José de Jesús Deniz-Sahagún estaba cruzando de manera ilegal porque un intento fallido en 2013 le había costado sus opciones legales. A mitad del desierto de Arizona, el "pollero" que contrató intentó robarlo y huyó. Detenido y después recluido en el Centro de detención de Eloy, José murió en circunstancias poco claras hasta ahora. Esta cárcel de baja seguridad desde 2004 han muerto 14 detenidos, el doble que en otros centros y también han ocurrido seis "suicidios", incluyendo el de Deniz-Sahagún.
Por Jesse Barrón
Ciudad de México, 1 de mayo (SinEmbargo/VICE).- Dos hombres caminaban por el desierto cerca de la frontera con Arizona. Discutían. Se trataba de un coyote con su cliente, ambos mexicanos. Habían acordado cruzar al sudoeste de Estados Unidos esa misma noche. El cliente, José de Jesús Deniz-Sahagún, había pagado ya la mitad de la tarifa y liquidaría la otra al llegar. Así funciona: la mitad por adelantado, el resto al término con tal de garantizar un recorrido seguro. Pero mientras más se acercaban, el coyote fue volviéndose cada vez más voluble y vago con las condiciones del trato; hasta que le pidió el dinero completo.
Esa era una señal de peligro: si Deniz-Sahagún pagaba todo de una vez, al coyote no le faltarían razones para abandonarlo en el Desierto de Sonora. Si se quedaba solo era hombre muerto. Aquella tarde, su percepción del lugar no había sido otra cosa que 360 grados de puras piedras indistinguibles y matorrales. Ahora que el sol se había ocultado sería peor. Sin cielo para orientarte, eres hombre muerto. Aunque supieras cómo, ¿qué harías? ¿Caminar ciego hacia el norte con la esperanza de encontrar un pequeño túnel desprotegido debajo de la valla fronteriza?
Deniz-Sahagún estaba cruzando de manera ilegal porque un intento fallido en 2013 le había costado sus opciones legales. La patrulla de aduanas y protección fronteriza lo descubrió en la frontera de California y lo mandó de vuelta a Jalisco, su estado natal. La Ley de Inmigración y Nacionalidad prohíbe el reingreso por un periodo de cinco años. Ahora, en mayo de 2015: si lo atrapaban de nuevo, no tendría ninguna posibilidad legítima de residir en Estados Unidos. Dado que reingresar ilegalmente constituye un delito grave, un juez podía incluso enviarlo a prisión. Una vez cumplida su sentencia, sería deportado nuevamente.
En una casa en los suburbios de Las Vegas, 800 kilómetros al norte, lo esperaban sus tres hijos. Dos niños y una niña de cinco, siete y ocho años, respectivamente. Vivían con la ex de Deniz-Sahagún. Los chicos en especial estaban muy emocionados. Desde que Deniz-Sahagún se fue de Las Vegas en 2011 para cuidar a su padre enfermo en Jalisco, no habían tenido a nadie con quien jugar a los vaqueros. Se quejaban constantemente con su madre; la enloquecían. Deniz-Sahagún estaba al tanto gracias a que su hermana Rosario visitaba la casa y lo mantenía al día. Rosario llegó a Estados Unidos cuando era niña y era ciudadana por matrimonio. Deniz-Sahagún planeaba quedarse en su casa hasta encontrar un lugar propio.
En el desierto, el coyote se estaba impacientando, ya no era de fiar. Le dijo a Deniz-Sahagún que tenía dos opciones: pagar toda la tarifa, o ser asesinado.
Deniz-Sahagún decidió correr. Llegó hasta la carretera, donde los faros se cernían sobre sus ojos. Pidió un aventón.
—¿Me puede sacar de aquí? dijo—. ¿Me puede dejar cerca de la frontera?
Buscó entre sus bolsillos y sacó un fajo de pesos. El hombre lo tomó. Mientras avanzaban, Deniz-Sahagún sacó su celular y llamó a Rosario. Ella le había ayudado a encontrar al coyote indicado con ayuda de sus contactos en Las Vegas, así que conocía el plan. Deniz-Sahagún le contó lo sucedido.
