Sandra Lorenzano
17/03/2024 - 12:02 am
Una cierta alegría de vivir
El exilio es también la opción estética del que prefiere ubicarse más allá de las fronteras, sean estas geográficas o genéricas (de géneros sexuales y literarios). Ser exiliado es entonces buscar la libertad de creación por fuera de cánones y hegemonías impuestas.
Llego a un departamento en Buenos Aires, en la calle Charcas al tres mil y tantos. Tocamos el timbre y abre Male, María Elena Delledonne, la madre de Manuel Puig. La amiga que me acompaña me presenta: «Ella viene de México». «¡Ah, de México!», contesta con un suspiro. Siempre hemos pensado –ella, yo, todos– que él se hubiera salvado si hubiese llegado a un buen hospital. «Vení, vení a saludar a Manuel», me dice (o quizás me haya dicho, vení a saludar a Coco, como lo llamaban en la familia). «Está en el living».
Manuel Puig, el autor de tantos libros ya clásicos como Boquitas pintadas, La traición de Rita Hayworth o El beso de la mujer araña, escribió, «Ya había pasado por México varias veces como turista y siempre me había resultado difícil irme. Muchas cosas me atraían. Ante todo, cierta alegría de vivir. Me daban ganas de quedarme».
Él que había vivido en Brasil, en Nueva York, en Europa, era un enamorado de México. Por eso se dejó seducir por los colores y las texturas mexicanas, por los sonidos y la memoria; por eso se instaló en Cuernavaca, entre las bugambilias. Y en Cuernavaca murió, en julio de 1990.
Sobre la repisa de la chimenea hay una urna con las cenizas. Su madre la acaricia, mientras le/me habla. Esta escena también forma parte de mi educación sentimental, como como Molina diciendo: «Los boleros cuentan montones de verdades», en El beso de la mujer araña. Imposible olvidar a esos dos personajes: el revolucionario y el homosexual que poco a poco se van acercando y comprendiendo, en un mundo convulso, prejuicioso, violento.
México era el cine, los boleros, las canciones de José Alfredo Jiménez y un cierto modo de relacionarse con la cultura popular que Puig sintió cercano al propio; menos rígido, más “cachondo”, quizás, que el de la sociedad argentina.
Las fantasías del viajero se mezclan en él con los dolores del exiliado; los límites entre ambos sentimientos son, muchas veces, borrosos. Cada nuevo país puede ser el sitio del deseo y la creación, o el modo de seguir pensando la propia tierra, frente a las recurrentes dificultades con la censura y la inestabilidad política características de la Argentina, y que Manuel Puig padeció tanto.
El exilio es también la opción estética del que prefiere ubicarse más allá de las fronteras, sean estas geográficas o genéricas (de géneros sexuales y literarios). Ser exiliado es entonces buscar la libertad de creación por fuera de cánones y hegemonías impuestas.
Él y yo compartimos dos patrias -Argentina y México- y varias pasiones. Lo leo con la ansiedad de quien busca huir de la nostalgia de la exiliada. Como la poeta uruguaya Cristina Peri Rossi, también nosotros queremos creer que «De todas las catástrofes, incluida la del exilio, nos salva la libido». Me la paso buscando señales que me digan que no fue ésta la vida equivocada. La persona que amo me canta las canciones de José Alfredo. Esa es una buena señal. Tal vez yo no tenga más hogar que su cuerpo, Manuel. Ni aquí ni allá: un hilván de palabras para sostener este frágil entrevero que habita mi cabeza. Un hilván de palabras y su piel. Por eso vuelvo siempre a tus páginas, por eso vuelvo siempre a aquellas canciones: «Cuando te hablen de amor y de ilusiones / Y te ofrezcan un sol, y un cielo entero…».
Cuando voy a aquella ciudad al sur, paso por Charcas al tres mil y tantos, creo que simplemente para recuperar, también de aquel lado del mundo, una cierta alegría de vivir .
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