La siguiente antología refleja las polémicas recientes y los escenarios que la pandemia del coronavirus abrió; las miradas del presente y las hipótesis sobre el futuro. Reúne la producción filosófica (en clave ensayística, periodística y literaria) que se ha publicado durante un mes a lo largo del globo.
Esta compilación fue realizada por ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio), una iniciativa cuyo objetivo es perdurar mientras vivamos en cuarentena. "Un punto de fuga creativo ante la infodemia, la paranoia y la distancia y el resguardo como política ante un peligro invisible”.
Ciudad de México, xx de abril (SinEmbargo).- La siguiente es una compilación de pensamiento contemporáneo en torno al COVID-19 y las realidades que se despliegan a lo largo del globo. Reúne la producción filosófica (en clave ensayística, periodística y literaria) que se ha publicado a lo largo de un mes –entre el 26 de febrero y el 28 de marzo de 2020–, desde distintas latitudes: Alemania, Italia, Francia, España, EU, Corea del Sur, Eslovenia, Bolivia, Uruguay y Chile.
Aunque estos textos están al alcance de un click, la antología propone un “orden” de lectura, acerca algunos datos biográficos sobre los autores y autoras e intenta poner en una línea de tiempo una serie de debates. Busca reflejar las polémicas recientes en torno a los escenarios que se abren con la pandemia del coronavirus, las miradas sobre el presente y las hipótesis sobre el futuro.
A continuación, SinEmbargo comparte para sus lectores un fragmento de Sopa de Wuhan, compilación de acceso libre realizada por la Editorial ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio), una iniciativa cuyo objetivo es perdurar mientras se viva en cuarentena. "Un punto de fuga creativo ante la infodemia, la paranoia y la distancia autoimpuesta como política de resguardo ante un peligro invisible”. Puedes consultar la antología completa en: https://bit.ly/sopadewuhan
***
El capitalismo tiene sus límites
Por Judith Butler
Publicado en versobooks.com y traducido al español por Anabel Pomar para lavaca.org
19 de marzo, 2020
El aislamiento obligatorio coincide con un nuevo reconocimiento de nuestra interdependencia global durante el nuevo tiempo y espacio que impone la pandemia. Por un lado, se nos pide secuestrarnos en unidades familiares, espacios de vivienda compartidos o domicilios individuales, privados de contacto social y relegados a esferas de relativo aislamiento; por otro lado, nos enfrentamos a un virus que cruza rápidamente las fronteras, ajeno a la idea misma del territorio nacional.
¿Cuáles son las consecuencias de esta pandemia al pensar en la igualdad, la interdependencia global y nuestras obligaciones mutuas?
El virus no discrimina. Podríamos decir que nos trata por igual, nos pone igualmente en riesgo de enfermar, perder a alguien cercano y vivir en un mundo de inminente amenaza. Por cierto, se mueve y ataca, el virus demuestra que la comunidad humana es igualmente frágil. Al mismo tiempo, sin embargo, la incapacidad de algunos estados o regiones para prepararse con anticipación (Estados Unidos es quizás el miembro más notorio de ese club), el refuerzo de las políticas nacionales y el cierre de las fronteras (a menudo acompañado de racismo temeroso) y la llegada de empresarios ansiosos por capitalizar el sufrimiento global, todos dan testimonio de la rapidez con la que la desigualdad radical, que incluye el nacionalismo, la supremacía blanca, la violencia contra las mujeres, las personas queer y trans, y la explotación capitalista encuentran formas de reproducir y fortalecer su poderes dentro de las zonas pandémicas. Esto no debería sorprendernos.
La política de atención médica en los Estados Unidos pone esto en relieve de una manera singular. Un escenario que ya podemos imaginar es la producción y comercialización de una vacuna efectiva contra el COVID-19. Claramente desesperado por anotarse los puntos políticos que aseguren su reelección, Trump ya ha tratado de comprar (con efectivo) los derechos exclusivos de los Estados Unidos sobre una vacuna de la compañía alemana, CureVac, financiada por el gobierno alemán. El Ministro de Salud alemán, con desagrado, confirmó a la prensa alemana que la oferta existió. Un político alemán, Karl Lauterbach, comentó: «La venta exclusiva de una posible vacuna a los Estados Unidos debe evitarse por todos los medios. El capitalismo tiene límites». Supongo que se opuso a la disposición de «uso exclusivo» y que este rechazo se aplicará también para los alemanes. Esperemos que sí, porque podemos imaginar un mundo en el que las vidas europeas son valoradas por encima de todas las demás: vemos esa valoración desarrollarse violentamente en las fronteras de la UE.
No tiene sentido preguntar de nuevo, ¿En qué estaba pensando Trump? La pregunta se ha planteado tantas veces en un estado de exasperación absoluta que no podemos sorprendernos. Eso no significa que nuestra indignación disminuya con cada nueva instancia de autoengrandecimiento inmoral o criminal. Pero de tener éxito en su empresa y lograr comprar la potencial vacuna restringiendo su uso solo a ciudadanos estadounidenses, ¿cree que esos ciudadanos estadounidenses aplaudirán sus esfuerzos, felices de ser liberados de una amenaza mortal cuando otros pueblos no lo estarán? ¿Realmente amarán este tipo de desigualdad social radical, el excepcionalismo estadounidense, y valorarían, como él mismo definió, un acuerdo brillante?¿Imagina que la mayoría de la gente piensa que es el mercado quién debería decidir cómo se desarrolla y distribuye la vacuna? ¿Es incluso posible dentro de su mundo insistir en un problema de salud mundial que debería trascender en este momento la racionalidad del mercado? ¿Tiene razón al suponer que también vivimos dentro de los parámetros de esa manera de ver al mundo?
Incluso si tales restricciones sobre la base de la ciudadanía nacional no llegaran a aplicarse, seguramente veremos a los ricos y a los que poseen seguros de cobertura de salud apresurarse para garantizarse el acceso a dicha vacuna cuando esté disponible, aún cuando esto implique que solo algunos tendrán acceso y otros queden condenados a una mayor precariedad.
La desigualdad social y económica asegurará que el virus discrimine. El virus por sí solo no discrimina, pero los humanos seguramente lo hacemos, modelados como estamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia y el capitalismo. Es probable que en el próximo año seamos testigos de un escenario doloroso en el que algunas criaturas humanas afirmarán su derecho a vivir a expensas de otros, volviendo a inscribir la distinción espuria entre vidas dolorosas e ingratas, es decir, aquellos quienes a toda costa serán protegidos de la muerte y esas vidas que se considera que no vale la pena que sean protegidas de la enfermedad y la muerte.
Todo esto acontece contra la carrera presidencial en los Estados Unidos dónde las posibilidades de Bernie Sanders de asegurarse la nominación demócrata parecieran ahora ser muy remotas, aunque no estadísticamente imposibles. Las nuevas proyecciones que establecen a Biden como el claro favorito son devastadoras durante estos tiempos precisamente porque Sanders y Warren defendieron el “Medicare para Todos”, un programa integral de atención médica pública que garantizaría la atención médica básica para todos en el país. Tal programa pondría fin a las compañías de seguros privadas impulsadas por el mercado que regularmente abandonan a los enfermos, exigen gastos de bolsillo que son literalmente impagables y perpetúan una brutal jerarquía entre los asegurados, los no asegurados y los no asegurables. El enfoque socialista de Sanders sobre la atención médica podría describirse más adecuadamente como una perspectiva socialdemócrata que no es sustancialmente diferente de lo que Elizabeth Warren presentó en las primeras etapas de su campaña. En su opinión, la cobertura médica es un «derecho humano» por lo que quiere decir que todo ser humano tiene derecho al tipo de atención médica que requiere.
