El escritor Omar Nieto construye un mundo alterno bajo una interesante premisa: los españoles perdieron la guerra contra los aztecas, quienes fueron comandados por Cuitláhuac, quien burla la muerte para hacerse del triunfo.
Ciudad de México, 17 de octubre (SinEmbargo).– El juego secreto de Moctezuma (HarperCollins) es una historia ucrónica en la cual los españoles comandados por Hernán Cortés son derrotados por una nación confederada de aztecas, mayas, purépechas, yaquis, mixtecas y zapotecas encabezados por Cuitláhuac, el guerrero que se erige como tlatoani a la muerte de Moctezuma y quien en este mundo alterno sobrevive a la peste y desde las penumbras organiza la resistencia de estos pueblos originarios.
“La novela comienza con la escena de Hernán Cortés decapitado, siendo arrojado a la playas de Cádiz por Cuitláhuac con el cráneo cubierto en oro y con el cuero de Cortés sobre sí, que era un rito del dios Xipe Tótec, con toda una confederación de pueblos indígenas detrás. Sí fue difícil, debo aceptarlo, la exploración e investigación historiográfica, pero estaba agarrado de la idea de la ficción, de la posibilidad de la reescritura que creo es algo que no se ha hecho en México en mucho tiempo. Tenemos muy sacralizada nuestra propia historia. Era momento de repensarnos a nosotros mismos a partir de los 500 años de la Conquista”, comentó el autor Omar Nieto en entrevista con SinEmbargo.
Con un narración enfocada en la visión de los pueblos originarios, Nieto construye esta ucronía a partir del relato de sobrevivencia de Cuitláhuac, quien entre sus fiebres avisora el mundo que depara con la victoria española, y de cómo organiza en secreto, cuando todos lo creen muerto, una red de alianzas para emboscar a Cortés cuando se encontraba en su viaje hacia las Hibueras, para hacer frente a la rebelión del conquistador Cristóbal de Olid, un viaje en el que se llevó a Cuauhtémoc y otros nobles mexicas ante una posible sublevación.
En este realidad alterna, las culturas originarias modifican su cosmovisión y adoptan la tecnología extranjera, junto con sus tácticas militares, para hacerse del triunfo. Además de que cambian de signo, entregándose a Tezcatlipoca, y no a Quetzalcóatl, como su dios rector.
“En esa posibilidad, mi personaje Cuitláhuac se dedica a copiar, como en un espejo de obsidiana negro, todo lo que ve militarmente en los españoles. Aprende a usar la pólvora que era abundante en el Popocatépetl, empieza a usar, en esta alianza con los purépechas, el bronce para hacer espadas a la usanza de los españoles que usaban espadas de hierro y empieza a generar puntas de esos metales y tratar de hacer los barcos”, explicó Nieto.
Lejos de la ficción, Omar Nieto precisó que la muerte de Cuitláhuac fue fundamental para que los españoles hayan triunfado hace 500 años, y un ejemplo de ello es la derrota que le infligió a Cortés el 1 de julio de 1520, último día del mes Tecuilhuitontli, en las afueras de Tenochtitlan, la que por muchos años fue conocida como la Noche Triste, y que ahora ha sido renombrada como la Noche Victoriosa.
“La mala fortuna está en que Cuitláhuac murió muy rápido, pero de haber vivido tres o cuatro meses más, estaríamos hablando de otra proporción de la guerra y de otra versión de la historia. Quizás al final los españoles se habrían impuesto irremediablemente, pero la guerra se habría prolongado por más décadas y habría sido menos letal para el pueblo mexicano”, consideró en ese sentido Nieto.
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—El juego secreto de Moctezuma es una novela contada desde el qué hubiera pasado si los españoles hubieran perdido su guerra de conquista. ¿Cómo es que imaginas esta realidad alternativa y la plasmas de esa forma?
—El reto era no escribir una novela más de la Conquista, sobre la cual hay una cantidad enorme, sino aventurarme a hacer una novela contra histórica a partir de la ucronía que es una rama de la ciencia ficción y de lo fantástico muy rica que te permite imaginar sobre lo que ya sucedió. No es la primera vez que se hace. Philip K. Dick ya lo exploró en El hombre del Castillo, donde imagina qué habría pasado si los nazis y los japoneses hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial y repartido el mundo. Pero aquí había que ir muy apegado, casi paralelo, con la historia oficial. Ir haciendo una especie de glosa de la historia oficial sobre la Conquista y el género me lo permitió.
La ficción especulativa, que está comenzando a tener un auge en el siglo XXI, me permitió contradecir a los historiadores y al mismo tiempo crear mi propio espacio. El objetivo era llevar hasta las últimas consecuencias la idea de que hubieran ganado los aztecas. Por eso la novela comienza con la escena de Hernán Cortés decapitado, siendo arrojado a la playas de Cádiz por Cuitláhuac con el cráneo cubierto en oro y con el cuero de Cortés sobre sí, que era un rito del dios Xipe Tótec, con toda una confederación de pueblos indígenas detrás. Sí fue difícil, debo aceptarlo, la exploración e investigación historiográfica, pero estaba agarrado de la idea de la ficción, de la posibilidad de la reescritura que creo es algo que no se ha hecho en México en mucho tiempo. Tenemos muy sacralizada nuestra propia historia. Era momento de repensarnos a nosotros mismos a partir de los 500 años de la Conquista.
