Al mediodía del día 142 de la guerra en Ucrania, una coordinadora humanitaria en la ciudad de Selydove caminaba por el Palacio de la Cultura, un gran edificio de la era soviética, mientras decenas de residentes se llevaban bolsas de plástico con raciones de comida.
Por Cara Anna
POKROVSK, Ucrania, 17 de julio (AP) — La mañana del Día 142 de guerra en Ucrania, el Alcalde de una población cada vez más cerca del frente estaba parado en zapatillas y chaqueta junto a la última tumba de un soldado.
Aparte del enterrador, Ruslan Trebushkin fue el último en arrojar tierra sobre el ataúd, que había estado cerrado en el velatorio. El Alcalde se preguntaba cuánto quedaba del cuerpo, cuánto había arrebatado la guerra. Era su décimo funeral militar desde la invasión rusa en febrero. Los funerales se televisaban para dar reconocimiento a los soldados, hasta que la oficina de reclutamiento y las familias pidieron que dejara de hacerse por “motivos humanitarios”, explicó. Ya era demasiado.
Aquí, en el camino de la invasión rusa, la ciudad de Pokrovsk y otras ciudades que se vacían de forma progresiva en la región oriental ucraniana de Donetsk viven cada día en guerra. Está el conflicto evidente, con tanques y ambulancias que pasan por la carreteras de dos carriles, y el humo que se alza sobre los campos de girasoles.
Y están las batallas personales, los frentes internos.
Mientras colocaba un ramo de rosas y consolaba a la madre, que se lamentaba diciendo “hijo mío, ¿por qué me abandonaste?”, luchaba con una responsabilidades que probablemente, pocos vecinos se habían planteado.
Debía estar preparado cuando el ejército ordenase que los residentes que quedaran se marchasen, y como alcalde estaría entre los últimos en irse. La incertidumbre era exasperante. Podría ocurrir “en una semana, un mes, dos meses, dependiendo del movimiento del frente”, dijo. Sin embargo, mantenía la calma.
Al mediodía del día 142 de la guerra en Ucrania, una coordinadora humanitaria en la ciudad de Selydove caminaba por el Palacio de la Cultura, un gran edificio de la era soviética, mientras decenas de residentes se llevaban bolsas de plástico con raciones de comida.
Zitta Topilina dijo que los esfuerzos de ayuda servían a miles de personas, incluidos algunos que habían huido de zonas ocupadas por Rusia como el puerto de Mariúpol. Ella creía que las historias de personas huidas desde “el otro lado” eran lo bastante terroríficas como para convencer a cualquier vecino que pudiera haber simpatizado con Rusia debido a la nostalgia.
Ella era una de las miles de personas de Donestk a las que las autoridades instaban a evacuar mientras pudieran. A diferencia de muchos, tenía un familiar en otra zona de Ucrania que podía acogerla. Pero no reunía las fuerzas para marcharse.
“Tengo 61 años, y dicen que no se pueden plantar árboles viejos en otros sitios”, dijo. “Este es mi lugar, como el de tanta gente. Creemos que Ucrania es nuestra, y vamos a morir aquí".
En una habitación tranquila del Palacio de Cultura, en la que la luz del sol pasaba a través de cortinas rosas, hablar de la guerra la hizo llorar. El conflicto se estaba llevando a la juventud de Ucrania, señaló. Una vez murieran los viejos, dijo, “no quedará nada”.
Pero debía dejar esos pensamientos a un lado y ayudar a la gente que esperaba.
Por la tarde del Día 142 de la guerra en Ucrania, varios soldados llegaron a una gasolinera en la ciudad de Konstantinovka en una camioneta llena de agujeros de bala. Las ventanas de atrás habían desaparecido. El sistema de escape estaba roto. Una calavera de plástico miraba hacia la carretera desde el salpicadero.
Pese a una sucesión de días marcados por bombas de racimo y otros peligros que enfrentaba en un punto del frente no revelado, uno de los soldados, Roman, que llevaba gafas de sol y guantes de cuero sin dedos, estaba animado. Mostró en su celular fotos de un cráter de explosión con una pelota de fútbol dentro. “Por la perspectiva”, comentó.
La perspectiva también la daba su llavero. Era el de su esposa. En su casa había cuatro niños pequeños, todos de menos de 10 años.
Roman esperaba poder mantener la guerra lejos de ellos. “Me gustaría que estuvieran a salvo”, dijo.
Él creía que el apoyo de Occidente ayudaba. Pero sus compañer
“Me gustaría un cielo en paz sobre nuestra cabeza”, dijo antes de volver a la camioneta para regresar al frente. “Eso es todo”.
Por la noche del Día 142 en la guerra de Ucrania, un hombre estaba de pie junto a la barra de un restaurante con las ventanas cubiertas por tablones en la ciudad de Kramatorsk. Bjork sonaba por los altavoces.
Bohdan creía que este era uno de los apenas tres restaurantes que seguían operando en una ciudad donde antes vivían más de 150 mil personas. Creía que es mejor estar allí que en casa, sin mucho más que hacer que escuchar el fuego de artillería.
Había estado a punto de huir varias veces. En abril se quedó sin habla durante dos días después de que más de 50 personas fueran asesinadas en un ataque contra la estación de tren. Un cliente, un soldado, le preguntó por qué seguía allí.
La abuela y el padre de Bohdan no querían marcharse. Y su abuelo estaba básicamente desaparecido después de que tropas rusas tomaran en abril su poblado, cerca de Lyman, apenas a unos 25 kilómetros (25 millas) de distancia. Bohdan no había podido contactar con él desde una llamada telefónica poco después de que llegaran los rusos. Lo último que dijo su abuelo era que necesitaba leña y otras provisiones para sobrevivir.
Bodhan se preguntaba qué ocurriría si su ciudad también era ocupada.
Dijo que creía en las fuerzas ucranianas, pero “me preocupo por este lugar”.
Unos minutos más tarde, a menos de un kilómetro del restaurante, otro cohete ruso abrió un cráter en la Plaza de la Paz.