Pero, ¿por qué no entenderlo como una obligación social, una que se deriva de vivir en sociedad los unos con los otros? Para lograr el consenso popular sobre tal noción, tanto Sanders como Warren tendrían que convencer al pueblo estadounidense de que queremos vivir en un mundo en el que ninguno de nosotros niegue la atención médica al resto de nosotros. En otras palabras, tendríamos que aceptar un mundo social y económico en el que es radicalmente inaceptable que algunos tengan acceso a una vacuna que pueda salvarles la vida cuando a otros se les debe negar el acceso porque no pueden pagar o no pueden contar con un seguro médico que lo haga
Una de las razones por las que voté por Sanders en las primarias de California junto con la mayoría de los demócratas registrados es porque él, junto con Warren, abrió una manera de reimaginar nuestro mundo como si fuera ordenado por un deseo colectivo de igualdad radical, un mundo en el que nos unimos para insistir en que los materiales necesarios para la vida, incluida la atención médica, estarían igualmente disponibles sin importar quiénes somos o si tenemos medios financieros. Esa política habría establecido la solidaridad con otros países comprometidos con la atención médica universal y, por lo tanto, habría establecido una política transnacional de atención médica comprometida con la realización de los ideales de igualdad. Surgen nuevas encuestas que reducen la elección nacional a Trump y Biden precisamente cuando la pandemia acecha la vida cotidiana, intensificando la vulnerabilidad de las personas sin hogar, los que no poseen cobertura médica y los pobres.
La idea de que podríamos convertirnos en personas que desean ver un mundo en el que la política de salud esté igualmente comprometida con todas las vidas, para desmantelar el control del mercado sobre la atención médica que distingue entre los dignos y aquellos que pueden ser fácilmente abandonados a la enfermedad y la muerte, estuvo brevemente vivo. Llegamos a entendernos de manera diferente cuando Sanders y Warren ofrecieron esta otra posibilidad. Entendimos que podríamos comenzar a pensar y valorar fuera de los términos que el capitalismo nos impone. Aunque Warren ya no es un candidato y es improbable que Sanders recupere su impulso, debemos preguntarnos, especialmente ahora, ¿por qué seguimos oponiéndonos a tratar a todas las vidas como si tuvieran el mismo valor? ¿Por qué algunos todavía se entusiasman con la idea de que Trump asegure una vacuna que salvaguarde la vida de los estadounidenses (como él los define) antes que a todos los demás?
La propuesta de salud universal y pública revitalizó un imaginario socialista en los Estados Unidos, uno que ahora debe esperar para hacerse realidad como política social y compromiso público en este país. Desafortunadamente, en el momento de la pandemia, ninguno de nosotros puede esperar. El ideal ahora debe mantenerse vivo en los movimientos sociales que están menos interesados en la campaña presidencial que en la lucha a largo plazo que nos espera. Estas visiones compasivas y valientes que reciben las burlas y el rechazo del realismo capitalista tenían suficiente recorrido, llamaban la atención, provocando que un número cada vez mayor, algunos por primera vez, desearan un cambio en el mundo.
Ojalá podamos mantener vivo ese deseo.
Sobre la situación epidémica
Por Alain Badiou*
Publicado en lavoragine.net y traducido del francés por Luis Martínez Andrade,
21 de marzo, 2020
Siempre he considerado que la situación actual, marcada por una pandemia viral, no tenía nada de excepcional. Desde la pandemia -también viral- del Sida, pasando por la gripe aviaria, el virus del Ébola, el virus SARS-1, sin mencionar otras (por ejemplo, el regreso del sarampión o de las tuberculosis que los antibióticos no curan más), sabemos que el mercado mundial, en conjunto con la existencia de muchas zonas con un débil sistema médico y la insuficiencia de disciplina mundial en las vacunas necesarias, produce inevitablemente serias y desastrosas epidemias (en el caso del Sida, millones de muertes). Además del hecho de que la situación de la pandemia actual golpea esta vez a gran escala al llamado mundo occidental, bastante cómodo (hecho en sí mismo privado de significado nuevo y llamando sobre todo a lamentaciones sospechosas y tonterías repugnantes en las redes sociales), no consideraba que más allá de medidas de protección evidentes y del tiempo que tomará para que el virus desaparezca en la ausencia de nuevos blancos, habría que montar en cólera.
Por otra parte, el verdadero nombre de la epidemia en curso debería indicar que ésta muestra en cierto sentido el “nada nuevo bajo el cielo contemporáneo”. Este verdadero nombre es SARS 2, es decir “Severe Acute Respiratory Syndrom 2”, nominación que inscribe de hecho una identificación “en segundo tiempo”, después la epidemia SARS 1, que se desplegó en el mundo durante la primavera de 2003. Esta enfermedad fue nombrada en aquel momento como “la primera enfermedad desconocida del siglo XXI”. Es pues claro que la actual epidemia no es definitivamente el surgimiento de algo radicalmente nuevo o increíble. Esta es la segunda de su tipo del siglo y se sitúa en su origen. Al punto que, actualmente, la única crítica seria en materia predictiva dirigida a las autoridades es la de no haber apoyado seriamente, después del SARS 1, la investigación que habría puesto a disposición del mundo médico los verdaderos medios de acción contra el SARS 2.
Así que no veía más que hacer que tratar, como todo el mundo, de confinarme y exhortar a los demás a hacer los mismo. Respetar sobre ese particular una estricta disciplina es más que necesario, ya que es un apoyo y una protección fundamental para todos aquellos que son los más expuestos: por supuesto, todo el personal ligado a cuestiones de salud, que está directamente en el frente, las personas infectadas, pero también los más débiles, como las personas de edad avanzada, principalmente en las residencias, y todos aquellos que acuden al trabajo y corren el riesgo de ser contagiados. Esta disciplina de aquellos que pueden obedecer al imperativo “quedarse en casa” debe también encontrar y proponer los medios para que aquellos que “no tienen casa” puedan encontrar un refugio seguro. Podemos pensar para eso la disposición general de los hoteles.
Estas obligaciones son, es cierto, cada vez más imperativas, pero no implican, al menos en un primer examen, grandes esfuerzos de análisis o constitución de un pensamiento nuevo. Pero ahora, realmente, leo demasiadas cosas, escucho demasiadas cosas, incluyendo en mi entorno, que me desconciertan por la perturbación que expresan y por su inadecuación total, francamente simples, en relación con la situación en la que nos encontramos.
Estas declaraciones perentorias, estos llamados patéticos, estas acusaciones enfáticas son de diferente tipo, pero todas tiene en común un curioso desdén por la aterradora simplicidad, y por ausencia de novedad sobre la situación epidémica actual. Sea que éstas son innecesariamente serviles a los poderes, que de hecho solo hacen aquello a lo que les empuja la naturaleza del fenómeno. Sea que éstas sacan a relucir al planeta y su mística, y no nos hace avanzar en nada. Sea que éstas responsabilizan al pobre [Emmanuel] Macron, quien no hace, ni peor que otro, que su trabajo de jefe de Estado en tiempos de guerra o de epidemia. Sea que claman por el evento fundador de una revolución increíble, que no vemos qué conexión tendría con el exterminio del virus, del cual, además, nuestros “revolucionarios” no tienen el mínimo medio nuevo. Sea que éstas se hunden en un pesimismo del fin del mundo. O están exasperados en el punto de que el “primero yo”, la regla de oro de la ideología contemporánea, no tiene ningún interés, no ayuda e incluso puede aparecer como cómplice de una continuación indefinida del mal.
Parece que la prueba epidémica disuelve en todas partes la actividad intrínseca de la Razón, y que obliga a los sujetos a regresar a los tristes efectos (misticismo, fabulaciones, rezos, profecías y maldiciones) que en la Edad Media eran habituales cuando la peste barría los territorios. De repente, me siento obligado a reagrupar algunas ideas simples. Con mucho gusto diría: cartesianas. Aceptemos comenzar por definir el problema, muy mal definido, por cierto, y por consiguiente tratado de manera errónea. Una epidemia es compleja porque siempre es un punto de articulación entre determinaciones naturales y determinaciones sociales. Su análisis completo es transversal: debemos captar los puntos donde las dos determinaciones se cruzan para obtener las consecuencias.
Por ejemplo, el punto inicial de la epidemia actual se sitúa muy probablemente en los mercados de la provincia de Wuhan. Los mercados chinos todavía son conocidos por su peligrosa suciedad y por su incontenible gusto por la venta al aire libre de todo tipo de animales vivos amontonados. Por tanto, el virus se encontró en algún momento presente, en una forma animal legada por los murciélagos, en un ambiente popular muy denso y con una higiene precaria.
