Hace un lustro que García Márquez abandonó este plano de la existencia. Sólo en parte. Cada uno de sus libros continúa leyéndose y reeditándose.
Ciudad de México, 17 de abril (SinEmbargo).– Hace cinco años murió Gabriel García Márquez y un sentimiento de orfandad literaria abrumó a sus miles de lectores pese a que llevaba más de una década sin publicar ningún libro nuevo. Esta sensación se fundaba en la peculiar relación que guardaba con sus lectores. No sólo había conseguido el prodigio, nada menor, de publicar varias novelas de calidad incuestionable sino que, además, se habían convertido en verdaderos bestsellers que, incluso en vida, consiguieron permanecer en el gusto del público lector. Las razones son muchas y han sido analizadas a lo largo de décadas. Es probable que ningún otro autor haya logrado hacer una reescritura del mundo con una potencia tal que, incluso, modificó el devenir de ese mundo. Para muestra, basta decir que muchos creímos que América Latina era similar a lo que él escribía: ese realismo mágico que se asoció de inmediato con su obra.
Miembro indiscutible de ese fenómeno literario llamado “Boom latinoamericano”, era imposible no hacer comparaciones. Y no era sencillo tomar partido por alguno de sus representantes: tan insólito resultaba que cuatro, cinco o seis (dependerá siempre de quién los clasifique) escritores de una misma región se volvieran tan relevantes en el campo de las letras. Es cierto que no todos los libros de esta generación eran igual de poderosos. Sin embargo, un argumento alegórico los abarcaba: todos estos autores habían sido capaces de escalar el Everest, así que de poco valían las críticas cuando alguna de sus obras se limitaba a dar un paseo por las colinas que los rodeaban: era un mero entrenamiento para una nueva aventura. Siguiendo con la alegoría, se puede asegurar que alguno escaló la montaña más alta del mundo gracias a que contaba con el equipo técnico más avanzado; otro, debido a que su voluntad no le permitía rendirse pese a las tormentas de nieve en las alturas. En este sentido, García Márquez era quien había ascendido a la cima en un monociclo y haciendo malabares. Tal era el poder de su prosa.
Hacer un recuento de sus novelas siempre es quedarse corto. Eso no impide reconocer a varias de ellas como verdaderos monumentos de la literatura contemporánea. Consiguió, entre otras proezas, incluir un discurso político en medio de una historia de cortes fantásticos; contar el final de un libro en el mismo título, repetirlo en la primera frase y atrapar al lector incapaz de soltar la novela; hacer de la espera una condición irrenunciable de la vida; o hacernos fantasear con amores que persistían a lo largo de las décadas. Se ha dicho tanto de Cien años de soledad que resulta casi necio intentar una aproximación en pocos renglones. Baste con decir que es su novela con los malabares más sofisticados.
Hace un lustro que García Márquez abandonó este plano de la existencia. Sólo en parte. Cada uno de sus libros continúa leyéndose y reeditándose. Es la necesidad de los huérfanos por regresar a las fotos de su infancia o adolescencia, aquéllas en las que la figura del padre vuelve con una sonrisa perdurable. Y es que la gran enseñanza del Gabo fue que la vida es para gozarla. Vaya que lo consiguió llevando su oficio hasta el más alto nivel. En cada una de sus líneas se nota el placer con que la escribió (y el trabajo, el arduo camino recorrido para construir una historia o para hilvanar una frase). Es cierto, García Márquez ha tenido muchos detractores. Sin embargo, más allá de las posibles críticas, persiste una andanada de millones de lectores. Los mismos que, para evitar extrañarlo, recurren a sus novelas, ese enorme páramo plagado de sorpresas. Larga vida, pues, al Gabo.