—Todo estará bien —le dijo—, solo ven a buscarme.
Alrededor de las 11 pm llegaron al punto de control fronterizo de Douglas, Arizona. Deniz-Sahagún salió del coche y corrió hacia un guardia gritando "¡Van a matarme!". Los agentes fronterizos están entrenados para ver las declaraciones de "temor creíble" como el primer paso en una solicitud de asilo. Como estas peticiones anulan la prohibición de reingreso, pusieron a Deniz-Sahagún bajo custodia, aunque su intención nunca fue pedir asilo. La Ley de Inmigración está repleta de atajos y dobles fondos; mucha gente termina en el sistema de Inmigración y Control de Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) sin entender bien por qué.
En la unidad de control de pasaportes, lo registraron y encontraron su IFE y mil 100 pesos. Le quitaron su celular y lo llevaron a una cuarto aislado para entrevistarlo. Un agente se sentó frente a él con un cuestionario y le preguntó en español: "¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu fecha de nacimiento?" Deniz-Sahagún trató, pero no pudo contestar, solo rompió en llanto. "Lloró y no pudo dar su nombre", escribió el oficial. Posteriormente, tomaron sus huellas digitales.
No era la primera vez que estaba en una habitación como ésa: te daban a firmar formularios que no entendías; unos escritos parcialmente en español, otros parcialmente en inglés y algunos más solo en inglés. "Proceedings under section 235(b) (1)—signature of alien". A las 2:30 de la mañana le preguntaron si quería hablar con su consulado en Tucson.
—Sí —respondió.
El agente levantó el teléfono, pero Deniz-Sahagún cambió de parecer. Lo mejor era hablar lo menos posible y esperar a ver a un juez, así que le pidió que lo olvidara y colgara. El agente rayoneó la palabra "pidió" y escribió "rehusó" en el espacio superior a esta: "El sujeto se rehusó a hablar con el consulado". Enseguida, el agente le preguntó si quería avisarle a alguien más.
—A mi hermana —dijo Deniz-Sahagún.
Rosario contestó la llamada en su casa de North Las Vegas. Era peluquera y trabajaba en horario regular. Eran las 2:45AM; demasiado tarde para recibir una llamada. Le preocupaba que fuera su hermano así que contestó. Una voz le dijo:
—Soy oficial de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos en Douglas. Su hermano llegó a Estados Unidos y pidió que la contactáramos. Él está a salvo. Sin embargo, su solicitud de admisión sigue en proceso.
—¿Puedo hablar con él? —preguntó ella.
—No durante la tramitación.
—Está bien, pero si algo cambia, ¿me avisarán?.
—Ellos se comunicarán con usted —respondió el agente—, pero van a trasladarlo.
El oficial se refería al centro de detención donde esperaría su juicio. Ambos colgaron.
Tres días después, el ICE puso a Deniz-Sahagún en un autobús blanco con vidrios polarizados que se dirigía hacia el norte del desierto. A buen ritmo, sus hijos se encontraban a solo cinco horas, en dirección al noroeste.
El autobús se detuvo frente a una prisión de baja seguridad entre Phoenix y Tucson. No parecía haber ningún poblado cerca. El cartel de la entrada decía Centro de detención de Eloy. Deniz-Sahagún salió del autobús. Al entrar le dieron un uniforme verde, calcetas naranjas, y zapatos con velcro. Luego le dejaron usar el teléfono. Llamó a Rosario.
—Voy a necesitar un abogado —le dijo.
Esta vez sonaba tenso y menos confiado, aunque quizá solo estaba cansado. Cuando Rosario llamó al día siguiente, le dijeron que su hermano no podía atenderla. Su inglés era precario, así que no pudo preguntar por qué.