La llegada natural del virus de una especie a otra transita luego hacia la especie humana. ¿Exactamente, cómo? No lo sabemos todavía y solo los procedimientos científicos nos los dirán. Estigmaticemos de pasada, todos aquellos que lanzan, en redes del internet, las fabulas típicamente racistas, respaldadas por imágenes manipuladas según las cuales todo proviene de que los chinos comen murciélagos casi vivos…
Este tránsito local entre especies animales hasta el hombre constituye el punto de origen de todo el asunto. Después de lo cual, solo opera un dato fundamental del mundo contemporáneo: el acceso del capitalismo de Estado chino a un rango imperial, es decir, una presencia intensa y universal en el mercado mundial. De ahí las innumerables redes de difusión, evidentemente antes de que el gobierno chino pudiera limitar totalmente el punto de origen (de hecho, una provincia entera, 40 millones de personas), lo que, sin embargo, terminará haciendo con éxito, pero demasiado tarde para evitar que la epidemia pudiera partir sobre otros caminos -y aviones y barcos- de la existencia mundial.
Un detalle revelador de aquello que llamo la doble articulación de una epidemia: hoy, el SARS-2 está suprimido en Wuhan, pero hay muchos casos en Shanghái, principalmente debido a personas, chinos en general, provenientes del extranjero. China es pues un lugar donde observamos el anudamiento, por una razón arcaica y luego moderna, entre un cruce naturaleza-sociedad en los mercados mal mantenidos, de manera antigua, causa de la aparición de la infección, y una difusión planetaria de ese punto de origen, acarreada por el mercado mundial capitalista y sus desplazamientos tan rápidos como incesantes.
Enseguida, entramos en la etapa donde los Estados intentan, localmente, frenar esta difusión. Tengamos en cuenta que esta determinación sigue siendo fundamentalmente local, a pesar que la epidemia es transversal. A pesar de la existencia de algunas autoridades transnacionales, es claro que son los Estados burgueses locales que se encuentran dispuestos a atacar.
Aquí llegamos a una contradicción mayor del mundo contemporáneo: la economía, incluido el proceso de producción en masa de objetos manufacturados, es parte del mercado mundial. Sabemos que la simple fabricación de un teléfono móvil moviliza el trabajo y los recursos, incluyendo minerales, al menos en siete estados diferentes. Pero, por otro lado, los poderes políticos siguen siendo esencialmente nacionales. Y la rivalidad de los imperialismos, antiguos (Europa y Estados Unidos) y nuevos (China, Japón...) prohíbe todo proceso de un Estado capitalista mundial. La epidemia también supone un momento donde esta contradicción entre economía y política es obvia. Incluso los países europeos no logran ajustar sus políticas a tiempo para enfrentar al virus.
Bajo esta contradicción, los Estados nacionales intentar hacer frente a la situación epidémica respetando al máximo los mecanismos del Capital, aunque la naturaleza del riesgo los obliga a modificar el estilo y los actos del poder.
Sabemos desde hace mucho tiempo que, en caso de guerra entre países, el Estado debe imponer, no solamente a las masas populares sino también a los burgueses, restricciones importantes para salvar al capitalismo local. Las industrias son casi nacionalizadas en beneficio de una producción de armamentos desencadenada pero que no produce ningún plusvalor monetario en ese momento. Una gran cantidad de burgueses son movilizados como oficiales y expuestos a la muerte. Los científicos buscan, noche y día, inventar nuevas armas. Un buen número de intelectuales y de artistas son requeridos para alimentar la propaganda nacional, etcétera.
Frente a una epidemia, este tipo de reflejo estatal es inevitable. Es por ello que, contrariamente a lo que se dice, las declaraciones de [Emmanuel] Macron o de [Édouard] Philippe sobre el Estado que de repente se ha convertido en un estado “de bienestar”, un gasto de apoyo a las personas sin trabajo o a los autónomos que cierran su negocio, comprometiendo cien o doscientos millones del dinero del Estado, el anuncio de “nacionalización”: todo ello no tiene nada de asombroso, ni de paradójico. Y se deduce que la metáfora de [Emmanuel] Macron, “estamos en guerra”, es correcta: Guerra o epidemia, el Estado es obligado, incluso yendo más allá el juego normal de su naturaleza de clase, a aplicar prácticas tanto más autoritarias como más globales para evitar una catástrofe estratégica.
Es una consecuencia perfectamente lógica de la situación, cuyo objetivo es frenar la epidemia (ganar la guerra, para retomar la metáfora de Macron), lo más seguro posible, todo esto dejando sin trastocar el orden social establecido. No se trata de una comedia, es una necesidad impuesta por la difusión de un proceso mortal que cruza la naturaleza (de ahí el papel eminente de los científicos en este asunto) y del orden social (de ahí la intervención autoritaria, y ella no puede ser otra cosa, del Estado).
La aparición en este esfuerzo de grandes deficiencias es inevitable. Por ejemplo, la falta de máscaras protectoras o la ineficiencia en el internamiento en los hospitales. ¿Pero quién puede jactarse realmente de haber “previsto” este tipo de cosas? De cierta manera, el Estado no había previsto la situación actual, es cierto. Incluso, se puede decir que, debilitando -desde hace décadas- el aparato nacional de salud, y en verdad todos los sectores del Estado que estaban al servicio del interés general, habían actuado como si nada parecido a una pandemia devastadora pudiera afectar a nuestro país. Lo que es erróneo, no solamente bajo su forma Macron, sino bajo la de todos los que lo habían precedido, por lo menos, desde hace treinta años.
Pero todavía es correcto mencionar aquí que nadie había previsto, o imaginado, el desarrollo en Francia de una pandemia de este tipo, salvo quizá algunos sabios aislados. Muchos pensaban probablemente que este tipo de historia era válida para una África tenebrosa o la Chinta totalitaria, pero no para la democrática Europa. Y seguramente no son los izquierdistas (o los chalecos amarillos, o incluso los sindicalistas) los que pueden tener un derecho particular para pasar por alto este punto y continuar haciendo ruido a Macron, su ridículo objetivo desde siempre. Ellos tampoco lo vieron venir. Al contrario: mientras la epidemia ya estaba en marcha en China, ellos multiplicaron hasta muy recientemente los reagrupamientos incontrolados y las manifestaciones ruidosas, eso debería de evitar hoy, sean lo que sean, que desfilen frente a las demoras impuestas por el poder para tomar las medidas de aquello que sucedía. En realidad, ninguna fuerza política en Francia, había tomado esta medida ante el Estado macroniano.
Del lado de este Estado, la situación es aquella donde el Estado burgués debe, explícitamente y públicamente, hacer prevaler los intereses, de alguna manera, más generales que de aquellos de la burguesía, mientras preserva estratégicamente, en el futuro, la primacía de los intereses de clase de los cuales este Estado representa la forma general. O, en otras palabras, la coyuntura obliga al Estado a no poder manejar la situación de otra forma que integrando los intereses de clase, de la cual él es el representante de poder, en los intereses más generales, y eso debido a la existencia interna de un “enemigo” de suyo general, que puede ser, en tiempos de guerra, el invasor extranjero y que es, en la situación presente, el virus SARS-2.
Este tipo de situación (guerra mundial o epidemia mundial) es particularmente “neutral” en el plano político. Las guerras del pasado solo han provocado la revolución en dos casos, si se puede decir excéntricos en comparación con lo que fueron las potencias imperiales: Rusia y China. En el caso ruso, eso fue porque el poder zarista era, en todos los aspectos y durante mucho tiempo, atrasado, incluso como poder posiblemente ajustado al nacimiento de un verdadero capitalismo en ese inmenso país. Y, por otro lado, existía con los bolcheviques, una vanguardia política moderna, fuertemente estructurada por líderes notables. En el caso chino, la guerra revolucionaria interior precedió la guerra mundial y el Partido comunista, en 1940, ya estaba a la cabeza de un ejército popular probado. Empero, en ninguna potencia occidental la guerra provocó una revolución victoriosa. Incluso, en el país derrotado en 1918, Alemania, la insurrección espartaquista fue rápidamente aplastada.
La lección de todo esto es clara: la epidemia actual no tendrá, como tal, como epidemia, ninguna consecuencia política significativa en un país como Francia. Incluso, suponiendo que nuestra burguesía piense, dado el aumento de gruñidos sin forma y de las consignas inconsistentes pero generalizadas, que ha llegado el momento de deshacerse de Macron, esto no representará absolutamente un cambio significativo. Los candidatos “políticamente correctos” se encuentran detrás de escena, al igual que los defensores de las formas más mohosas de un “nacionalismo” obsoleto y repugnante.
