Paco Ignacio Taibo II ha compartido cómo la gran mayoría de los muchachos alegres de su generación se encuentran presentes en el proyecto de la Cuarta Transformación. Ese repaso que hace a su pasado, los plasma en su más reciente libro que edita Planeta.
Ciudad de México, 16 de diciembre (SinEmbargo).- "Esto es y no es una novela, porque la ficción a veces se desliza en sus páginas". Con esas palabras el escritor Paco Ignacio Taibo II advierte en la sinopsis de Los alegres muchachos de la lucha de clases. Las batallas de una generación que formaron el presente (Planeta) que los lectores podrán encontrarse con "la crónica de una generación de militantes de izquierda mexicanos" en su más reciente publicación.
Hace unos días Taibo II habló con “Los Periodistas”, el programa que se transmite por YouTube a través del canal de SinEmbargo Al Aire, para explicar que este libro "es un intento de unas memorias de mi generación, de los alegres muchachos de la lucha de clases, de una parte de mi generación".
"Intenté que el libro no solo recogiera mi memoria personal, recuerdos, anécdotas, sino que recogiera historias de otros, de mis compañeros o historias de otros que no son mis compañeros, hay capítulos dedicados a los traidores, hay capítulos dedicados a los chayoteros de ayer, o sea, es mi generación pero en el sentido más amplio aunque está centrada en el ala izquierda de esta generación, los herederos o los actores del 68".
Al ser cuestionado sobre qué ocurrió con aquellos muchachos alegres de su generación, Paco Ignacio Taibo compartió que la gran mayoría se encuentran presentes en el proyecto de la Cuarta Transformación, pero algunos otros, una minoría, se volvieron conservadores.
SinEmbargo comparte en exclusiva con sus lectores un fragmento del libro Los alegres muchachos de la lucha de clases (Planeta), © 2023, Paco Ignacio Taibo II. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
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ELLOS
Ellos desde luego pensaban que eran inmortales. Estaban absolutamente convencidos de que el pasado, el presente y el futuro eran material intercambiable tan sólo en un ciclo de 24 horas. Era la consecuencia de no tener demasiado pasado, de tener un desinformado exceso de involuntario respeto al presente y de no haberse puesto a pensar seriamente en el futuro. No tenían capacidad para imaginar pesimistamente el futuro. Por lo tanto, ni siquiera intuir que existía esa cosa llamada «el porvenir».
Ellos creían fielmente en la multitud de fantásticos futuros paraísos que en aquellos años en la izquierda estaban de moda, y desde luego no participaban de la maligna frase de Paul Nizan, que hacía de la adolescencia y la juventud una desgracia irreparable, aunque la citaban frecuentemente, pasada la frase por la pluma de Malraux.
Ellos hablaban de sí mismos como si fueran volátiles, efímeros, como si estuvieran siempre al borde de la desaparición o la consagración. Parecían desgastados héroes poco más que adolescentes, discípulos de un Houdini maoísta dotado de sentido del humor, o personajes de un Rulfo leninista, urbanizados y reforzados por 50 años de magia repetitiva y de autoritarismo estatal priista.
Ellos intuían que nada era totalmente imposible. Quizá la culpa la tenía el clima, la atmósfera irreal que se vivía en la Ciudad de México de los años sesenta y setenta, las perniciosas lluvias de aquellos septiembres. Eran días en los que las ilusiones se desvanecían sin dejar el regusto de la derrota, porque habían sido sustituidas rápidamente por otras nuevas ilusiones igual de flamantes, flamígeras y rotundas.
Ellos tenían una ligera admiración por los futboleros Pumas, porque eran universitarios y habían llegado desde la segunda división, pero a veces eran polis o chapingueros, o normalistas y el 68 nos había unificado a todos. Admiraban a escasos deportistas, sólo los imposibles y los locos como el corredor de fondo checo Emil Zátopek, la Locomotora Humana, que había apoyado la primavera de Praga, lo habían expulsado del PC y había terminado su vida y trabajando como basurero; o el etíope Abebe Bikila, flaco y escurrido, hijo de una dieta de hambres, muerto a los 41 años, dos veces ganador del Maratón y desde luego a sir Edmund Hillary y al sherpa Tenzing cuando el neozelandés le dijo al nepalés que el argumento supremo para subir al Everest (8 848 metros trepados por la imposible línea recta que nadie usa) es because is there («porque está allí»), cosa que se quedó sin respuesta por que el sherpa se calló lo que estaba pensando, que él lo sabía desde mucho antes, porque ese era su rancho.
Ellos vestían camisas blancas y azules de algodón grueso y pantalones vaqueros levemente acampanados, sin llegar a las patas de elefante; ellas usaban blusas rosas y azul pálido con bordados mexicanos, y pantalones vaqueros, porque la minifalda no era una buena compañera para entrar en las tardes y salir en las noches de los barrios obreros.
Ellos y ellas recorrían impávidos, como peterpanes y campanitas al timón del acorazado Potemkin, una ciudad sucia y áspera donde si te descuidabas te podían romper las medias con una navaja, robarte las ilusiones, torturarte, meterte en el suelo de una patrulla azul y romperte la mandíbula a patadas, sacarte un ojo con una punta de varilla, llevarte entre las patas de los caballos, meterte electricidad en los huevos hasta que parecieras árbol de Navidad, rellenarte los pulmones de gas y las cos tillas de palos, sacarte hasta los últimos miedos y las últimas lágrimas.
Ellos y ellas creían que eran inmortales e incorruptibles. El tiempo, que es una mierda, se encargó de demostrarles lo contrario, o una variación: algunos, sólo algunos, unos cuantos, serían corruptibles, pero todos eran mortales.