Deniz-Sahagún no pudo atender el teléfono porque el registro de admisión lo señaló como suicida en potencia y fue sometido a observación continua durante 24 horas. Lo encerraron en una celda de paredes acolchadas y con un lavabo no desmontable. Cuando lo movieron a una celda normal, pasaban a examinarlo cada 15 minutos. A las 4:57 pm del 20 de mayo, Deniz-Sahagún parecía estar bien, pero a las 5:33 pm dejó de moverse. El personal médico le aplicó primeros auxilios y el desfibrilador en el pecho, pero no pudo revivirlo. La prisión llamó a la policía de Eloy para que enviara un detective. A las 6:09 pm Deniz-Sahagún fue declarado muerto. Llevaba dos días en Eloy.
El médico forense del condado fue a la prisión en busca de evidencia. El caso era algo inusual. Un hombre de 31 años aparentemente sano, que pesaba 82 kilos y medía 1.76, yacía muerto frente a él sin ninguna causa aparente. No había sangre alrededor de sus muñecas, ni una sábana alrededor de su cuello, ni paquete alguno que lo delatara como mula. Tan solo le faltaba un calcetín.
La tarde siguiente, una funeraria le entregó el cuerpo a Gergory Hess, el médico forense del condado de Pima. Hess tenía acceso a algo que la población no: un video de la celda de Deniz-Sahagún que el ICE había asegurado. La agencia investiga las muertes internas de personas detenidas y tiene autorización para bloquear muchos de los expedientes relevantes. Podrían pasar muchos años para que alguien además de Hess viera el video. Pese a esto, en su informe escribió que el video no aclaraba nada. No mostraba a nadie entrar a la celda de Deniz-Sahagún antes de su muerte. Un pleito con los guardias le había dejado unos moretones, pero eso tampoco pudo explicar su muerte. Durante la autopsia, Hess hizo una incisión en forma de Y en el pecho de Deniz-Sahagún y despegó la piel para acceder a la garganta. Muy adentro, se encontraba el calcetín naranja.
En su estómago había un mango de plástico parecido al de un cepillo de dientes. Hess escribió "suicidio".
Los 10 mil habitantes libres de Eloy, Arizona, tienen sus casas en una pequeña porción de desierto que está dividida diagonalmente por vías férreas. Los 7 mil prisioneros de la ciudad ocupan otro terreno, 16 kilómetros más al norte. Está conformada por cuatro complejos que generan beneficios para la Corporación de Correccionales de América (CCA), una entidad de gestión pública tasada en 3 mil 400 millones de dólares. Tiene su sede Nashville, Tenessee y más de 70 prisiones en 20 estados. Red Rock es para los reclusos de Arizona, La Palma para los de California, Saguaro es para los criminales de Hawái, traídos hasta aquí en vuelos chárter que aterrizan en el pequeño aeropuerto de Mesa. La cuarta prisión es el Centro de Detención de Eloy y aloja a mil 500 inmigrantes con posibilidades de ser deportados. No hay ruta directa hasta Eloy. Muchas personas son arrestadas en la frontera, pero otras llevan años viviendo en Estados Unidos y fueron imputadas por delitos menores como manejar sin licencia o estar presentes en las redadas laborales que realiza la policía. Mientras los reclusos en La Palma esperan cumplir su tiempo para volver a casa, los de Eloy esperan para saber donde vivirán.
Como los censos de Arizona cuentan a estos 7 mil prisioneros como habitantes, su mera presencia aporta alrededor de 2 millones de dólares de los subsidios estatales y una sexta parte del fondo general de la ciudad. Dicho esto, la CCA da empleo a mil 600 personas. Es un buen acuerdo para la ciudad, cuyos ingresos per cápita son de 9 mil dólares al año (160 mil 19 pesos). Aunque el algodón todavía crece a lo largo de la Ruta Estatal 87, hoy en día los campos son tan solo la escenografía que los guardias recorren a diario rumbo al trabajo.