En cuanto a nosotros, que deseamos un cambio real en los hechos políticos en este país, hay que aprovechar el interludio epidémico, e incluso, el confinamiento (por supuesto, necesario), para trabajar en nuevas figuras de la política, en el proyecto de lugares políticos nuevos y en el progreso transnacional de una tercera etapa del comunismo, después de aquella brillante de su invención, y de aquella, interesante pero finalmente vencida de su experimentación estatal.
También implicará una crítica rigurosa de toda idea que plantee que fenómenos como una epidemia abren algo políticamente innovador por ellos mismos. Además de la transmisión general de los datos científicos de la epidemia, sólo quedará la fuerza política de nuevas afirmaciones y convicciones nuevas en lo que respecta a los hospitales y a la salud pública, las escuelas y la educación igualitaria, el cuidado de los ancianos y otras cuestiones del mismo género. Estas son los únicas que podrían articularse en un balance de las debilidades peligrosas puestas a la luz por la situación actual.
Por cierto, mostraremos con valentía, públicamente, que las pretendidas “redes sociales” muestran una vez más que ellas son (además del hecho de que engordan a los multimillonarios del momento) un lugar de propagación de la parálisis mental fanfarrona, de los rumores fuera de control, del descubrimiento de las “novedades” antediluvianas, cuando no es más que simple oscurantismo fascista.
Demos crédito, incluso y sobre todo confinados, únicamente a las verdades verificables de la ciencia y a las perspectivas fundadas sobre una nueva política, de sus experiencias localizadas y de su objetivo estratégico.
Política anticapitalista en tiempos de COVID-19
Por David Harvey*
Publicado en sinpermiso.info con traducción de Lucas Antón
20 de marzo, 2020
Cuando trato de interpretar, comprender y analizar el diario flujo de noticias, tiendo a ubicar lo que está pasando con el trasfondo de dos modelos de cómo funciona el capitalismo que son distintivos pero se entrecruzan. El primer plano estriba en la cartografía de las contradicciones internas de la circulación y acumulación del capital como flujos del valor del dinero en busca de beneficio a través de los diferentes “momentos” (como los denomina Marx) de la producción, realización (consumo), distribución y reinversion. Se trata de un modelo de la economía capitalista como una espiral de infinita expansión y crecimiento. Se vuelve bastante complicado a medida que se va elaborando a través, por ejemplo,de las lentes de rivalidades geopolíticas, desiguales desarrollos geográficos, instituciones financieras, políticas de Estado y reconfiguraciones tecnológicas, y de la madeja siempre cambiante de las divisiones del trabajo y de las relaciones sociales.
C o obstante, como algo encastrado en un contexto más amplio de reproducción social (en hogares y comunidades), en una relación metabólica en curso y siempre en evolución con la naturaleza (incluida la “seguda naturaleza” de la urbanización y el medio construido) y toda suerte de formaciones culturales, científicas (basadas en el conocimiento), religiosas y sociales contingents que crean las poblaciones humanas de manera característica a lo largo del espacio y el tiempo. Estos “momentos” incorporan la expresión activa de aspiraciones, necesidades y deseos, el ansia de conocimiento y sentido y la busqueda en evolución de satisfacción contra un trasfomdo de cambiantes disposiciones institucionales, contestaciones políticas, enfrentamientos ideológicos, pérdidas, muertes, derrotas, frustraciones y alienaciones, todo resuelto en un mundo de una marcada diversidad geográfica, cultural, social y política. Este segundo modelo constituye, como si dijéramos, mi comprensión operativa del capitalismo global como mformación social distintiva, mientras que la priera se refiere a las contradicciones dentro del motor económico que mueve a esta formación social por ciertas sendas de su evolución histórica y geografica.
En espiral
Cuando el 26 de enero de 2020 leí por vez primera acerca de un coronavirus que estaba ganando terreno en China, pensé inmediatamente en las repercusionesque tendría en la dinámica global de la acumulación de capital. Sabía por mis estudios del modelo económico que los bloqueos y alteraciones en la continuidad del flujo de capital tendrían devaluaciones como resultado, y que si se extendían y ahondaban las devaluaciones, eso significaría el arranque de la crisis. También era bien consciente de que China es la segunda mayor economía del mundo y que había rescatado de manera eficaz al capitalismo global en el periodo de las secuelas de 2007–8, de manera que cualquier golpe a la economía china estaba destinado a tener consecuencias graves para una economía global que ya se encontraba, en cualquier caso, en una situación arriesgada. El modelo existente de acumulación de capital ya estaba, me parecía a mí, en dificultades. Se estaban sucediendo movimientos de protesta en casi todas partes (de Santiago a Beirut), muchos de los cuales se centraban en el hecho de que el modelo económico dominante no estaba funcionando bien para la mayoría de la población.
El modelo neoliberal descansa de manera creciente en capital ficticio y en una ingente expansion de la oferta de dinero y creación de deuda.Se está enfrentando ya al problema de una insuficiente demanda efectiva para realizar los valores que el capital es capaz de producir. De modo que ¿cómo podría el modelo económico dominante, con su decaída legitimidad y delicada salud, absorber y sobrevivir a los inevitables impactos de lo que podría convertirse en una pandemia? La respuesta dependía onerosamente de cuánto pudiera durar y propagarse la alteración, pues, como señalaba Marx, la devaluación no se produce porque no se puedan vender las mercancías sino porque no se pueden vender a tiempo.
Durante mucho tiempo había rechazado yo la idea de “naturaleza” como algo exterior y separado de la cultura, la economía y la vida diaria. Adopto una visión más dialéctica y relacional de la relación metabólica con la naturaleza. El capital modifica las condiciones medioambientales de su propia reproducción, pero lo hace en un contexto de consecuencias involuntarias (como el cambio climático) y con el trasfondo de fuerzas evolutivas autónomas e independientes que andan perpetuamente reconfigurando las condiciones ambientales. Desde este punto de vista, no hay nada que sea un desastre verdaderamente natural. Los virus van mutando todo el tiempo, a buen seguro. Pero las circunstancias en las que una mutación se convierte en una amenaza para la vida dependen de acciones humanas.
Hay dos aspectos relevantes en ello. En primer lugar, las condiciones ambientales incrementan la probabilidad de vigorosas mutaciones. Resulta plausible esperar, por ejemplo, que los sistejas de abastecimiento de alimentos intensivos o azarosos en el zonas subtropicales húmedas puede contribuir a esto. Existen esos sistemas en muchos lugares, incluida China, al sur del Yangtse y en el Sudeste asiático. En segundo lugar, varían enormemente las condiciones que favorecen la rápida transmisión mediante los cuerpos receptores. Parecería que las poblaciones humanas de elevada densidad son un blanco receptor fácil. Es bien sabido que las epidemias de sarampión, por ejemplo, solo florecen en grandes centros de población urbana, pero se desvanecen rápidamente en regiones escasamente pobladas. El modo en que los seres humanos interactúan unos con otros, se mueven, se disciplinan u olvidan lavarse las manos afecta al modo en que se transmiten las enfermedades. En épocas recientes, el SRAS, la gripe aviar y porcina parecen haber salido de China o del Sudeste asiático. China ha sufrido también enormemente a causa de la peste porcina, lo quer ha conllevado el sacrificio de cerdos en masa y el aumento de los precios de la carne porcina. No digo todo esto para acusar a China. Hay muchos lugares más en los que son elevados los riesgos medioambientales de mutación y propagación. Puede que la “gripe española” de 1918 proviniera de Kansas y puede que África incubara el HIV/AIDS ,y desde luego inició el virus del Nilo Occidental y el Ébola, mientras que el dengue parece florecer en Améroca Latina. Pero las repercusiones económicas y demográficas de la difusión del virus dependen de grietas y vulnerabilidades en el modelo económico hegemónico.
