Jorge Javier Romero Vadillo
17/11/2022 - 12:04 am
El principio del declive
Por supuesto que todavía el Presidente le puede hacer mucho daño a la institucionalidad electoral y puede debilitar la capacidad de contención del INE y del Tribunal en caso de un ataque desde el poder a la imparcialidad de los comicios, pero por lo pronto, por primera vez en lo que va de su mandato, una movilización ciudadana le ha roto el saque, para usar una metáfora deportiva.
Andrés Manuel López Obrador llevaba varios años fijando los términos del debate político. Desde antes de ganar la Presidencia, había logrado establecer la agenda prácticamente sin contrapesos, con la única excepción, hasta ahora, del movimiento feminista al que se enfrentó con costes altos, aunque no catastróficos, pues logró mantener la disciplina de antiguas luchadoras por los derechos de las mujeres que militan en su movimiento. Las marchas del domingo, sin embargo, lo han puesto a la defensiva y han frenado sus planes de reforma constitucional para controlar al sistema electoral.
La reacción presidencial a las marchas, a pesar de tener el tono bravucón y desafiante de siempre, cargado de descalificaciones e insultos, ha sido inédita. Por primera vez ha aceptado que no cuenta con los votos necesarios para empecinarse en su iniciativa y después de una primera amenaza de proyecto de legislación secundaria que, una vez más, pretendiera violar la Constitución con la apuesta de que la Corte dócil no la frenara, como ha ocurrido con sus abusos militaristas, reculó y aceptó que los alcances de una posible reforma legal tendrán que ser limitados.
Por supuesto que todavía el Presidente le puede hacer mucho daño a la institucionalidad electoral y puede debilitar la capacidad de contención del INE y del Tribunal en caso de un ataque desde el poder a la imparcialidad de los comicios, pero por lo pronto, por primera vez en lo que va de su mandato, una movilización ciudadana le ha roto el saque, para usar una metáfora deportiva.
López Obrador no ha podido contener el berrinche y, como no puede soportar no ser el dueño de la calle, ha avisado que movilizará a sus huestes el 27 de noviembre, para demostrar que él puede más, en un gesto propio del machismo con el que se suele conducir. El despropósito de la competencia es evidente, pues desde los tiempos del PRI es bien sabido que llenar el Zócalo con los recursos del poder, redes de clientelas cautivas y dinero para el acarreo es cosa sencilla,
Las marchas del 13 de noviembre, en cambio, fueron algo bien distinto. No dudo que alguno de los partidos de la oposición u otra organización de las convocantes haya dispuesto de recursos para llevar gente, pero no me cabe duda de que se trató de una de las movilizaciones ciudadanas más grandes que se han dado en la Ciudad de México, con réplicas sustantivas en todo el país, incluso en ciudades que son bastiones del lopezobradorismo, sin las habituales caravanas de autobuses y lidercillos organizando el reparto de tortas y refrescos o pasando lista.
Fue, es cierto, una movilización de clase media y, lamentablemente, no concitó el entusiasmo de los más jóvenes. Con todo, su amplitud y su espontaneidad son un hito en un país poco propicio a la protesta masiva no clientelista y en torno a una causa no basada en el agravio particular. La convocatoria logró vencer las reticencias de quienes no se sentían cómodos marchando con personas de posiciones políticas y morales distintas. De derecha a izquierda, anduvieron por Reforma y por las avenidas principales de todo el país pro–vidas y pro–decisión, empresarios y profesores universitarios, los de Polanco y los de Coapa, los de Morelia y los de Campeche. La cantaleta de que fueron los conservadores los que salieron el domingo a la calle suena cansina, chirriante como los antiguos discos rayados. Y cientos de mexicanos por el mundo quisieron mostrar también su rechazo al intento de control electoral. Al final de cuentas, la ciudadanía mexicana sabe bien lo que son las elecciones simuladas.
Bien dice Nadia Urbinati que el populismo se transforma en otra cosa –en un autoritarismo o en una autocracia– cuando modifica la Constitución para concentrar el poder. En México la autocracia es imposible gracias a la no reelección, pero tenemos una larga historia de autoritarismo basado en el dominio de un partido hegemónico apoyado por el Ejército como para temer a la posibilidad de que los resultados electorales puedan quedar en manos de una sola fuerza política.
Después del domingo ha quedado claro que existe capacidad de resistencia social contra la regresión antidemocrática y el Presidente se ha dado cuenta y ha reconocido, a regañadientes, que su reforma está muerta. Eso no había ocurrido en todo lo que va del Gobierno.
Por supuesto que esto no significa que Morena vaya a ser indefectiblemente derrotada en las elecciones locales que vienen, ni que tenga perdida la carrera presidencial del 24, pero el tablero se ha movido y ahora hay espacio para una contraofensiva de la oposición, sobre todo de la no partidista, que puede cambiar los términos del juego durante los próximos meses. Ahora sí es tiempo de pensar en propuestas programáticas y candidaturas viables para enfrentar al movimiento reaccionario de López Obrador.
Hay, además, otro juego entrelazado: el de la definición de las candidaturas de Morena. Los incentivos para romper van a aumentar sustancialmente en un partido construido en torno al tirón electoral de López Obrador en su momento ascendente. Los pleitos por la herencia no suelen terminar bien y los posibles beneficios de optar por la salida pueden ser más altos que los de someterse a la lealtad.
El hecho es que ha comenzado el declive del fenómeno político más relevante en el México del siglo XXI. Lo malo es que los riesgos de derrumbe son muy altos y la reacción del Júpiter tonante va a ser iracunda y desquiciada. La ciudadanía que se movilizó el domingo de manera pacífica y ejemplar debe ser el dique para contener las pasiones desbordadas y garantizar la consolidación de un arreglo político donde quepamos todos en paz.
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