Al norte de las vías ferroviarias, se ven viviendas de un solo piso, separadas por rejas y árboles torcidos. Hay un restaurante de comida mexicana que frecuentan los guardias, un parador, muchos inmuebles clausurados, un lugar para comprar hielo y una biblioteca moderna en un edificio de vidrio y con aire acondicionado. Hasta hace poco, la gente podía meter sus pistolas a la biblioteca y dejarlas en la caja de seguridad. Al bibliotecario en jefe le preocupó que los empleados le dispararan a un cliente o que se dispararan ellos mismos al quitar o poner el seguro, así que ahora están prohibidas.
Nada de esto sería raro en una ciudad rural que alberga uno de los 82 centros de detención del ICE, pero el caso de Eloy es, en realidad, bastante anómalo. Desde 2004 han muerto 14 detenidos, el doble que en otros centros. También han ocurrido seis suicidios, incluyendo el de Deniz-Sahagún.
Desde 2003, han muerto 155 hombres y mujeres en los centros de detención migratorios. Aunque las causas de muerte varían, todos tienen algo en común, pocas veces tomado en cuenta: ninguno fue condenado por cometer un crimen. Lo que distingue a los centros de detención de las prisiones de inmigrantes es que estas albergan solo a personas en espera de un juicio. Eloy se parece más a Rikers que a San Quentin. Además, la detención preventiva es generalmente breve en el sistema migratorio. Estadísticas recientes mostraron que la estancia promedio de los presos de Eloy es de 123 días. Aunque los abogados dicen que los periodos de cautiverio se están alargando, lo más alarmante para los defensores de derechos migratorios es que tanta gente muera durante periodos de aislamiento tan cortos y por causas evitables, como el suicidio. ¿Por qué las cosas empiezan a ir tan mal de repente y para tantos?
Un mes depués de la muerte de Deniz-Sahagún, los presos de Eloy empezaron una huelga de hambre para exigir una explicación. Activistas locales dijeron tener poca confianza en los resultados de la autopsia y los hermanos de Deniz-Sahagún declararon en conferencia de prensa que no creían la versión del suicidio. Un portavoz del ICE negó cualquier irregularidad en el proceso. Tampoco reconoció la existencia de una huelga de hambre.
En junio, viajé a Phoenix para averiguar qué había ocurrido en Eloy. Había rumores de algo turbio. Un ex recluso recién deportado a Nogales le dijo a los activistas que había visto a los guardias golpear a Deniz-Sahagún antes de su muerte; y en el norte de Phoenix conocí a Sara, una salvadoreña de 21 años que había salido de Eloy esa misma mañana (ella me pidió que no mencionara su apellido). Ella estaba adentro cuando Deniz-Sahgun murió. Contó que la tarde del 20 de mayo escuchó a un hombre gritar "por los golpes que estaba recibiendo". Una vez comenzada la investigación salieron a la luz más relatos escalofriantes. Otro exrecluso que vive en los suburbios de Glendale con su esposa y sus tres hijos, pasó cinco meses en Eloy en 2013. Me contó cómo otro interno intentó clavarse un lápiz en la garganta, y otro más trató de colgarse con una toalla. Un amigo mexicano suyo enloqueció. Veía espirtitus y al diablo. "Es tu propia desesperación", dijo "no hay esperanza".
Los reclusos están en Eloy porque esperan ver a un juez y prácticamente es la única forma de salir de ahí: mediante un juicio de inmigración. Este es uno de los procesos jurídicos más misteriosos en el país. No hay expedientes ni grabaciones disponibles para el público, y la tercera parte de los juzgados están ubicados en prisiones muy alejadas. Uno de los abogados que ejercen en Eloy me lo describió como "un juicio de resistencia, o una ordalía, como se dice en derecho consuetudinario". Lo comparó con quemar a alguien primero para luego averiguar si se trataba de una bruja.
Me estacioné en el lugar de visitas y dejé mi cámara y mi grabadora en la cajuela (el CCA no permite ingresarlos). Al otro lado de la reja, los presos jugaban futbol. Cuando llegué a la sala de espera me senté en un sofá atrás de una familia que estaba viendo Las Crónicas de Narnia en la televisión. Llevaban allí tres horas. En algún momento, el hijo menor fue hacia la máquina expendedora a comprar paquetes de carne seca para su padre, que estaba detenido.
