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Jorge Javier Romero Vadillo

17/10/2024 - 12:02 am

El Nobel de Economía y la trampa institucional mexicana

“Morena, lejos de ser un partido de transformación, como ha cacareado su gran timonel, es un pacto entre viejas y nuevas élites”.

“El gobierno del segundo piso sigue deslizándose por la ruta regresiva”. Foto: Charlie Riedel, AP.

El Premio Nobel de Economía otorgado a Daron Acemoglu, James Robinson y Simon Johnson ha vuelto a poner sobre la mesa un tema fundamental: cómo las instituciones definen el destino de los países. Y México, una vez más, se erige como el ejemplo perfecto de un sistema atrapado en su propia historia. La comparación entre Nogales, Arizona y Nogales, Sonora, con la que arranca Why Nations Fail, el best seller que convirtió a Acemoglu y Robinson en estrellas de la sociología pop, es más que simbólica. Dos ciudades con la misma geografía y un origen compartido, separadas por una línea cada vez más marcada, que ha definido sus destinos diametralmente opuestos. La diferencia, como señalan Acemoglu y Robinson, está en las instituciones. Mientras Nogales, Arizona, opera bajo un marco institucional que promueve la competencia y la innovación, Nogales, Sonora, sigue anclada en la corrupción y las redes clientelares.

El problema de México, según los laureados, más politólogos que economistas, tiene raíces profundas que se remontan a la época virreinal. El modelo colonial hispanoamericano no solo se basó en la concentración del poder y la riqueza en manos de unos pocos, sino que institucionalizó la desigualdad. En contraste, el modelo colonial británico fomentó una distribución más equitativa de la propiedad, lo que permitió el surgimiento de una clase media en Estados Unidos y sentó las bases para una sociedad más inclusiva. La institucionalidad mexicana, desde su independencia, replicó el esquema extractivo, donde el poder se concentraba en los señores de la política que protegían a las elites que pagaban por ello e inhibían cualquier posibilidad de competencia o innovación. En este sentido, México no solo aceptó la desigualdad como norma, sino que la perpetuó a través de sus instituciones.

Acemoglu y Robinson resultan demasiado indulgentes y simplones cuando ensalzan las virtudes del modelo estadounidense. Idealizan la historia colonial británica y omiten deliberadamente el papel que jugó la esclavitud en la economía del sur de Estados Unidos. Aciertan, sin embargo, cuando señalan que en México el origen de la desigualdad se encuentra en la estructura preexistente de una sociedad estatal controlada por una pequeña elite violenta que explotaba a la mayoría. La conquista española no hizo más que sustituir a una casta gobernante por otra, para perpetuar el ciclo de explotación.

Durante el siglo XIX, después de las respectivas independencias, mientras Estados Unidos creaba un entorno que incentivaba la innovación y la competencia, en México esos conceptos eran inexistentes, en un territorio dominado por la rapiña, la captura del botín estatal y las compra–venta de protecciones políticas. El Estado, en lugar de promover el cambio, protegía los intereses de los grandes terratenientes y comerciantes. ¿Para qué innovar si el monopolio estaba garantizado? Este modelo de protección a las elites marcó el camino que seguiría el régimen del PRI en el siglo XX, donde el clientelismo y la protección de empresarios adictos al sistema se convirtieron en las reglas del juego. Los empresarios no necesitaban competir, solo asegurarse de mantener su lealtad al partido y ser generosos con sus protectores para seguir beneficiándose de las prebendas estatales. Mientras otros países apostaban por el cambio, las elites mexicanas decidieron que era más cómodo mantener a los mismos de siempre en el poder.

El desarrollo institucional de México en el último cuarto de siglo ha intentado, sin mucho éxito, de manera incipiente, romper con esta trampa. Tras el pacto político de 1996, el país inició un lento proceso de democratización que, si bien fue insuficiente, al menos creó ciertos espacios para reducir la arbitrariedad del Estado. La idea era garantizar el Estado de derecho y promover la competencia, pero llegó López Obrador y mandó a parar. Durante su gobierno, no solo se frenaron los avances, sino que se restauraron márgenes de arbitrariedad a niveles que parecían superados. La militarización de la Guardia Nacional, la desaparición de órganos autónomos y la reforma judicial son el corolario del proceso que ha revertido la inconclusa construcción de un Estado inclusivo. Las instituciones que deberían limitar el poder de las elites se han desmantelado, en consonancia con el diagnóstico de Acemoglu y Robinson sobre los sistemas extractivos: México sigue siendo un país donde los poderosos siguen dictando las reglas.

La indulgencia de Acemoglu y Robinson hacia los grandes empresarios estadounidenses es simplona. Sí, Bill Gates es un innovador, y no se puede negar que transformó la tecnología, pero también existen personajes como Elon Musk, que buscan con cinismo la protección política. Gates concentró tanto poder que tuvo que enfrentar leyes antimonopolio, pero al menos tuvo que jugar bajo ciertas reglas que frenaron su concentración y ha destinado una parte considerable de su fortuna a causas filantrópicas.

Carlos Slim, por su parte, no ha tenido que lidiar con nada de eso. Su imperio es el resultado de un sistema diseñado para proteger a empresarios afines al poder político, no a promover la innovación y la entrada de nuevos jugadores. Slim no compite, controla. Las leyes antimonopolio que limitarían su poder o el sistema que lo obligarían a competir se van a quedar sin mecanismos estatales para operarlas, con la desaparición de los órganos reguladores autónomos encargados precisamente de regular la competencia, las telecomunicaciones y la transparencia de los contratos que tanto han beneficiado a sus constructoras.

Morena, lejos de ser un partido de transformación, como ha cacareado su gran timonel, es un pacto entre viejas y nuevas élites que protegen los monopolios y sacrifican cualquier intento de construir un mercado competitivo. Slim no necesita arriesgarse ni innovar; el sistema está diseñado para mantenerlo en la cima. Él está dispuesto a tragarse los tamalitos de chipilín con tal de garantizar sus negocios con el Estado.

Así es como México sigue atrapado en un modelo que protege a los mismos de siempre. El gobierno del segundo piso sigue deslizándose por la ruta regresiva. Las reformas en curso, que incluyen la eliminación de la reelección y la representación proporcional, no hacen más que asegurar que el poder se concentre en unas pocas manos, tal como ha ocurrido a lo largo de toda nuestra trayectoria histórica. La admonición de los nuevos ganadores del Nobel de Economía es clara: los países que concentran el poder en unas pocas manos no prosperan. Mientras, en México, la brecha entre Nogales, Arizona, y Nogales, Sonora, no hace más que crecer.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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