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Susan Crowley

17/08/2024 - 12:03 am

Tiempo capturado vs. Tiempo recuperado

Por más que lo intenten, no ha existido aún el artista que logre abarcar por completo la experiencia vivida. Hasta al más grande genio se le escapa algo. Y de eso se trata el arte, de exprimir los sentidos y arrojarlos en la hoja, en el lienzo o en una partitura.

“Yo tomo las fotos con mi celular porque no tengo buena memoria y así me acuerdo de las cosas que viví”. ¿Cuántas veces he escuchado esta justificación para poder echar mano del celular a la mínima provocación? Entrar a un sitio y antes de experimentarlo, el dedo en el gatillo y clic, la foto. “Es que así me acuerdo. Mi memoria es malísima”.

Lo que perdemos de vista es que la mala memoria está asociada al uso del celular. Si la depositamos en él, la desactivamos en nosotros. Buñuel decía, excitar el músculo de la imaginación. Y es que esta es consustancial a la memoria; ambas son músculos que se ejercitan. Una forma de estimularla, tal vez la más elevada, es el arte. Contemplar una pintura, leer una buena novela o ver una película (de arte). Son experiencias que nos obligan a poner atención en los detalles, en las voces y en los silencios, en las descripciones que, si no somos capaces de sumergirnos en ellas, resultan tediosas. Nuestra era, apabullante de información y en el fondo vacía de contenidos, como lo son Tiktok o Instagram, hace que todo lo que exija nuestra atención más de tres minutos se considere lento y aburrido.

Un ejemplo de esta pérdida de la capacidad de atender es la literatura de Marcel Proust. En busca del tiempo perdido, sublime novela de principios del siglo XX, hoy se considera de frases eternas, de fatigosas y meticulosas descripciones; una literatura que no va al grano, todo lo contrario de lo que prometen las novelas de moda, tipo suspenso televisivo, que nos mantienen al borde del asiento. Los siete tomos escritos por el francés, son un largo camino que no nos lleva a ningún sitio. Sin embargo, una vez que nos adentramos en su literatura, logramos trascender la necesidad de que nos cuente algo y nos dejamos llevar por ese universo de metáforas, de detalles, de verdaderas inmersiones, no como las de ahora, artificiales y efectistas.

Horadar en los pliegues de la imaginación del artista y estimular la nuestra. No importa cuánto dure, no es necesario que ocurran grandes acontecimientos. Proust nos descubre el gozo profundo del no pasa nada aparente, y de la posibilidad de reconstruir y traer a nuestro presente el tiempo ido. Difícil reto para quienes prefieren lo rápido y lo desechable, ansiosos de vivir otras experiencias, de poseerlas, consumirlas y no atesorarlas; como no sea en el celular.

Adicción autorizada, su constante uso provocará que, paulatinamente, nuestra memoria se anquilose; será el celular el que actúe por nosotros. Ya estamos en ese camino, hemos renunciado a vivir el momento y nos hemos acostumbrado a capturarlo. Percibimos el mundo a partir de esa nueva extensión del brazo y todo lo que guardamos nos hace sentir dueños de la información. Pero eso no es cierto. Las imágenes del celular están vacías de la vivencia. Si la recrearan en su totalidad no habría disco duro que las pudiera contener.

No tiene ni punto de comparación la capacidad de almacenar de un celular o incluso la gigantesca nube, con lo que pueden registrar nuestros sentidos y convertirlo una parte de nosotros mismos. La memoria humana es infinitamente más amplia, más fiel y cualitativa. Es el gozo profundo de atisbar en los más pequeños detalles, en lo que a simple vista o capturado en una fotografía pasa inadvertido.

Un ejemplo común, que viene desde Proust, es la receta de cocina de nuestras abuelas. Es muy claro, no es que el mole negro de Oaxaca de mi abuela fuera necesariamente el mejor; es que en mi recuerdo siempre será el mejor. En ese mole deposité mi infancia, mis afectos, mis anhelos, el amor que me tenía mi abuela y mi amor por ella. Fue y sigue viva en mí la atmósfera de la cocina de la casa San Felipe en Oaxaca donde pasábamos horas preparándolo. Es la imagen del metate, de los chiles y su picoso olor, la magia del chocolate espeso que al gusto tenía algo de terroso. Es el guajolote que graznaba en el patio hasta que la nana lo descabezaba, luego lo desplumaba y su carne se agregaba a la espesa salsa.

Y escribo en presente porque conforme evoco en la memoria, invoco los momentos y los hago presente. Si continúo recordando, aparecen las conversaciones y los chismes sobre las conocidas de mi abuela, un ramillete social muy proustiano, diríamos. Viene a mí su humor sarcástico, las carcajadas de ella y sus hermanas por el recuerdo de alguna anécdota repetida al infinito. Entonces aprecio sus gestos delicados y sus sofisticadas poses; su placer por llevar a esa cocina un tiempo anterior que nacía también de sus propias vivencias. Digamos, el recuerdo del recuerdo.

Ese es el milagro de la memoria. Extender la mano y aprehender esa escena en la que todos mis sentidos estaban atentos, dispuestos. Y en este momento en que escribo surge sin esfuerzo y se apodera de mi presente. Es la memoria involuntaria que se dilata y que logra un tiempo que no solo es ahora mismo, es siempre. Eso jamás cabría en una fotografía del celular.

La próxima vez que tengamos la adictiva necesidad de subir una imagen a Instagram, reflexionemos antes en que ahí solo exhibimos aquellas fotos en las que salimos bien y es un catálogo que legitima nuestra felicidad aparente. Pero la vida también se construye de momentos no tan buenos, hay tristeza y situaciones incómodas, dolor y angustia; esas, Instagram no las quiere. Antes de subir la imagen, hagamos un esfuerzo por describirla primero. Bordar en los detalles, sensaciones y sentimientos de ese momento tanto y como sea necesario; usar la mayor riqueza posible de lenguaje en nuestra descripción, si no acuden las palabras, buscarlas hasta que aparezcan. Evitar las muletillas y emoticones que simplifican ese lenguaje que cada vez nos alcanza menos. Estoy segura de que el resultado será mucho más fiel y entrañable que una foto de tantas olvidadas en el celular.

Para Proust el arte fue más que una expresión de la belleza, la necesidad de plasmar con la mayor exactitud posible los detalles, sonidos, colores, aromas, sabores y texturas de una escena. El talento, la técnica, la peculiar forma de percibir y la pasión, son los atributos de los grandes artistas. Así crean. Pero cuidado, no tienen el triunfo garantizado. Por más que lo intenten, no ha existido aún el artista que logre abarcar por completo la experiencia vivida. Hasta al más grande genio se le escapa algo. Y de eso se trata el arte, de exprimir los sentidos y arrojarlos en la hoja, en el lienzo o en una partitura.

Más allá de las capturas del celular, como si de una obra de arte se tratara, las escenas de nuestra vida son todos aquellos elementos que nos habitan y que, cada tanto, acuden a la memoria en forma de recuerdos. Es el tiempo y el afecto con el que las evocamos lo que les permite irrumpir en el momento menos pensado. Si logramos apagar el celular y encender la memoria, un día de estos ya no necesitaremos de este nocivo aparato; al menos no para eso. Habremos iniciado la era del tiempo recuperado. @Suscrowley

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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