Un guardia me condujo por una escotilla y luego por un corredor que tenía pintada la bandera de Estados Unidos y tres palabras: Al Estilo CCA (los presos que trabajan para el CCA ganan 1 dólar al día por realizar todo tipo de trabajos, como vaciar la papelera en los juicios). Afuera de la sala del tribunal se encontraban parados en silencio varios reclusos y dos abogados. El guardia abrió la puerta. Detrás de esta había una sala de ladrillos de hormigón blanco. Entró y lo seguí.
El juez decía "van a ser diez mil". Había llegado durante las audiencias de fianza. Los abogados de Eloy recuerdan cuando las fianzas eran de 500 dólares (8 mil 859 pesos), pero en los últimos cinco años no han hecho más que aumentar. Otro recluso se acercó a la banca. El juez dijo: "para ti serán 8,500 dólares" (150,578 pesos).
En Eloy había cuatro jueces. El que hablaba era James DeVitto, un hombre blanco de mediana edad con una su nariz prominente y un gesto de fatigada desaprobación o de cansancio por desaprobar. Un joven abogado de cabello rubio representaba al Departamento de Seguridad Nacional, la agencia supervisora del ICE y demandante en todos los casos de inmigración.
Las tres únicas acusadas se sentaron juntas. Una de ellas estaba en sus 20 y tenía cabello negro a la altura del hombro. Se acercó a la mesa de defensa.
—¿Te vas a representar a ti misma? —preguntó DeVitto.
—Tengo un abogado —replicó ella por medio del traductor—. Tengo su tarjeta de presentación.
Todos miraron alrededor de la habitación; no había ningún abogado. DeVitto le pidió a un guardia que revisara el vestíbulo.
—¿Está allí?
—No, juez —contestó el guardia.
DeVitto estudió la documentación del caso desde el estrado.
—Llenó su solicitud para representarte hace una hora. Es de Texas. Reanudemos el 25 de junio.
Aquel retraso no garantizaba que el abogado apareciera. La única certeza era que esta mujer se quedaría en Eloy mientras esperaba.
Un joven rapado se puso de pie.
—¿Quieres tiempo para buscar un abogado? —preguntó DeVitto.
—No —respondió el joven.
—¿Vas a renunciar y representarte tú mismo? ¿Vas a proceder hoy? —El joven dijo que sí y DeVitto asintió.
—El Departamento de Seguridad Nacional me acaba de dar algunos documentos —dijo—. ¿Quieres una semana para verlos?
—No.
DeVitto los hojeó.
—Los presentaste en español. No puedo considerarlos si no están en inglés. ¿Quieres que aplace tu caso?
El hombre consideró sus posibilidades. Aunque el juzgado les facilita un traductor durante el proceso, la ley dicta que este no tiene por qué traducir los documentos al inglés ni aceptarlos en español. Es verdad que el abogado puede ayudar a traducir los documentos, pero los acusados en el tribunal de inmigración no tienen derecho a uno. El manual de la corte dice que tienen "derecho a asesoramiento mientras no le cueste al gobierno". Como quieren salir libres lo más rápido posible, los acusados suelen representarse a sí mismos y defender sus casos sin presentar evidencia o leer siquiera las acusaciones del gobierno.
El centro de detención de Eloy, donde Deniz- Sahagún murió en mayo de 2015.
—No —le respondió el joven a Devitto. Él no quería que aplazaran su caso.
Los jueces de Eloy son antiguos alumnos del ICE o de la institución que la precedió hasta el 9/11: el Servicio de Inmigración y Naturalización. Este es uno de los problemas que aborda su manual de manera implícita. La instrucción sepultada dice: "se deberá tener cuidado para no confundir el Departamento de Seguridad Nacional con el Tribunal de Inmigración o con el Juez de Inmigración". En lenguaje sencillo: no olvides que un juez no es un fiscal.
