a ellas, ¿no sienten de pronto la angustia del olvido? ¿No han temblado ante la idea de un futuro en el que no recordemos nuestro nombre o nuestro rostro? ¿Cómo era la vocecita de mi hija niña?, me pregunto cada tanto para que no se me escape el recuerdo. O ¿cuándo fue la última vez que vi a mi abuela? O ¿en qué esquina nació ese amor que creí eterno?
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido, escribió Pablo Neruda.
Y algo muy parecido canta Joaquín Sabina:
Tanto la quería
Que tardé en aprender a olvidarla diecinueve días
Y quinientas noches
¿Dónde está guardada la memoria?, me pregunto, e intento fortalecer esa cajita interior, esa maletita de los afectos, como me gusta llamarla a mí, con los recuerdos más preciados. Sé que es frágil porque me acuerdo de mi abuela saliendo todos los días de su casa para encontrarse con sus padres, cuando ella tenía ya casi noventa años. Todos los días olvidaba su edad y la ausencia de sus padres, y volvía a ser una niña perdida en las calles del barrio. Sé que es frágil porque mi madre empezó a anotar todo en papelitos que dejaba por la casa para recordar las cosas básicas: no salir sin llaves, llamar al plomero, ir al banco… casi como lo hicieron los habitantes de Macondo en uno de los capítulos de Cien años de soledad. ¿Se acuerdan? Es el que cuenta la llegada de Rebeca, una niña guajira que contagia a los habitantes de Macondo de insomnio, y la consecuencia del insomnio es el olvido. Así, empezaron a poner papelitos engomados con los nombres de cada cosa: silla, mesa, puerta…
Y yo, como mi madre, como mi abuela y como los personajes de García Márquez, he empezado a pegar papelitos.
¿Dónde está guardada la memoria? Entre los libros más hermosos que he leído en el último tiempo está la novela de la colombiana María Ospina Pizano, Solo un poco aquí, (Penguin Random House, 2023) que acaba de recibir el premio Sor Juana Inés de la Cruz que otorga la Feria del Libro de Guadalajara.
Es una obra de una belleza poética extraña y luminosa, en la que se cruzan tres líneas en un trenzado envolvente: los animales como protagonistas de cada uno de los capítulos que la conforman; la migración, el nomadismo o el movimiento, como eje que los une, y la violencia como trasfondo de la realidad creada por los humanos. Lo traigo a colación por las preguntas que rodean el viaje de una de las protagonistas: una tángara escarlata, un ave que migra entre el norte de Estados Unidos y el sur de México, Centroamérica y Colombia. La narradora, migrante ella misma, pensará en los viajes de las aves:
“En un inglés que la hará sentirse siempre inexacta y dudosa, le explicará a su amante que la deslumbran las aves viajeras porque, en su ondulación que desmorona la línea entre cielo y tierra, vuelven morada breve cada nicho del mundo mientras que sus alas insisten en que nada se habita de forma definitiva. Huéspedes del cielo, donde no hay guarida, ignoran las fronteras infames que inventa la gente…” (p. 95)
¿Qué memoria antigua, tatuada en los genes, en los huesos, en las plumas, las lleva a recorrer miles de kilómetros por la misma ruta, una y otra vez a lo largo de los años?
Una memoria antigua, similar seguramente a la que llevaba a mi abuela al negocio de sus padres, cerrado desde hacía sesenta años.
No creo que la falta de memoria afecte a las aves, pero sí sabemos que afecta a los pueblos, y que de pronto todos los derechos que hoy tenemos, conseguidos con enorme esfuerzo y lucha, con miles de muertos cuya ausencia nos acompaña día a día, pueden ser rematados ante las promesas violentas e intolerantes de un candidato, hoy presidente de una república del sur del mundo, que ya ha empezado a tomar medidas que empobrecerán aún más a los que menos tienen y enriquecerán a los pocos que siempre lo han tenido todo.
Pero, discúlpenme, hoy no voy a hablar de política; no quiero pensar en Milei, ni en el dolor de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, a quienes abrazo desde aquí. Hoy no voy a hablarles otra vez de nuestros 30 mil desaparecidos.
Hoy quiero preguntarme “simplemente” dónde está guardada la memoria, la mía, la de ustedes. Esa memoria que nos recuerda cada día quiénes somos, formada por historias propias y ajenas; por lo que vivimos y por lo que nos han contado, por los relatos leídos y escuchados. “Somos contrabandistas de la memoria, actuando contra los traficantes del olvido”, dice el psicoanalista francés Jacques Hassoum, en su obra llamada justamente Los contrabandistas de la memoria.
Y toda esta reflexión surge por algo vivido hace un par de días, en un evento en que hablaron amigas queridas, brillantes escritoras y críticas literarias, cuyas reflexiones me importaban muchísimo. Pedí que, por favor, grabaran toda la charla de modo de poder volver a escucharla con más atención de la que me permitían la ansiedad y la emoción del momento. Pero, como la Ley de Murphy aparece cuando menos la esperamos, la tecnología falló y yo me quedé sin esa grabación que estaba destinada a ocupar un lugar fundamental en mi maletita de los afectos. Me enojé, pataleé, lloré, me sentí frustrada, me sentí tonta por no haber previsto que eso podía pasar… pero, claro, a pesar de mi tristeza y mi berrinche las cosas no cambiaron. Yo confiaba en que en mínimo espacio de la red (en Instagram, en Youtube o en Facebook) quedara esa parte de mi memoria. Cada vez estamos más acostumbrados a que eso sea así, pero no sucedió.
Sin embargo, pensé después, las cosas más valiosas de mi vida no están en ningún video; quizás en algunas fotos, y muchas veces ni eso: ni el nacimiento de mi hija, ni la voz amorosa de mi madre, ni mis tardes de infancia en bicicleta, ni los relatos de mi padre, ni el día en que llegué a México, ni los abrazos de la gente querida. No hay registro de nada de esto más allá de mi propia memoria, por eso me asusta tanto perderla, porque perdería con ella ese modesto anclaje a aquello que soy.
Y, ahora que lo pienso, tal vez por eso escribo, para que no se me pierda nada de todo esto: escribo, en última instancia, para reconstruir cada vez la tibieza de un hogar. Allí y en cada centímetro de mi piel está guardada mi memoria. ¿Y la de ustedes?
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