No me sorprendió excesivamente que el COVID-19 se descubriera inicialmente en Wuhan (aunque no se sabe si se originó allí). Era evidente que los efectos locales serían substanciales y que, considerando que se trataba de un centro de producción de importancia, habría repercusiones económicas globales (aunque no tenia ni idea de la magnitud). La gran pregunta era cómo podrían producirse el contagio y la propagación, y cuánto duraría (hasta que se encontrara una vacuna). La experiencia previa había mostrado que uno de los inconveniente de una globalización creciente estriba en lo imposible que resulta detener la rápida difusión internacional se nuevas enfermedades. Vivimos en un mundo enormemente conectado en el que casi todo el mundo viaja. Las redes humanas de potencial difusión son inmensas y está abiertas. El peligro (económico y demográfico) sería que la alteración durase un año o más.
Aunque se produjo una caída inmediata en los mercados busátiles cuando se concieron las primeras noticias, esto se vio seguido de un mes o más en que los mercados alcanzaron nuevas alzas. Las noticias parecían indicar que todo seguía como de costumbre, salvo en China. Parecía creerse que íbamos a experimentar una repetición del SRAS, el cual terminó por contenerse con bastante rapidez y por tener una repercussion global bastante reducida, aunque tuviera una elevada tasa de mortandad y creara un pánico innecesario (visto a toro pasado) en los mercados financieros. Cuando apareció el COVID-19, la reacción dominante consistió en presentarlo como una reedición del SRAS, volviendo superfluo el pánico. El hecho de que la epidemia arrasara China, que se movilizó rápida y despiadamente para contener sus repercusiones llevó asimismo al resto del mundo a tratar erróneamente el problema como algo que sucedía “por allá” y, por tanto, lejos de la vista y del pensamiento, acompañado de algunas inquietantes señales de xenofobia antichina. El clavo que con el virus pinchaba la historia, por lo demás triunfante, del crecimiento de China se recibió hasta con regocijo en ciertos círculos de la administración de Trump.
Sin embargo, comenzaron a circular historias de interrupciones de las cadenas de producción global que pasaban por Wuhan. En buena medida se ignoraron o se trataron como problema de determinadas líneas de producto o de empresas (como Apple). Las devaluaciones fueron locales y particulares y no sistémicas. Se minimizaron también las señales de caída de la demanda del consumo, aunque esas grandes empresas, como McDonald’s y Starbucks, que tenían grandes operaciones en el mercado interior chino, tuvieran que cerrar sus puertas durante un tiempo. El solapamiento del Año Nuevo chino con el brote del virus enmascaró su impacto a lo largo de enero. La autocomplacencia de esta respuesta estuvo gravemente fuera de lugar.
Las noticias iniciales de la propagación internacional del virus fueron ocasionales y episódicas con un brote grave en Corea del Sur y unos cuantos focos más como Irán. Fue el brote italiano el que desató la primera reacción violenta. El derrumbe del mercado bursátil, que empezó a mediados de febrero, fue oscilando en cierto modo, pero para mediados de marzo había llevado a una devaluación neta de casi el 30% en los mercados bursátiles de todo el mundo.
El recrudecimiento exponencial de los contagios provocó una panoplia de respuestas a menudo incoherentes y con frecuencia llenas de pánico. El presidente Trump llevó a cabo una representación del intento de detener el mar frente a una marea potencial en aumento de enfermedades y muertes. Algunas de las respuestas han sido verdaderamente extrañas. Hacer que la Reserva Federal rebaje los tipos de interés a la vista de un virus parecía raro, aun cuando se reconociera que la medida estaba destinada a aliviar las repercusiomes en los mercados, más que a detener el avance del virus.
En casi todas partes a las autoridades públicas y los sistemas de atención sanitaria los sorprendieron escasos de personal. Cuarenta años de neoliberalismo a lo largo de América del Norte y del Sur, y de Europa, habían dejado a la opinion pública totalmente al descubierto y mal preparada para enfrentarse a una crisis sanitaria de este género, aunque los anteriores sustos del SRAS y el Ebola proporcionaron bastantes advertencias, además de lecciones convincentes respecto a lo que habría que hacer. En muchas partes del supuesto mundo “civilizado”, los gobiernos locales y regionales, que invariablemente forman la primera línea de defensa de la salud pública y las emergencias sanitarias de este género, se habían visto privados de financiación gracias a una política de austeridad destinada a financiar recortes de impuestos y subsidios a las grandes empresas y a los ricos.
Las grandes farmacéuticas [Big Pharma] corporativistas tienen poco o ningún interés en investigaciones sin ánimo de licro en enfermedades infecciosas (como es el caso de todos los coronavirus que llevan siendo bien conocidos desde los años 60). Las grandes farmacéuticas rara vez invierten en prevención. Tienen poco interes en invertir a fin de estar preparados para una crisis de salud pública. Le encanta proyectar curas. Cuanto más enfermos estemos, más dinero ganan. La prevención no contribuye al valor para los accionistas. El modelo de negocio aplicado a la provisión de salud pública eliminaba el superávit que se ocupaba de las capacidades que harían falta en una energencia. La prevención ni siquiera era un área de trabajo lo bastante tentadora para justificar formas de asociación público-privado. El presidente Trump había recortado el presupuesto del Centro de Control de Enfermedades [Center for Disease Control – CDC] y disuelto el grupo de trabajo sobre pandemias del Consejo de Seguridad Nacional [National Security Council] con el mismo ánimo, mientras recortaba la financiación de toda la investigación, incluida la del cambio climático. Si quisiera ponerme antropomórfico y metafórico en esto, yo concluiría que el COVID-19 constituye una venganza de la naturaleza por más de cuarenta años de grosero y abusivo maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberal.
Acaso sea sintomático que los países menos neoliberales, China y Corea del Sur, Taiwán y Singapur, han pasado por la pandemia hasta ahora en mejor situación que Italia, aunque Irán desmienta este argumento como principio universal. Si bien ha habido muchos pruebas de que China gestionó el SRAS bastante mal, en esta occasion el president Xi se movió con rápidez para ordenar transparencia tanto en la información como en la realización de pruebas, tal como hizo Corea del Sur. Con todo, se perdió en China algo de tiempo valioso (solo unos cuantos días pueden marcar la diferencia). Lo que resultó, sin embargo, notable en China, fue el confinamiento de la epidemia a la provincia de Hubei, en cuyo centro se encuentra Wuhan. La epidemia no se desplazó a Beiying o al oeste, ni siquiera más al sur. Las medidas tomadas para confiner geográficamente el virus fueron draconianas. Serían casi imposibles de reproducir en cualquier otro lugar por razones políticas, económicas y culturales. Las informaciones procedentes de China sugieren que los tratamientos y las medidas fueron todo menos delicadas. Por ende, China y Singapur desplegaron su poder de vigilancia personal hasta niveles que eran invasivos y autoritarios. Pero parecen haber sido extremadamente eficaces en total, aunque si las medidas para contrarrestarlo se hubieran puesto en práctica unos pocos días antes, los modelos sugieren que se podrían haber evitado muchas muertes. Se trata de una información importante: en cualquier proceso de crecimiento exponencial existe un punto de inflexion más allá del cual la masa en ascenso queda totalmente fuera de control (nótese aquí, una vez más, la significación de la masa en relación al ritmo). El hecho de que Trump perdiera el tiempo durante tantas semanas puede todavía demostrarse costoso en vidas humanas.
Los efectos económicos se disparan ahora sin control, tanto dentro de China como más allá. Las alteraciones que operan en las cadenas de valor de las empresas y en ciertos sectores resultaron más sistémicas y substativas de lo que se pensó en un principio. El efecto a largo plazo puede consistir en abreviar o diversificar las cadenas de suministro mientras nos movemos hacia formas de producción mens intensivas en trabajo (con enormes implicaciones para el empleo) y una mayor dependencia de los sistemas de producción con inteligencia artificial. La alteración de las cadenas de producción entraña prescindir o despedir trabajadores, lo que hace decrecer la demanda final, mientras la demanda de materias primas hace disminuir el consumo productivo. Estos impactos por el lado de la demanda han producido como mínimo una suave recesión.