—Recuperas y reconstruyes a un personaje, Cuitlahuac, el único que en los hechos venció a los españoles en lo se conoce como la Noche Triste, que ahora ha sido renombrada como la Noche Victoriosa. ¿El que los aztecas hayan perdido a Cuitláhuac, un guerrero, luego de que enfermara por la viruela fue el punto de inflexión en la historia que conocemos?
—Sí, absolutamente, porque Cuitláhuac —por conducto de Moctezuma— había intentado hacer algunas alianzas con otros reinos igualmente poderosos que los aztecas, por ejemplo, con los purépechas que habían estado en guerra con los aztecas, pero habían sido el único pueblo que no había sido conquistado por los mexicas. Tenía también acercamientos con zapotecas y mixtecas. Todo esto que hurgo en la novela sí existió. Incluso Cuitláhuac tuvo acercamientos con una facción rebelde de tlaxcaltecas, en concreto, con Xicohténcatl el joven que nunca estuvo de acuerdo con que su padre y los otros mandatarios aztecas se hubieran aliado con Cortés.
Otro dato interesante es una carta que los huejotzincas envían al rey de España diez años después de la Conquista, donde se quejan de que cómo es posible que siendo ellos los que dieron las armas, los hombres, construyeron los barcos y fueron sus aliados estratégicos, ahora estuvieran siendo despojados por los propios españoles que violaban a las mujeres, que fueran avasallados e incluso esclavizados. Ahí te das cuenta que los españoles también venían en son de guerra, de conquista y de saqueo del oro más allá de traer la religión, el humanismo y la civilización, que es parte de un discurso muy occidentalizado.
—Al imaginar una ucronía de este tipo uno pensaría en el simple factor de derrotar a Hernán Cortés, pero tú vas más allá, y lo haces con un apego documental, con la creación de una nación confederada, las derrotas de otros capitanes españoles e incluso el arribo de los aztecas a España. ¿Cuál fue el reto de ir hilando todas estas posibilidades y de mantener hasta el final tanto la credibilidad como el ritmo de esta historia?
—Los dos motores son encontrar el hueco de la historia, pero sobre todo crear una épica. Lo que siempre quise hacer fue crear una épica mexicana, una epopeya mexicana. Carecemos de ella a pesar de que tenemos uno de los pueblos guerreros más importantes de la historia del mundo, con una cosmovisión riquísima y con una teogonía muy avanzada como un panteón fascinante. Como lo tuvieron los griegos con la Ilíada.
Me preguntaba por qué nunca en la literatura mexicana nos habíamos atrevido a llegar a ese punto o que no se hubiera escrito. Es muy simple. Porque fueron avasallados y los relatos de la Conquista son de los vencedores. La explicación que tenemos de nosotros mismos es de los victoriosos. Darle la vuelta de tuerca a esto y plantearlo al revés nos obliga incluso a repensarnos como una nación unida. Diferente, pero unida. Tú dijiste la palabra correcta: confederada, que quiere decir que reconocemos las diferentes identidades de las demás naciones y marchamos sobre un mismo objetivo.
Nunca ha pasado en la historia de México que nos unamos sobre un mismo objetivo. Este divisionismo está en el seno de nuestra propia identidad y ese era el otro hilo conductor de la novela que quería explorar. Para serte franco, me quedo contento porque esta intención épica solo hubiera sido posible usando las herramientas de la imaginación en el siglo XXI, donde la historia ya puede ser desacralizada; ya la podemos tocar y criticar porque la hemos contado infinidad de veces e incluso ahora está en el discurso cinematográfico y audiovisual. Era hora de reimaginarla. Esta novela contra histórica es apta para todo público, excepto para los historiadores (ríe) que no creo que les caiga muy en gracia ciertas cosas.
—¿Por qué haces la narración a través de un registro y un estilo de las obras que nos han llegado de esa época?
—Mi intención era urdir el espacio tiempo de aquella época, es decir, llevar al lector a sentir subjetivamente qué habrían sentido los mexicas y los otros pueblos nahuas por haber sido invadidos por un enemigo que ellos consideraban bárbaros, de ninguna manera dioses. Quería que el lector del siglo XXI pudiera sentir lo que pudieron sentir ellos. No fue difícil de hacer porque me clavé más en el punto de vista de los vencidos en el sentido de Miguel León Portilla. Mis fuentes fueron más las de Tezozomoc en Crónica mexicana, la de los Informantes de Sahagún, la de los códices más recientes que se han descubierto. De una revisión mucho más de la cosmovisión indígena como los libros que editaron en el Fondo de Cultura Económica sobre Tezcatlipoca.