Al final del pasillo donde estaba DeVitto, se encontraba la jueza Irene C. Feldman escuchando los casos de deportación; el final del camino para los reclusos. Feldman tiene más de 50 años. Cada vez que escucha a un acusado se quita los lentes y se recarga en el escritorio de una manera que transmite simpatía.
Una joven se sentó sola en la mesa de la defensa. En una audiencia anterior declaró que tenía miedo de regresar a México y ahora tenía que decidir entre solicitar asilo (aunque se quedara en Eloy durante el proceso) o abandonar su petición y pedir su deportación.
—Respetaré cualquier decisión que tomes —le dijo Feldman—. ¿Tienes miedo de regresar a México?
—No —dijo la joven—. Me mudaré a otra ciudad.
—Necesito que me digas honestamente si tienes miedo y yo te daré más tiempo para preparar tu solicitud —insistió Feldman.
La joven pidió su anulación esa misma tarde.
—Entonces, confirmo tu deportación—asintió Feldman. De los 270 jueces de inmigración que hay en el país, solo ocho niegan las solicitudes de asilo en mayor proporción que los cuatro jueces aquí presentes. Esto es, en parte, un reflejo del gran número de peticiones que se hacen sin un abogado en Eloy: es un porcentaje del 72 por ciento en contra de 15 por ciento a nivel nacional. Los abogados son el único factor que puede predecir el éxito de una solicitud; sin uno, las probabilidades de fracaso son del 89%.
Al final del día, un joven entró al tribunal de Feldman sin un abogado. Tenía marcas de viruela y los dientes chuecos. Al hablar, se acercó mucho al micrófono, por lo que su voz resonó en toda la sala provocándole carcajadas al resto de los reclusos sentados en las bancas. Los pantalones le quedaban chicos y dejaban ver unos calcetines naranjas. Feldman iba pronunciando las acusaciones escritas en el texto que lo inculpaba y él respondía "admito" lenta y profundamente después de cada una.
—Tú no eres un ciudadano de los Estados Unidos. Entraste por un lugar desconocido en una fecha desconocida. —Los otros reclusos intercambiaron miradas.
—¿Tienes miedo de regresar a México? —le dijo Feldman al terminar de leer.
—Quiero ver a mi familia lo más pronto posible.
—¿Entiendes que te estoy removiendo, es decir, te estoy deportando a México?
—Sí —dijo el joven.
—Reingresar ilegalmente después de ser removido es un delito acreedor a una condena máxima de 20 años —dijo Feldman por último.
En la imaginación popular, la deportación es ese giro equivocado y desastroso en cualquier historia de inmigración. El final infeliz irreversible. Sin embargo, cuando el oficial le entregó su orden de expulsión, el acusado lloró de alivio.
—Que dios te bendiga —dijo el joven, en español. Esta vez nadie se burló.
Un mes depués, Gregory Hess, el médico forense del condado de Pima, contestó mi llamada desde su oficina en Tucson. Muchas cosas dependían de él. Yo había solicitado, a través de la Ley por la Libertad de la Información (FOIA por sus siglas en inglés), que me permitieran ver la grabación de la celda de Deniz-Sahagún en las horas previas a su muerte, pero no recibí nada, por lo que Hess era la única fuente para llegar hasta esa evidencia crucial; el único que la vio y tuvo la obligación de hablar con los medios.
—Llamo para preguntar sobre la última muerte en Eloy —le dije—. Tengo un par de preguntas.
Era imposible corroborar los rumores de que Deniz-Sahagún había sido asesinado a golpes, pero también era difícil aceptar que un hombre con tres hijos en Las Vegas llegara a Eloy, le pidiera a su hermana que le consiguiera un abogado y se asfixiara dos días después. Le pedí a Hess que me explicara el proceso paso a paso, desde que recibieron el cuerpo en su oficina.
Pudo notar mi escepticismo, así que se adelantó.