Pero las mayores vulnerabilidades estaban en otra parte. Los modos de consumismo que explotaron después de 2007–8 se han estrellado con demoledores consecuencias. Estos modos se basaban en reducir el tiempo de facturación del consumo hasta acercarlo lo más posible a cero. El diluvio de inversiones en esas formas de consumismo guarda absoluta relación con la absorción máxima de volúmenes exponencialmente crecientes de capital en forma de consumismo que tuvieran el tiempo más breve posible de facturación. El turismo internacional ha sido emblemático. Las visitas internacionales se han incrementado de 800 a 1.400 millones entre 2010 y 2018. Esta forma de consumismo instántaneo requería masivas inversiones de infraestructuras en aeropuertos y aerolíneas, hoteles y restaurantes, parques temáticos y actos culturales, etc. Este lugar de acumulación capitalista está hoy encallado: las líneas aéreas están cerca de la bancarrota, los hoteles están vacíos, y es inminente el desempleo masivo en los sectores de alojamiento. No es buena idea comer fuera y han cerrado en muchos lugares restaurantes y bares. Hasta la comida para llevar parece entrañar riesgos. Al vasto ejército de trabajadores de la economía “de pequeños encargos” [“gig economy”] o de otras formas de trabajo precario lo están poniendo en la calle sin medios visibles de sustento. Se cancelan actos tales como festivales culturales, campeonatos de fútbol y baloncesto, conciertos, congresos de negocios y profesionales, y hasta reuniones políticas con fines electorales. Se han clausurado esas formas de consumismo de “actividades”. Los ingresos de los gobiernos locales se han ido por el agujero. Y están cerrando universidades y colegios.
Buena parte del modelo innovador de consumismo capitalista resulta inservible en las actuales condiciones. Ha quedado mellado el impulso hacia lo que André Gorz describe como “consumismo compensatorio” (en el que se supone que los trabajadores alienados recobran su ánimo gracias a un paquete de vacaciones en una playa tropical).
Pero las economías capitalistas están movidas por el consumismo en un 70 o incluso un 80 %. La confianza y el sentir de los consumidores se han convertido en los últimos cuarenta años en la clave para la movilización de la demanda efectiva y el capital se ha visto cada vez más impulsado por la demanda y las necesidades del consumidor. Esta fuente de energía económica no se ha visto sometida a desenfrenadas fluctuaciones (con unas pocas excepciones, como la erupción del volcán islandés que que bloqueó los vuelos transatlánticos durante un par de semanas). Pero el COVID-19 no está respaldando una desenfrenada fluctuación sino un todopoderoso derrumbe en el corazón de la forma de consumismo que donina en los países más opulentos. La forma en espiral de infinita acumulación de capital está desmoronándose hacia dentro de una parte del mundo a cualquier otra. La única cosa que puede salvarlo es un consumismo masivo financiado e inducido por los gobiernos conjurado de la nada. Esto exigirá la socialización del conjunto de la economía de los Estados Unidos, por ejemplo, pero sin llamarlo socialismo.
Hospitalidad e inmunidad virtuosa
Por Patricia Manrique*
Publicado en lavoragine.net
27 de marzo, 2020
Pensar filosóficamente un evento como el que estamos viviendo, requiere, en primer lugar, tiempo. Tiempo para dejar que la potencial novedad de lo que está sucediendo pueda hacerse hueco en nuestra mirada maleada, para darle la oportunidad de ser a la nueva coyuntura: si corremos demasiado, podemos acabar dándole a todo lo que llega la fisionomía de lo anterior o podemos considerar acontecimiento, nacimiento de algo nuevo, a hechos sobredimensionados por diversas razones —lo cual no resta un ápice a la reflexión sobre las condiciones de posibilidad de tal sobredimensionamiento, por cierto—.
Lo que se hace, con las prisas, a menudo, es reducir la otredad a la mismidad: confinarla en los parámetros habituales de lo propio, en la órbita del yo, de lo conocido. Lévinas habla mucho y muy bien de esto, de la tendencia del pensamiento occidental a reducir la otredad, y apuesta por experimentar la radicalidad alteridad, lo totalmente otro que a su juicio nos llama desde el rostro ajeno. «La alteridad del Otro no depende de una cualidad que lo distinguiría del yo», dice «porque una distinción de esta naturaleza implicaría precisamente entre nosotros esta comunidad de género que anula ya la alteridad» (1). El yo y el otro son radicalmente singulares y distintos.
Lévinas llama hospitalidad a la acogida de la otredad, de lo que implica el rostro del otro, que es una apertura en forma de vulnerabilidad que moviliza, que invita, que llama, que dice ven, y una responsabilidad que atañe al yo en la forma de una cierta forma de pasividad, de inhibición, de evitar, a su juicio, la violencia. Pero la violencia, de diversas maneras, recuerda Derrida, es inherente a lo humano, por lo que se abre la posibilidad de una hospitalidad violenta, que es, justamente, estar violento, dejarse violentar, estar dispuesto a ser violentado, ser extraído del lugar natural, removido... por la otredad.
Merece la pena —literalmente— ser hospitalarias con la otredad. Una hospitalidad, subraya Derrida, que para ser verdadera sólo puede ser infinita: absolutamente abierta a lo que tiene que llegar, al arribante absoluto. Como la responsabilidad que, si tiene límites, ya no puede responder a lo que viene con radical honestidad. Porque no se trata de «integrar» aquello, aquella, aquel, lo que quiera que venga, no es cuestión de darle una forma soportable, moldearlo a nuestro placer para que nos suene conocido, sino asumirlo en su singularidad y otredad. La cuestión de la hospitalidad, que es la pregunta por cómo nos comportamos con el/la/lo extranjero, la cuestión de nuestra actitud ante la extranjería es la cuestión de cómo nos situamos ante la otredad en general y, a la vez, la pregunta por la responsabilidad, por cómo darle respuesta. Una respuesta implica, siempre, preguntas: ¿Quién/qué viene? ¿Cómo respondo? ¿Qué es venir y que es responder?... Y el modo de hacer toda pregunta es también esencial, porque hay preguntas capciosas y preguntas retóricas que sólo buscan como respuesta lo conocido, aquello que queremos oír... impidiendo escuchar lo que nos puede estar diciendo, la verdad que hay detrás de un acontecimiento, de la otredad, los mundos que abre, los sentidos que libera.
Por eso, cuando desde el Instituto Crítico de Desaprendizaje surgió, rauda, la propuesta de pensar lo que estaba sucediendo, de hacerlo, a poder ser, rápido, sentí, como parte del propio Instituto, una punzada de incomodidad. Si esta nueva situación se piensa con prisa, el resultado puede ser un desfile de visiones particulares acopladas a la situación, una cierta repetición de esa visión que, de modo general, tenemos de las cosas, plasmando nuestra impronta en lo que sucede: ideología y bastante yoicidad donde personalmente anhelo autenticidad y escuchar, tocar el sentido de lo que llega. Porque reducir a la mismidad no debiera ser el papel de la filosofía, aunque la filosofía, conviene recordarlo siempre para no violentarla más de lo necesario, no sea más que «un decir entre otros decires» (Quintín racionero dixit). El pensamiento rápido y yoico, ese juego de la mismidad consigo misma que no hace más —ni menos— que defender trinchera es la opinión, que tanto se practica actualmente, probablemente porque vivimos, aunque sea débil y precaria, en democracia: al instante de haber sucedido algo, hay una plétora de opiniones sobre la cuestión que son muchas cosas y algunas útiles, otra no, pero no son ese pensamiento desde la hospitalidad que deja venir a lo que llega sino reducción de la realidad a los parámetros de la o el opinante, un ejercicio de doma de la otredad de lo real... Algo muy necesario, sin duda, pues sin opinión no habría apuestas políticas, pero bien diferente de lo que en filosofía se denomina «pensar»: colocarse ante lo real desde la desnudez de prejuicios, indagar su verdad, buscar líneas de fuga, problematizarlo...
De momento, si tenemos interés por ser hospitalarias con el acontecimiento, si queremos pensar en ese sentido en que intenta pensar la filosofía, debemos sopesar que la obsesión con la mismidad y la prisa no le son precisamente ventajosos. La prisa está ligada al productivismo, a la obsesión por mantener el ritmo productivo que caracteriza al capitalismo, y no sólo al sistema económico sino, sobre todo, a las subjetividades modeladas para sostenerlo. De hecho, no hay más que mirar lo que ha ocurrido estos días: se extiende el coronavirus, una enfermedad que ataca en los países enriquecidos —eso es clave— y de la que se dice que “no tiene clase social”, lo cual significa que afecta también a la clase media mejor situada de la parte privilegiada del planeta, y por todo ello se desata una fortísima reacción consistente en el estado de excepción y el confinamiento que exigen parar la maquinaria...
