Aquellos amaneceres debajo de la mesa, por el absoluto placer de estar con usted, jefe

17/11/2018 - 12:04 am

El 13 de noviembre de 2008, hace exactamente 10 años, moría el escritor Paco Ignacio Taibo I. Con más de 50 libros publicados y una intensa e inolvidable carrera en el periodismo, fue un verdadero maestro de la palabra. Así lo recuerda su hijo, Paco Ignacio Taibo II.

Ciudad de México, 17 de noviembre (SinEmbargo).- Pocas cosas están claras cuando uno tiene cuatro años y sin embargo sé que el hombre que teclea en la Remington sobre la mesa, bajo la cual estoy escondido, es mi padre. Sé que lo que hace es lo más importante que uno puede hacer con su vida, está escribiendo una novela. Sé también que estas son horas robadas al sueño, porque él debería estar durmiendo después de haber pasado la noche en el periódico, haciendo la segunda cosa más importante que se puede hacer en el mundo, contar historias.

Pero está despierto aporreando la máquina y pronto se pondrá en pie, encenderá el tocadiscos para oír a Louis Armstrong y me descubrirá agazapado bajo la mesa, desarmado, porque no tengo máquina de escribir y porque no sé escribir todavía y porque son las seis de la mañana.

Sé que tengo cuatro años, casi cinco, porque recuerdo el impermeable amarillo y la portada de Juan M.N., el libro que escribía. Sé también que nadie entenderá por qué el niño se escapa de la cama para esconderse debajo de la mesa, donde su padre sueña con ser escritor, escribiendo y el niño sueña con ser escritor cuando sepa escribir y mientras tanto se deja arrullar por la mejor música que recuerda: el golpe seco de las tes, las erres y las eses.

Ahí empieza la historia de una relación trenzada de más de 30 años que involucran a las Remington, las Olivetti, las Underwood, esas cosas que tienen nombre de cañones de palabras, a mi padre, a una novela que sigue escribiéndose, al mejor oficio de la tierra y a mí. 34 años después, a medianoche, cruzo las calles destruidas, calles del gueto de Varsovia, Colonia Condesa, bombardeadas por las obras del Metro, las cinco calles que separan nuestras casas, para verlo de nuevo tecleando. Cerca de 50 libros nos unen y nos separan de los primeros recuerdos. Un océano enorme que se tardaba 28 días en cruzar, un montón de cumpleaños, muchas redacciones de periódicos, algunas huelgas, media docena de viajes a Nueva York juntos, una hija-nieta, un día en Chapultepec, dos vasos de Borgoña, una discusión de por qué no usar corbata, un millar de películas, otro millar de sobremesas. Nada nos separa.

Cuando los dos Paco marchaban. Foto: Cuartoscuro Agencia

Esta noche voy de mi Olivetti portátil a su máquina eléctrica, traiciones de la modernidad, a reconstruir la magia de hace tantos años y me meto bajo la mesa a oírlo teclear este libro que pronto comenzarán a leer y veo cómo desencadenan los fantasmas, como ata los amigos y los sueños, como desenvuelve las pesadillas y las manías en la cinta negra y las hace letras en papel. Ahora, como entonces, reconozco en mi padre la misma pasión ciega, rabiosa y amorosa por la palabra escrita.

Mientras lo veo o lo imagino morderse el bigote para encontrar el lugar de la coma, la frase que haga justicia a lo que recuerda, el filo a las palabras para que la historia no pierda su filo crítico, me acuerdo de una conversación a las 2 de la mañana, cuando le dije –yo debería tener 18 años- que iba a escribir y que cómo íbamos a resolver el tema de la firma llamándonos igual.

Una salomónica discusión en la que el jefe, en lugar de mandarme al Diablo, aceptó el reto de iguales y no objetó ponerse el uno en romano al lado de su nombre, a pesar de los 15 libros que me llevaba de ventaja. Todo dentro de la tradición de algunos pelotaris, los toreros y algunos futbolistas, diría.

Durante algunos años me acostumbré a responder en entrevista la misma pregunta, ¿le pesa a usted su padre?, con la misma respuesta: del lado bueno de la espalda. Y a reírme de la tan mentada brecha generacional que en nuestra historia familiar ni a grietita en la pared llegaba.

Yo hice mi parte, pero él hizo la mayor en este no abrir brechas entre dos generaciones, tomando aquellas cubas libres de Bacardi que contenían el elixir del mago Merlín y le permitían no envejecer, no volverse reaccionario, no doblarse ante las presiones eternas del poder, no culteranizarse, no tornarse en un cazador de famas, no abandonar la experimentación y la búsqueda de los lectores, como deben hacer todos los buenos contadores de historias.

Toda la familia reunida. Foto: Cuartoscuro Agencia

Pocos discursos me ha recetado el jefe a lo largo de la vida, tendría que reconocer que menos de los que quisiera porque de varios me escapé, pero hay dos que recuerdo claramente. Una lección de moral cuando tenía 12 años que me enseñó a respetar a los hombres por encima de las apariencias y uno que tiene más que ver con esta historia, un discurso de la literatura como oficio, que he hecho tan mío que olvido donde acaban las palabras de uno y empiezan las de otro.

Un discurso que cuenta como el escritor es un albañil de palabras, un artesano, alguien que cuenta lo que otros no pueden contar, alguien que está ahí para fijar en el papel las historias, alguien que se asume como los veloces dedos tecleadores de pueblos a veces analfabetos, pero que algún día sabrán leer.

Un discurso que cuenta el compromiso total con la palabra escrita como pasión liberadora y descripción de tiempos y ciudades. Un discurso que dice que somos artesanos dispuestos a romper la soledad y a pelear con palillo de dientes el abuso sistemático del poder y esa es nuestra honra y nuestro sentido final.

Por eso, por aquellos amaneceres bajo la mesa, y estos 38 años y ese discurso hoy me siento a la máquina a seis cuadras de su máquina y hablo de este escritor sorprendentemente joven, sorprendentemente imaginativo, endiabladamente enamorado de la gente, del oficio, por el absoluto placer de estar con usted, jefe

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