Estoy emprendiendo una nueva aventura que me llena de emoción/me aterroriza, sentimientos que suelen confundírseme adentro: voy a dar talleres de escritura para jóvenes. En la primera sesión del primer taller le pedí a las chicas ahí presentes que se describieran en tres palabras o frases; pretendía ejemplificar cómo los protagonistas de las historias suelen tener un par de características dominantes que hay que atravesar para llegar a una capa más interesante y profunda. Les había dicho un minuto antes que para poder escribir acerca de otros, tenemos que conocernos a nosotros mismos. Quería hablar de lo que define a una persona. “Obsesiva compulsiva, no muy creativa, alegre”, dijo la primera chica. “Depresiva, solitaria, ñoña”, dijo otra. “Soy de Sinaloa, Comunicóloga, de 21 años”, dijo una más. Yo, que de rutina soy muy habladora (en el terremoto del 85 mi padre tardó en darse cuenta de la magnitud del desastre porque yo estaba hablándole y creyó que se mareaba por mi culpa) me quedé en silencio y no pude continuar por varios minutos. Había hecho algo terrible: había obligado a esas chicas a pegarse una etiqueta en la frente y por el resto del semestre una sería la depresiva, otra sería la obsesiva y la tercera sería, simplemente, sinaloense. O mayor de edad. Al darme cuenta de mi error, dije “bueno, ahora hay que ir más profundo”, y di un ejemplo personal para ver si las animaba a deshacerse de aquellas tres letras escarlatas que ahora las marcaban.
Por supuesto, hacemos eso todos los días, con nosotros mismos y con los demás. Y las etiquetas que nos ponemos o nos ponen, y nos dejamos puestas, son como un anuncio de clasificados que le dice al mundo qué somos y qué necesitamos. Lo peor es que solemos ponernos las etiquetas negativas en tamaño más grande y a la vista de todos. Estas chicas decidieron compartir, cuando tuvieron oportunidad, que son depresivas, obsesivas, no-creativas, solitarias… cuando seguramente son mucho más que eso. El exterior reacciona a nosotros y viceversa. Suena como algo intrascendente, pues “quien se tome el tiempo de conocerme más a fondo encontrará que soy mucho más”, claro, pero vale la pena preguntarse cómo nos estamos definiendo. Cuando alguien me pregunta quién es Lorena Amkie… ¿qué es lo que me hace ser lo que soy? ¿Qué define mi identidad? ¿Qué le estoy pidiendo al mundo a través de mis anuncios?
Esto me llevó a pensar en el tipo de relaciones amorosas que he tenido a lo largo de mi vida. Lorena, con una infancia envidiable, una autoestima supuestamente alta, de carácter fuerte, considerada por los demás y por sí misma inteligente, acababa siempre bajo la suela sucia de algún idiota. ¿Por qué? Creía que estaba escribiendo los clasificados correctos, que las tres palabras con que me definía eran algo que atraía al público deseable, pero era obvio que no. ¿Qué pedía? Patanes. Mi clasificado decía “mujer insegura, con complejo mesiánico y una insaciable necesidad de amar, que entrega todo sin exigir mucho a cambio, busca hombre manipulador, arrogante y amargado para intentar a toda costa hacerle feliz y luego soltarlo de vuelta en los brazos de su madre”. Se sorprenderían de cuántos hombres de estos han respondido a mis clasificados, y de lo enojados que hemos terminado, tanto ellos como yo, aunque las promesas se hayan cumplido a la perfección. Por que nuestro narcisismo transforma las palabras en el camino y nos hace creer que pedimos otra cosa, que leímos otra cosa. Cuando las promesas (que no las expectativas) se cumplen, lo que sucede es que las etiquetas se acentúan y el clasificado se renueva automáticamente. Y volvemos a buscar lo mismo, nos vuelven a encontrar los mismos.
Como escritora creo en el poder de las palabras; como mujer lo he experimentado en carne propia. “Nombre es destino” es ni más ni menos que eso: no el nombre propio que aparece en nuestra acta de nacimiento, sino los nombres que nos ponemos, que nos bordamos en los uniformes y pegamos en los cuadernos que cuentan nuestras historias. ¿Quién soy? ¿Qué me define? No es mi Trastorno Obsesivo Compulsivo ni los medicamentos que lo controlan. No es la edad que tengo ni los rasgos de mi cara. No es la gente que me rodeó cuando era demasiado joven para elegirla. No es mi pasado, ni mis pérdidas ni mis dolores, ni mis lecturas, ni mi carrera ni mi fama ni la opinión de los demás.
Lo que soy es lo que marca el camino que me lleva hacia donde quiero estar, no el sendero que me trajo a donde estoy ahora. Soy lo que me hace vibrar, lo que me deja (¡a mí!) sin palabras, lo que me hace llorar. Soy lo que creo y soy lo que cree en mí. Soy el deseo de la explosión, la ebullición de justo antes, la pasión que se estremece y que luego sonríe, saciada y lista para volver a saltar. Soy letras, pasión y precipicio. Soy risas, historias y escalofríos. Soy mujer, escritora y amiga. En tres palabras: amo, luego existo.