Sin embargo, rápidamente se han generado torrentes de actividades, la mayoría no económicas, con el fin de llenar el espacio que dejan la ruptura del habitual ritmo capitalista, como si necesitásemos restaurar y mantener el insostenible ritmo anterior. Ojalá sepamos cuestionarlo en vez de seguir reproduciéndolo también en el estado de excepción y el parón que supone un confinamiento masivo y después.
Tal vez, o tal vez no, sea opinión señalar que con el coronavirus la Europa clasemediera y capitalista que vivía en una atalaya de invulnerabilidad ha descubierto la propia fragilidad, ha descubierto la otredad afectándola sin remedio, sin posibilidad de contención total, aunque se intente. Las porosas fronteras del capital difunden un virus que no consigue parar el cierre de las fronteras a las personas, que, por cierto, tiene poco o nada de nuevo salvo que afecta a los turistas, esa especie de apátridas eventuales y con derechos humanos —a diferencia, quiero decir, de los migrantes—. También es reseñable, y será interesante ver hasta qué punto reconocen esto los propios neoliberales, la evidencia clara de que la mano invisible del mercado, más invisible que nunca, se ha demostrado incapaz de sostener la vida, llevando a sus defensores a clamar por lo comunitario-estatal en la Sanidad e incluso en la protección social que riega los circuitos comerciales —keynesianismo de toda la vida— donde antes sólo les interesaba el estado como miembro fantasma garante de sus latrocinios especulativos... para rescatar bancos, capitalismo de amiguetes y cuestiones así.
Pero, pasados unos días, vamos viendo que la serpiente neoliberal no es nada, pero nada hospitalaria con el acontecimiento. Poco ha cambiado en su ombligo, los mercados, que un día bajan y al día siguiente ya han integrado las medidas de los gobiernos conducentes a salvar vidas —europeas normalizadas, insistimos— y han conseguido plantear cómo sacar jugo, vía especulación y rapiña, como es habitual, a lo que ocurre. Y es que una de las primeras evidencias mostradas por el momento presente ha sido —y de nuevo dudo si esto es opinión o pensamiento hospitalario con el acontecimiento, lo reconozco— la nitidez con la que se ha mostrado algo que ya se opinaba y parece exponerse ahora en toda su desnudez: que estamos en manos de psicópatas y de un sistema necropolítico, absoluta y desvergonzadamente asesino. Necropolítica, recordemos, es un término acuñado por Achile Mbembe que apunta a no sólo a una política que maneja el derecho a matar sino también el derecho a exponer a otras personas —incluidos los propios ciudadanos de un país como ocurre ahora con muchos trabajadores— a la muerte, obligando, en muchos casos, a algunos cuerpos a permanecer entre la vida y la muerte, como ocurre en las fronteras de Europa con las personas sin refugio o en muchos hogares hoy de adultos y adultas mayores solas.
Es impresionante el capital desplegado en estos días, prueba de que cuando hay voluntad se pueden hacer las cosas de maneras bien diferentes. Estamos contemplando cómo los responsables políticos europeos movilizan ingentes cantidades de dinero —hasta Alemania está dispuesta a endeudarse y ha redoblado un 50% su presupuesto— supuestamente porque “la vida es lo primero”. Por fortuna lo están haciendo, qué duda cabe, pero no porque la vida sea lo primero. Si así fuese, no se toleraría y, más aún, no se seguirían impulsando con medidas inhumanas cifras inasumibles de ahogados en el Mediterráneo, de niñas y niños de la guerra perdidos y abusados, de muertes plenas o muertes en vida, vidas fantasmagóricas, no-vidas, en las fronteras europeas. Si se pusiera realmente por delante de todo la vida, cortar de raíz con esa vergüenza tendría un coste significativamente inferior al que va a tener preservar la vida en el caso de la expansión del Covid19 en Europa... Pero, ahí está la clave, es que de lo que ahora se trata es de la vida europea, la «nuestra», de ese «nosotros» tan cerrado e inmunitario que llamamos Europa, esa zona geopolítica que ha demostrado una falta de respeto absoluta por los Derechos Humanos , que los ha expuesto en su desnudez, mostrando que son, a todas luces, una patraña inventada por los países enriquecidos sin utilidad alguna y que no hay derechos humanos sino sólo derechos civiles —y pisoteados—... Una inmoralidad que tiene y tendrá un coste civilizatorio cuyas dimensiones son hoy muy difíciles de calcular. La excepción y la movilización de in-gentes recursos para proteger la vida de la «ciudadanía media europea» —la más estándar, quedando fuera desde los indigentes a las trabajadoras del hogar pasando por todas aquellas personas que sobreviven a salto de mata— nos ha mostrado el tipo de selección social despiadada sobre la que se edifica Europa, que sigue siendo un producto de la Modernidad-Colonialidad, caracterizada por la producción sistemática de subhumanos, que va desde los albores del liberalismo y su íntima relación con la esclavitud y llega hasta los campos de exterminio nazis o a los campos de recogida de la fresa en Huelva o hasta la frontera greco-turca en la que seres humanos son usados como fichas de un juego geopolítico letal y macabro. No, la vida no es considerada por primera vez lo primero, como se dice por ahí, es la vida de las y los «nuestros», en todo caso.
Lo que sí es cierto es que esta prepotente, autónoma, inhumana Europa, que hasta ahora se creía invulnerable, se encuentra ahora de narices con su propia fragilidad, con la fragilidad potenciada por una antroponomía, economía y política neoliberales que son asesinas, también de la ciudadanía europea... Y el virus, no en demasía letal hasta la fecha, apunta al corazón de uno de los asuntos claves jugados en la Modernidad europea: la relación entre comunidad e inmunidad. Porque no sólo ha habido en Europa, con el correr de los siglos, una reducción de la comunidad que ha ido distorsionando y desvirtuando la propia communitas, reduciéndola al lenguaje de la identidad y la particularidad, del sujeto y la metafísica, convirtiéndola al lenguaje de la totalidad, de la unidad, de la homogeneidad, al lenguaje del individuo. No es sólo que la semántica de lo propio y la propiedad, del individuo, haya ido asediando la comunidad hasta el punto de convertirla en ese algo propio que un determinado grupo de individuos —diferenciado del resto, acomunados en la identidad que permite su diferencia— tienen en común: comunidades de la lengua, la tierra, la identidad... Es que, como ha investigado Roberto Esposito, en Communitas. Origen y destino de la comunidad (1998) y en Inmunitas. Protección y negación de la vida (2002), el doble invertido de la communitas, la inmunitas, la inmunización, se ha impuesto hasta prácticamente eliminar la communitas, el común munus, la obligación recíproca debida entre seres humanos que sólo somos en común. La sociedad, la economía, la técnica y la gestión modernas han hecho desaparecer progresivamente la relación. La Modernidad-Colonialidad, desde Hobbes, no sólo es un ejercicio de neutralización del conflicto inherente a la vida en común, vía derechos y deberes contractuales establecidos sin dejar espacio al munus y, por tanto, también, de despolitización, es que se impone una noción de comunidad identitaria, sustantiva, que deviene monstruo totalitario o agregación individualista, y que deja fuera, infestada de inmunitas, a toda otredad... una otredad, por cierto, siempre prefabricada: racializades, migrantes, esclaves, refugiades...
Tratando de responder al riesgo implicado en el munus mediante el contrapunto semántico de communitas que es inmunitas, habida cuenta de que vivir en comunidad es vivir expuesta, es comprometerse, estar comprometido, concernida, expuesto... incluso a la muerte que me puede dar el otro/a, la inmunidad se impone como huida de la obligación recíproca, de la prestación mutua, de la communitas. Así, se impone la figura del inmune que «no es simplemente distinto del “común”; es su contrario» señala Esposito, para quien «los “individuos” modernos llegan a ser tales, esto es, absolutos, rodeados por unos límites precisos que los aíslan y protegen sólo habiéndose liberado preventivamente de la “deuda” que los vincula mutuamente» (2), del riesgo que supone el munus, la obligación recíproca para con el otro. Se liberan del intercambio, del contagio, de la posible discusión con la vecina... de la relación, mediante el contrato inmunitario que dispensa de esta y aplaca la amenaza de expropiación y exposición, de peligro para la identidad que implica siempre.