—Si fueras aficionado a la historia y buscaras en google "Attica 1971", verías que de allí viene todo. —Con "todo" se refería a su trabajo. Attica fue el sitio donde ocurrió el motín más famoso de Nueva York: después de que varios guardias murieran, el estado trató de inculpar a los reclusos, pero los médicos forenses probaron que los mismos oficiales del estado le habían disparado a los guardias por accidente. —Nuestro trabajo es tratar de prevenir estupideces o anomalías al aplicar las leyes—explicó Hess.
—Es difícil creer que nadie notara el calcetín en su garganta —respondí.
—Estaba muy profundo —dijo—. No teníamos idea de que estaba allí.
—¿Qué hay de la historia sobre su pelea con los guardias?
—Él no tenía ningún ojo morado ni la nariz rota —respondió Hess—. Sus dientes estaban bien al igual que su lengua. No tenía ninguna de las lesiones que uno esperaría y por supuesto, está el video.
Dos semanas después, el ICE me negó la solicitud FOIA. Pasó un mes.
En agosto, me enteré por un grupo de activistas de Phoenix que la familia de Deniz-Sahagún había contratado a un abogado para analizar que tan sensato era demandar por homicidio culposo. Reconocí el nombre: Daniel Ortega, un abogado muy reconocido en Phoenix, especializado en derechos civiles. Representa a la familia de una mujer que se colgó en Eloy en 2013. Él me explicó que "cualquier investigación que hagan es secreta a menos de que los demandes. Nunca sabremos qué pasó con José hasta que levantemos una demanda". Un juicio tomaría años, si es que llegara a suceder. Hoy en 2016, el caso de la mujer ahorcada en 2013 aún no ha llegado a la corte.
Esto mostraba un problema todavía mayor. Los homicidios involuntarios en el sistema de inmigración no son fáciles de probar. Para acceder a evidencia esencial como los videos, los demandantes deben llegar al fondo de los descubrimientos previos al juicio. En otras palabras: debes presentar una demanda para saber si vale la pena presentarla. La presión popular puede lograr que se liberen videos de tiroteos policiales y muertes en encarcelamiento, pero ese tipo de revelaciones dependen del ICE y del CCA.
"¿Cómo llegó el calcetín a su garganta?", preguntó Ortega respecto al caso de Deniz-Sahagún. "¿Cómo llegó allí, si lo tenían en observación psicológica? No sabremos hasta que presentemos una demanda".
Lo que mantiene Eloy funcionando es la combinación de montones de dinero con el temor abstracto al terrorismo. En 2009, en plena oleada de terror por los eventos del 11 de septiembre, el Congreso aprobó una ley que conminó al ICE a detener 34,000 inmigrantes por día. El ICE se convirtió entonces en el único organismo de orden público en Estados Unidos que necesitaba mantener un cierto número de personas encarceladas. Este "mandato de camas" triplicó el número de personas detenidas diariamente en comparación con el de mediados de los 90. Para cumplir con él, el ICE necesita encarcelar también a los inmigrantes que no suponen un riesgo de fuga como Deniz-Sahagún. El hecho de que los arrestos no tengan como propósito castigar, sino mantener las apariencias en la corte, se pierde en la conversación. Tal como explicó el senador Richard Durbin, el propósito de la cuota de detenidos, es "proteger a los estadunidenses de amenazas terroristas". Un proyecto de ley para revocar este mandato fracasó en 2013.
Estas circunstancias son cómodas para contratistas privados como la Corporación de Correccionales de América y el grupo GEO. Entre ambas poseen la mitad de las camas en el sistema del ICE y le cobran al gobierno alrededor de 150 dólares (2 mil 669 pesos) por cada una. En 2014, el CCA reportó un ingreso de 1,600 millones de dólares, de los cuales 214 millones provino directamente de contratos con el ICE. El beneficio de esos ingresos fue de 195 millones. Pero estas ganancias deben venir de algún lado. Las muertes en Eloy sugieren que una parte se deriva de ahorros en la seguridad de los reclusos. La situación no es muy diferente en las prisiones de inmigrantes donde albergan personas que —a diferencia de los reclusos en Eloy— sí han cometido un crimen. En febrero, Seth Freed Wessler, reportero de la revista The Nation, descubrió 25 casos de reclusos que murieron en prisiones de inmigrantes por atención médica insuficiente.
