Fabrizio Mejía Madrid
17/02/2022 - 12:05 am
La oveja negra
Quienes hoy no reconocen al sentido común, le niegan a los demás esa facultad que, según ellos, sería de unos cuantos que tienen derecho de opinar porque poseen el saber especializado, sagrado, indebatible.
Los corruptos de antes, que habían hecho negocios sin competir más que por los favores políticos de Salinas, Zedillo, Vicente Fox, Calderón y Peña Nieto, sienten verdadero placer si se les permite decirse entre ellos que Andrés Manuel López Obrador no es honesto. Les llena de alegría saber que no son sólo ellos los rateros. “¿Ya ven? Todos somos iguales”, bailan haciendo sonar sus alhajas. El líder de la oposición y financiador de las noticias falsas, Claudio X. González, colma su corazón cuando compara la Casa Blanca que Enrique Peña Nieto recibió como regalo a cambio de contratos de obra pública para el Grupo Higa con la casa que la nuera del Presidente López Obrador alquiló a alguien mediante una agencia inmobiliaria. Henchidos estaban también los que se proclamaron a los cuatro vientos: “Todos somos Loret”, en referencia al vocero de Silvano Aureoles, Roberto Madrazo, y las distribuidoras de medicinas, que ha hecho del montaje su forma de existir. Mi pregunta es: ¿Qué placer hay en pensar que los demás también sean corruptos, mentirosos, rateros, embaucadores?
Me lo pregunto porque estoy convencido de que los intereses que enfrentan al proyecto nacional de la 4T ven como un serio cuestionamiento a su moralidad el que exista un hombre honesto. Hay un cuento del escritor italiano Ítalo Calvino que va a la raíz de este asunto. Se llama “La oveja negra”. En él, Calvino cuenta la historia de un pueblo donde todos eran ladrones. Todas las noches, salían armados con ganzúas y linternas para ir a saquear la casa del vecino. Cuando regresaban a la suya, la encontraban, naturalmente, desvalijada. Ese era el orden de este pueblo y, añade Calvino: “el Gobierno era una asociación creada para delinquir y los súbditos sólo pensaban en cómo defraudar al Gobierno”. Hasta ahí el cuento de Calvino es lo que vivió México durante casi cien años. Pero en este orden embrollado del pueblo donde todos eran ladrones, un día llega un hombre honrado. Como se queda en su casa cada noche y no va a robarle a sus vecinos, el hombre honrado crea un enorme desajuste. Los que no eran robados, se vuelven más ricos y los que tratan de robar la casa del hombre honrado salen con las manos vacías, haciéndose más pobres. Más tarde, los ricos comienzan a pagarle a los más pobres para que les roben a los menos pobres y, éstos, terminaron creando una policía para que proteja sus bienes. El cuento termina diciendo que, al final, ya todos hablaban de pobres y de ricos, y ya no de ladrones y honrados. En la última línea, como epitafio, Calvino avisa que, una noche, sin que nadie se diera cuenta, el único hombre honrado había muerto de hambre.
Creo que es justo ese desafío el que le impone al antiguo régimen la nueva mentalidad que López Obrador le atribuye a la 4T. Existen hasta ahora dos elementos de esa manera de pensar y reaccionar. Una es la constitución de una identidad plebeya a través de la política. En ella están temas como el sentido común, esa capacidad de conocer que todos los ciudadanos tenemos. La filósofa Hannah Arendt llamó al sentido común “el sentido político por excelencia”. Está ligado a las democracias porque es el sustento de lo que conocemos como opinión pública, ese juicio social que se hace con base en principios compartidos y desde un pensamiento comunitario. Quienes hoy no reconocen al sentido común, le niegan a los demás esa facultad que, según ellos, sería de unos cuantos que tienen derecho de opinar porque poseen el saber especializado, sagrado, indebatible. Ellos nos acostumbraron a que la política era una técnica de gerentes, es decir, la negación de lo político. Pero una de las transformaciones de México en estos años de resistencia fue la apropiación por parte de los excluidos del debate público, del derecho a saber y a opinar que implica. El sentido común no es ni una demostración racional ni sólo un efecto mental de los demás sentidos, sino una capacidad intelectual de la vida social. Así se le dio desde el nacimiento de las democracias modernas, el estatus de una forma distinta de conocimiento. Es un igualitarismo cognitivo, común a todos. Para fundar una república democrática, sólo los iguales a la hora de saber y decidir podían auto-gobernarse. Como dijo el enciclopedista francés Diderot: “Con el sentido común uno tiene casi todo lo necesario para ser un buen padre, un buen esposo, un buen comerciante, y un buen hombre, aunque no nos evita ser un mal orador, un mal poeta, un mal músico, un mal pintor, y un amante soso”. Eso fue lo que Thomas Paine retomó para alentar la independencia de los Estados Unidos y lo que los revolucionarios franceses de 1789 supieron desde el inicio; no tenían por qué tener la razón, sino sólo la capacidad para cuestionar lo que —se aseguró durante siglos— tenía un origen divino e incuestionable, como la desigualdad y el poder de los reyes. En el caso mexicano actual es ese sentido común el que permite cuestionar la desigualdad económica y de género, el racismo, el clasismo, y el que los ricos y poderosos son superiores, porque son más talentosos o le echan más ganas, a quienes no lo son; que los títulos universitarios no hacen a personas más facultadas para opinar de asuntos públicos. Esa es uno de los elementos de la mentalidad plebeya, la de los siempre excluidos para participar en política. Hay un nuevo orgullo de la plebe que no es la del viejo nacionalismo revolucionario del PRI con sus estatuas y días festivos. Es un arraigo por la república, por la facultad de ejercer por primera vez el sentido común.