Hay en la inmunitas, pues, un componente antisocial y anticomunitario, ya que interrumpe el circuito social de donación recíproca al que apunta communitas. Simone Weil critica, por ejemplo, la inmunización jurídica, que coloca delante al sujeto y sus derechos, obviando la obligación: la persona jurídica permite cambiar el «dado que yo tengo obligaciones, los otros tendrán derechos» por un «dado que yo tengo derechos, los otros tendrán obligaciones» (3). El cambio va de un sujeto impersonal, anónimo, que admite su expropiación ante la presencia de la alteridad, que se compromete con la otredad, a otro que, ante todo, parte de su individualidad cerrada, absoluta, preminente, y lanza la exigencia al otro de que esta sea reconocida.
Y es que, desde la visión contractualista liberal, por encima de todo están los derechos: un enfermero o una doctora en plena crisis de coronavirus tienen el derecho de protegerse y negarse a trabajar, preservar su vida ante todo. Sin embargo, lo que estamos viendo es a todo el personal sanitario exponiéndose, asistiendo a quien lo necesita, haciéndose cargo de ese munus, de esa obligación para con la vulnerabilidad de los enfermos y enfermas. Esta crisis, parece, no podría solventarse si nos ciñéramos a términos contractuales, si no hubiera una exposición al otro, incluso al contagio, de muchos y muchas... A este respecto, podemos congratularnos de cierto resurgimiento de la sensación de comunidad —de reciprocidad, de obligación mutua, no de «patria» o «Estado»— de la consciencia de su importancia que el virus ha estimulado.
Lo cierto es que no hay comunidad sin algún tipo de aparato inmunitario, pero también pueden procurarse formas de entender la identidad de un modo abierto y no excluyente para hacer que lo inmune no sea enemigo de lo común. Buscar una inmunidad virtuosa, comunitaria, evidentemente necesaria en el caso del coronavirus, una inmunidad comunitaria en la que lo que debe importarnos no es la propia protección si no la de otros y otras, que suponga que la lucha por la salud sea una responsabilidad compartida, que requiere del concurso de todas y todos para todas y todos.
La retórica inmunológica moderna, como hemos visto en los discursos de buena parte de los responsables políticos en estos días, ha presentado muy a menudo una retórica belicista mostrando su objeto de estudio como una «batalla sin cuartel» contra todo tipo de riesgo o contaminación: las metáforas guerreras han preñado, por norma, las explicaciones de muchos inmunólogos. Se entiende, pero se trata de un discurso obsoleto, sin demasiada utilidad y nada apropiado a la tesitura. Es, por otro lado, una visión nada extraña en una sociedad que entiende la relación entre el yo y el otro en términos de una recíproca aniquilación: al igual que la inmunitas llevada al extremo destruye la communitas, el antibiótico, paradigma de este tipo de planteamiento, funciona como una bomba nuclear, y acaba con todo lo que encuentra a su alrededor o, en el paroxismo del impulso autoaniquilador, tenemos las enfermedades autoinmunes, que suponen que el sistema inmunitario se vuelva contra sí mismo provocando fallos críticos en el organismo. Pero tal vez fuera todo pudiera ser diferente si se optara por un lenguaje e imaginario que promovieran la inmunidad comunitaria, no a la inmunidad batallante.
Otros tipos de análisis contemporáneos tratan de escribir el cuerpo fuera de la semántica de lo propio, del individuo, operando con nociones de identidad abiertas al contagio y el mestizaje, porosas, que apuesten por otro tipo de inmunidad que asume el riesgo sin ser temeraria. Donna Haraway, por ejemplo, quien considera que «la enfermedad es un lenguaje, el cuerpo es una representación, y la medicina, una práctica política», apunta expresamente al «potente y polimorfo objeto de fe, de conocimiento y de práctica llamado sistema inmunitario» que considera «un mapa diseñado para servir de guía en el reconocimiento y en la confusión del yo y del otro en la dialéctica de la biopolítica occidental». En la inmunología cristalizan mito, laboratorio y clínica formando una imaginería masculinizada ligada a la exterminación nuclear, las aventuras espaciales y la alta tecnología militar. Pero su trabajo propone, por el contrario, «la confusión de las fronteras y a la responsabilidad en su construcción», como señala su Cyborg Manifesto (1984), un proyecto desestabilizador que pone en valor que la relación actual entre política y vida pasa por el filtro de la biotecnología. Para Haraway, empeñada en ensayar nuevas soluciones que pasan por nuevos lenguajes, las metáforas biológicas que nombran el sistema inmunitario podrían describirlo como un posible mediador, más que como un sistema de control central o como un departamento de defensa armado, entendiendo la enfermedad en términos de reconocimiento y comunicación. El yo, apunta Haraway, no acaba en la piel, ni tiene límites precisos por más que proyectos como el genoma humano quieran definirnos en una especie de proyecto dominador de humanismo tecno-científico y se puede plantear de modo diferente el sistema inmunitario como una comunicación o interacción entre un yo semi-impermeable y lo otro.
El confinamiento y el estado de alarma tienen el obvio peligro de suponer, por la situación de excepción, terreno abonado para el autoritarismo estatal, pero corremos el peligro de, no sólo no mejorar en nuestros hábitos inmunitarios sino empeorar, y que se imponga la actitud autoritaria y de inmunidad viciosa en la sociedad civil, provocando situaciones como las que veíamos recientemente en un video en que una mujer jaleaba a unos policías mientras estos reducían a otra que pedía socorro, o las reiteradas imágenes de vecinos increpando a transeúntes sin saber a qué obedece su estar en la calle. Eso es un exceso inmunitario, una inmunidad viciosa, cerrada por completo al otro, idiota. Por el contrario, una inmunidad comunitaria, que nos devuelva al munus en tiempos de pandemia, sería reforzar los lazos de responsabilidad mutua más allá de esta crisis, y que, seguido de una puesta en valor de la Sanidad pública que parece inevitable pero sólo está en nuestras manos conseguir, vaya el reconocimiento de otros servicios públicos diezmados por las políticas de austeridad neoliberales cuyo fracaso es ahora tan patente... Y, sobre todo, del papel de cada una en la convivencia mediante una remodelación radical de nuestras subjetividades.
La biopolítica, completamente visible ahora, obligada si se quiere, implica e implicará, constantemente, decisiones acerca de quiénes somos, de cuál es «nuestra identidad», y quiénes formamos parte de ese «nosotros» que ahora hay que defender del virus, pero tiende a rechazar a todo lo extraño, otro.... En vez de negociar, en vez de poner por delante una inmunidad común, hospitalaria con la otredad, es fácil que se tienda a imponer el lenguaje bélico de las identidades fortaleza; pero también cabe que el Covid19 se venza con solidaridad entre singularidades, entre comunidades y entre naciones incluso con traspaso de información y componentes dado que, además, cabe esperar que su aparición sea, en adelante, cíclica, en especial por su aparente origen en una zoonosis, un traspaso de enfermedades entre animales y ser humano, que se da en entornos con cada vez menos diversidad. Tendremos que preguntarnos, por ello, a quién consideraremos, en adelante, «nosotros», quién forma parte del cuerpo a proteger; quién queda fuera como mero transmisor vírico... Ante una inmunidad radical que es a todas luces imposible en plena globalización, veremos si somos capaces de una inmunidad comunitaria, virtuosa. Ya hay, por ejemplo, gente que trabaja en residencias y en la Sanidad que, estando contagiados/as y no teniendo síntomas o teniéndolos leves, de modo que les permite hacer vida casi normal, han señalado que preferían seguir trabajando con enfermos/ as, en entornos en los que no podían contagiar y, sí, en cambio, ayudar a mucho para, de paso, no contagiar a sus familias. Eso es una gestión comunitaria de la inmunidad, una inmunidad negociada, eso rompe con el mantra del aislamiento completo de los enfermos y enfermas, de su individuación, de la frontera radical, de la imaginería de la separación como toda solución... Cambiar la mirada abre puertas a nuevas soluciones.
Sigamos atentas, seamos hospitalarias con el acontecimiento, con la otredad, pero sobre todo con les otres. Que no nos coma la inmunidad. Y quién sabe si el futuro nos depara algo nuevo, por venir, que no mero porvenir, mero tiempo posterior lleno de lo de siempre.