A mediados de enero, volví a hablar con Ortega para revisar el caso. Los juicios por homicidio culposo reditúan solo si se gana el caso, por lo que el abogado debe sopesar continuamente la posible indemnización contra las horas de trabajo que se emplearían para conseguirla. Si la lucha para encontrar cómo y por qué murió Deniz-Sahagún sale muy cara, es posible que su muerte continúe siendo un misterio y no se encuentre al responsable. "Si no logro obtener información suficiente en el año que viene, tendré que reunirme con mis clientes", dijo Ortega refiriéndose a la familia de Deniz-Sahagún.
Le dije que parecía una manera muy difícil de reunir dinero.
—Es como buscar buscar petróleo. Si me lo encuentro, todo bien —respondió.
Le pregunté cuánto tiempo llevaba haciendo esto. —Diez años —respondió.
—¿Cuántas veces has encontrado petróleo? —pregunté. —Nunca —dijo finalmente.
Después de salir de Eloy, pasé dos meses tratando de contactar a los hermanos de Deniz-Sahagún en Las Vegas. Además de Rosario, tenía un hermano menor llamado Gabriel a quien el consulado de México en Tucson le dio mi nombre y mi teléfono. Nunca supe de él. Llamaba con frecuencia al secretario de prensa del consulado y siempre respondía igual: sin noticias.
Fue hasta el verano pasado cuando recibí una llamada de un número telefónico de Las Vegas. Gabriel y Rosario pusieron el teléfono en altavoz. Gabriel domina el inglés, así que se encarga de los asuntos legales de su hermano, mientras Rosario toma las riendas cuando hay que conversar en español.
—No podemos creer que se matara —dijo Rosario—. La última vez que hablé con él me dijo "consígueme un abogado". Era optimista. Creía que iba a ganar el juicio.
A finales de mayo, los hermanos recogieron el cadáver de Deniz-Sahagún en la morgue de Tucson. Pagaron cuatro horas en una funeraria de Las Vegas y lo velaron. Después, enviaron el cuerpo de regreso a México.
Le pregunté a Rosario si había algún detalle de la historia que pudiera explicar lo ocurrido.
—Cuando fuimos a la morgue a recoger su cuerpo. Me preguntaron lo mismo: si consumía drogas, si tenía vicios, si tomaba medicamentos, si lo habían operado, si tenía alguna fractura. No, nada —respondió—. Queremos ver los videos para estar seguros de que no nos engañaron.
Le pregunté qué creía que pasaba en Eloy.
—Creo que están matando a la gente —declaró.
Aunque habíamos dedicado tiempo a desmenuzar las circunstancias de su muerte y las evidencias que no encajaban, había cosas en el principio de la historia que todavía no lograba entender. Si Deniz-Sahagún tenía miedo del coyote ¿por qué huyó al norte en vez de al sur? ¿Por qué ponerse en manos de la patrulla fronteriza si no tenía papeles?
Esta vez me respondió Gabriel:
—Le daba más seguridad pedir ayuda en la frontera que a la policía en México. Pensó que ellos serían iguales al coyote. Cambiamos el tema, y empezamos hablar sobre los hijos de Deniz-Sahagún. Quería saber quién les había explicado lo de su papá. Me imaginé que había sido su madre. Un breve silencio se apoderó del teléfono.
—Ellos no lo saben —respondió Rosario—. No fueron al funeral.
Les pregunté qué pensaban los niños entonces. Me dijeron que ellos creen que su padre está vivo y que está viviendo en México con sus abuelos. Cuando Rosario los visita, le piden que le pase sus mensajes. Insisten mucho, los chicos. Siempre le piden que le diga a su papá que lo extrañan y que quieren jugar a los vaqueros. Rosario promete que le dirá.