El otro elemento del cambio de mentalidad es la integridad personal como fuente de felicidad. El no ser corrupto promueve una idea de la felicidad que es ajena a las posesiones materiales. En el cuento de Calvino, el hombre honrado lee libros y mira abismado el fluir del río de la ciudad. Ese es el ideal que propicia una nueva mentalidad que va en contra del impulso de tener, de apropiarse de los demás. Propone una alternativa a la idea de la vida vista como escalera donde unos suben y otros bajan para abundar sobre otro propósito en común: el de los caminos. La honradez como principio reconoce que los bienes materiales, los títulos universitarios, la influencia y el reconocimiento tienen un fuerte contenido de azar, de fortuna, de suerte. Por lo que si hablamos de justicia no podemos hablar de merecimientos. Si hablamos de justicia es para reconocer que en la vida de todos hay suerte y desgracia, y que nadie realmente puede solo con toda esa fragilidad. Que para aminorar el sufrimiento hay que repartirlo. A eso llamamos justicia.
La honradez es una virtud personal, pero sobre todo social. Implica no robar, no engañar, traicionar o romper tus promesas. Todas virtudes que pueden ser evaluadas tanto en la vida privada como en la pública. Normalmente si tienes a alguien, como Roberto Madrazo, que hizo un fraude para ser Gobernador de Tabasco, más tarde lo encontrarás haciendo trampa para ganar una carrera deportiva. Lo mismo con los montajes y la tenebra de los financiamientos de Loret de Mola. La veracidad, la franqueza, el cumplimiento del deber, y fidelidad a los compromisos se cumplen como parte de un imperativo moral que guía las vidas. Durante años, sin embargo, se nos trató de vender la idea de que la corrupción era una cultura nacional. Así lo declaró el Presidente Peña Nieto en junio de 2014. Esta idea coincidió con la campaña del Corrupcionario, un diccionario promovido por la organización Opciona, entre cuyos promotores estaba Alejandro Poiré, último Secretario de Gobernación del sexenio de Felipe Calderón. Según esta ONG, la corrupción es igual si te conectas a la luz con un “diablito” que si eres el Diablo Fernández Carvajal haciéndose accionista de un dólar con una sociedad de autoabasto para no pagar cuatro mil millones de pesos al año. La máxima de esta idea es que la corrupción es la misma si es por necesidad o por una acción deliberada de aprovecharse de un hueco legal; que es lo mismo robarse un pan que una empresa; que no hay corrupción chica o grande. El problema de esa idea es que no toma en cuenta las condiciones de apremio y apuro que hay al romper la ley contra el robo y el saqueo legalizados por los poderosos que creen que “merecen la abundancia”. Como dijo Carlos Monsiváis: “La corrupción es una identidad falsa y es el reducto de una minoría. Lo que ha pasado es que esa minoría le ha hecho creer al resto que la mayoría es también corrupta. Sólo una minoría es fundamentalmente y definitivamente corrupta. La corrupción se debe medir a partir de cierto nivel de ingresos para arriba, no para abajo”.
Estos dos elementos del cambio de mentalidad, el sentido común y la integridad, socavan en el mundo de los principios todo lo que representan Claudio X. González y Loret de Mola. Por eso quisieran que todos fuéramos iguales en la deshonra y el descrédito. Si pudieran demostrar que el Presidente es corrupto, la realidad les daría la razón: el mundo sería una competencia de ganar por ganar; sería válido usar a los demás para tus propios propósitos; y los avasallamientos contra otros, los despojos, saqueos, estarían de alguna manera justificados porque “todo mundo lo hace” o “si no lo hago yo, alguien más lo hará”. Como en el pueblo de ladrones. Y, como en ese mismo pueblo, no quedaría sino el presente de salir cada noche a ver qué te agandallas. No, como en el caso del hombre honrado, que tiene esperanza y para quien la vida que vale la pena de ser vivida es pararse a sentir el fluir de un río.
Cuando se habla de los dos proyectos de Nación, en realidad se habla de un proyecto de justicia contra un bloque de intereses afectados. Pero, también, de una forma de ver el mundo. El de la derecha nos pide, como lo hizo durante los siglos del catolicismo oficial, que nos resignemos a que “todos son iguales” porque, de ser así, la corrupción sería el único orden posible. Yo digo que puede ser que existan más ovejas negras.
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