Las protestas iniciaron el pasado 28 de abril en varias ciudades colombianas, sin embargo, Cali, capital del departamento del Valle del Cauca, ha sido la ciudad más afectada por las protestas.
Por Juanita Rico
Colombia, 17 de mayo (Open Democracy).– El mundo ha puesto el teleobjetivo en Colombia y ha hecho zoom sobre Cali, la tercera ciudad más grande del país. Aquí, las marchas ciudadanas de protesta no paran y los enfrentamientos entre civiles y fuerza pública, tampoco. Pero, ¿por qué la capital Valle del Cauca se volvió en el epicentro de la protesta? A continuación, examinamos algunas razones.
En Cali, la pobreza alcanza el 36.3 por ciento de la población y la tasa de homicidios es de 43.2 muertos por cada 100 mil habitantes, Si se compara esta última cifra con los 23.79 muertos por 100 mil habitantes que hay en Colombia, se entiende que en Cali la tasa de violencia y la frustración son graves.
Esta puede ser una de las razones por las que, tanto en 2019 como ahora en 2021, los caleños salgan a marchar para pedir que se salden deudas sociales que acumulan demasiados años con la ciudad y con el país.
En la ciudad, además, hay más de 200 mil personas desplazadas víctimas del conflicto armado que llegaron de otras regiones buscando oportunidades y resguardo. Asimismo, la ciudad acoge más de mil desmovilizados que, desde hace más de 13 años, se esfuerzan por reinsertarse a la sociedad. Por eso, en 2016 fue nombrada la capital del posconflicto.
Esto es importante porque ha hecho que, a diferencia de otras ciudades grandes del país, en Cali se entienda mejor la necesidad de que se cumpla el Acuerdo de Paz y se creen espacios que permitan que los diferentes actores de la guerra puedan convivir.
A lo anterior se suma que Cali es una ciudad joven e indignada. En un artículo de El País de Cali, Lina Martínez, directora de Polis, el Observatorio de Políticas Públicas de la Universidad Icesi, afirma que “demográficamente Cali es una ciudad joven. Y aunque casi toda la sociedad muestra descontento por la situación del país, la población joven es la que está viendo mayor desesperanza. Los jóvenes están endeudados con el Icetex para acceder a la educación superior, pero no tienen certeza si van a conseguir trabajo. Y las condiciones laborales son cada vez más difíciles”.
Hoy, conseguir trabajo en Colombia es una tarea de valientes. Así lo muestran las cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane), según las cuales la proporción de trabajadores informales en 23 ciudades y áreas metropolitanas del país llegó a un 49.2 por ciento.
Este es un escenario que provoca demasiada incertidumbre y miedo a los jóvenes que, en muchas ocasiones, están sobrecalificados y salen a ganar cerca de dos salarios mínimos colombianos, lo que equivale a unos 400 dólares estadounidenses.
Como resultado, en el país existe una desesperanza generalizada entre la población joven. En ciudades como Cali, este sector de la población ha estado especialmente olvidado por sus gobernantes. Al miedo y al olvido se suma otra problemática, y una de las más grandes del país y de la región: la de la corrupción.
Dos hechos que prendieron la llama del incendio que es hoy es Cali fueron los despilfarros de dinero por parte del actual alcalde Jorge Iván Ospina quien todavía no ha explicado cómo se gastó un total de 22 mil millones de pesos en dos eventos: la Feria Virtual de 2020 en Cali, y el alumbrado navideño de la ciudad; situación inaceptable en medio de una pandemia que hizo que la pobreza extrema en Cali pasara de un 4.7 por ciento en 2019 a un alarmante 13.3 por ciento en 2020.
Finalmente, en Cali el poder de las organizaciones sociales no se puede ignorar. Los sindicatos, gremios y los colectivos estudiantiles se han organizado con disciplina y tienen la herencia de décadas de activismo social que se remontan a los años setenta, cuando en distritos como Siloé, (barrio donde los enfrentamientos entre civiles y fuerza armada han sido especialmente violentos), y Aguablanca, donde los habitantes se unieron para protestar en contra del racismo y exigieron que la alcaldía pavimentara sus calles y llevara servicios de luz y agua potable.
A esto se suma que los departamentos vecinos, Cauca, Nariño y, en fin, el Pacífico sur de Colombia, son escenarios de persistente guerra y de desigualdad social, y donde la necesidad ha hecho que las mingas indígenas organizaran procesos comunitarios de gran relevancia y donde son más visibles que en otros lugares del país.
De hecho en el Cauca la guardia indígena de los paez o nasa lleva enfrentándose a los grupos armados desde los años sesenta, cuando llegaron a las montañas, a Tacueyó y Toribío, intentando declarar la tierra indígena como propia.
Esto explicaría también que, aunque en Cali no hay un comité del paro, como tal, lo que sí hay son muchas organizaciones diferentes, con diferentes reclamos y que representan varios sectores de la sociedad: estudiantes, artistas, indígenas, desmovilizados, centrales obreras, sindicatos, camioneros, mujeres y campesinos.
Así, una suma de factores, y la indiferencia del Gobierno nacional, hicieron que Cali estallara y saliera a las calles en masa, como en ningún otro lugar del país, a exigir que la brecha de desigualdad histórica y los desmanes económicos dejen de ser el pan de cada día y no definan el futuro de los jóvenes que todavía creen que Cali, como dice la letra de una de las canciones del Grupo Niche, popular conjunto de salsa en Colombia, es “del cielo la sucursal”.