Ese es el otro secreto de la novela. Cambié de signo a partir de que Quetzalcóatl era un dios de luz, un dios de la paz, un dios armónico, pero cuando llegan los españoles en la trama hago un cambio de signo —como lo diría Carlos Fuentes— para que el dios rector fuera Tezcatlipoca, que es el hermano oscuro de Quetzalcóatl y es el dios del espejo humeante. En esa posibilidad, mi personaje Cuitláhuac se dedica a copiar, como en un espejo de obsidiana negro, todo lo que ve militarmente en los españoles. Aprende a usar la pólvora que era abundante en el Popocatépetl, empieza a usar, en esta alianza con los purépechas, el bronce para hacer espadas a la usanza de los españoles que usaban espadas de hierro y empieza a generar puntas de esos metales y tratar de hacer los barcos.
Al final, quienes construyeron los barcos fueron tlaxcaltecas y huejotzingas. Alrededor del Popocatépetl estaban las mejores maderas. Bastaba traer la brea de la zona de Tabasco para que terminaran de hacer esos barcos. Además en la alianza con los mayas se logra este poder naval que era el gran secreto de los españoles. Los mayas siempre fueron un pueblo naval. Tenían grandes canoas y surcaban el mar. Cuando empiezas a revisar todas estas fuentes indígenas te das cuenta que sí pudo haber sido posible. La mala fortuna está en que Cuitláhuac murió muy rápido, pero de haber vivido tres o cuatro meses más, estaríamos hablando de otra proporción de la guerra y de otra versión de la historia. Quizás al final los españoles se habrían impuesto irremediablemente, pero la guerra se habría prolongado por más décadas y habría sido menos letal para el pueblo mexicano.
—En ese mismo ejercicio de idear una realidad alternativa, ¿llegaste a replantearte cómo de haber tomado un rumbo parecido al que narras en dónde nos encontraríamos ahora?
—No sé si en Madrid habría pirámides en lugar de catedrales y se hablara náhuatl en las provincias de España. Lo que creo es que a la luz de los 500 años de la Conquista era necesaria la revisión histórica. No concuerdo con el reduccionismo histórico, es decir, que una estatua defina quiénes somos o que un juego de luces en el Zócalo opaque que a cien metros de esa pirámide de cartón esté cayendo el techo del Templo Mayor. Es incongruente. O que opaque que no haya dinero para la reparación de pirámides ni zonas arqueológicas ni dinero para investigadores que están descubriendo más hechos documentales y arqueológicos. Sin presupuesto no hay revisión histórica que valga. En dónde estaríamos. Creo que en una mayor comprensión. Nosotros como nación mexicana latinoamericana y España como nación europea.
Tengo amplia expectativa de qué va a suceder cuando la novela llegue a España y cómo van a reaccionar sobre todo los sectores más conservadores que siguen creyendo que los mexicanos les agradecemos la traída de la civilización y de la religión católica, cuando nadie se las pidió y fue una total imposición y sometimiento. No creo en el perdón del que se habla en estos momentos porque hace 500 años todos los pueblos de la Tierra estaban en guerra. España no existía, sólo era el reino de León y Castilla. México tampoco existía, era el predominio de los mexicas que era una de las varias tribus nahuas sobre otros nahuas. Por lo menos había 30 provincias sometidas y eso hablaba de un crisol mesoamericano más grande. Por eso no me gusta hablar de pueblos indígenas, sino de naciones indígenas con su propia cultura, lengua, historia, antepasados y posibilidad de replantear su futuro. Dónde estaríamos. Quizás en una convivencia más sana. Espero que la novela cumpla ese objetivo de revaloración y replanteamiento, pero sobre todo, de reimaginación de nosotros mismos a partir de la literatura.
—Decía Alberto Chimal, al citar a dos obras clásicas de este tipo El Hombre en el Castillo de Philip K. Dick y La conjura contra América, de Philip Roth, que el ‘si hubiera’ suele contarse desde la postura de los que vencieron. Tú, como en su momento lo hizo Héctor Chavarría en la Crónica del Gran Reformador, lo haces desde la visión de los vencidos, pero además narras cada hecho conforme va sucediendo. ¿Uno de los objetivos del texto es una reivindicación con las culturas originarias, las culturas prehispánicas?
––Sí, sin duda. México como nación mestiza le debe mucho a los pueblos originarios. Les debe la memoria, el reconocimiento y el agradecimiento de que conforman gran parte de nuestra identidad. La literatura debe establecer memoria, es muy importante para un hecho literario. Me atrevería a decir que la literatura está hecha de memoria y nosotros teníamos la memoria indígena olvidada desde el pacto de ficción. Están los libros de los historiadores, toda la revisión filosófica que hizo Miguel León Portilla desde su tesis de doctorado que se llama Filosofía náhuatl. Pero la ficción tenía una deuda con la identidad indígena primigenia. El siglo XXI permite tocar esos puntos que han sido sacralizados, pero también relegados del discurso oficial, sobre todo cuando la explicación de nosotros mismos ha venido desde España, desde el otro. Bastaba cambiar la ecuación y, como dice Todorov, comprender al otro. Pero resulta que el otro somos nosotros y no lo habíamos ejercitado desde la literatura de la imaginación.