"Con una frase concluyente se limita a culpar al Estado de que, frente a la encrucijada de permanecer en territorio venezolano o probar suerte en el extranjero, ella optara por la alternativa más dolorosa". Mariela llegó a México hace medio año con la promesa de conseguir trabajo y dejó su vida, su licenciatura en medicina, su familia, sus playas y su comida atrás.
Una joven hostess nos conduce hasta la mesa reservada junto a los ventanales, asienta dos cartas sobre el mantel azul y promete que enseguida seremos atendidos. Mariela se quita el grueso abrigo negro, lo acomoda en el respaldo de la silla y lamenta que el otoño de la Ciudad de México siga pareciéndole tan frío. “Extraño broncearme en la isla Cayo Sombrero... comer ostras, almejas y quiguas”, suspira. Hoy en día la isla que marca la pauta de su vida cotidiana es aquella instalada en un centro comercial al sur de la capital mexicana, un diminuto espacio en el que vende productos para el cuidado de la piel. Su mirada denota incredulidad cuando admito nunca haber escuchado nada acerca de Cayo Sombrero, se muestra ofendida cuando enumero las únicas referencias que tenía de Venezuela antes de conocernos: “El Sistema” —la mundialmente aclamada organización de orquestas y coros infantiles y juveniles—; el éxito del país en el certamen Miss Universo; y algunos detalles, medianamente comprensibles para mí, sobre su política nacional. Mariela prefiere no encaminar la charla hacia este último tema, con una frase concluyente se limita a culpar al Estado de que, frente a la encrucijada de permanecer en territorio venezolano o probar suerte en el extranjero, ella optara por la alternativa más dolorosa. Llegó a México porque una prima suya, también migrante, le aseguró que en este país conseguiría empleo inmediatamente. Es así que a mediados del agosto pasado dejó Valencia, su ciudad natal, y pospuso el plan de ejercer la medicina tras haber acabado la licenciatura. En el instante en que abordó un avión en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar sintió que veinticinco años estaban siendo resumidos en dos maletas.
Mariela ordena una piña colada, yo una cerveza Nochebuena y ambos solicitamos más tiempo para elegir nuestros platillos. A ella le cuesta trabajo esta operación. El menú no la convence y por primera vez confiesa que no es fanática de la comida mexicana; sigue añorando la hallaca de su mamá, el pan de jamón, la carne en vara, las arepas, el pabellón criollo, la sopa de costilla, el Café Auyama, las cachapas. La piña colada tampoco satisface sus expectativas, pues imaginaba algo similar a lo que acostumbraba beber en el malecón de Chichiriviche. Estoy seguro de que el problema no es la bebida en sí, sino la distancia que separa a Mariela de su hogar. A pesar de todo, afirma que disfruta la otrora Tenochtitlán. Y si bien en un inicio no estaba segura de cuánto duraría su estadía, ahora ya formula nuevas metas: estudiar un posgrado en la UNAM y obtener una beca académica que le permita dejar las ventas y alejarse de la tentación que las ofertas de varias agencias de modelaje significan. Hasta la fecha sólo tiene dos quejas aztecas: 1) “la mayoría de los hombres se creen muy galanes”; y 2) el asalto que sufrió en la zona de Cuatro Caminos mientras se dirigía hacia una capacitación.
Nuestra conversación se torna intrigante cuando tocamos el asunto de los dólares negros que compró antes de salir de Venezuela. “La imposibilidad de adquirir dólares por una vía legal me orilló a... permíteme un momento”. En su bolsa vibra y suena, impaciente, el teléfono celular. Las lágrimas corren cual vertiginosos riachuelos a lo largo de sus mejillas apenas escucha “¡Feliz cumpleaños!” a través del auricular. Sé que hoy hubiera dado todo por estar con su mamá. Viajarían juntas a Caracas y visitarían el Parque Nacional El Ávila. Pasearían en teleférico y descansarían acostadas en el pasto, tal como lo han hecho año tras año. La llamada termina y Mariela decide iniciar su festejo-a-la-mexicana con un caldo tlalpeño. La voz materna parece haberle inyectado calma y confianza. Al mismo tiempo que voltea la cabeza buscando al mesero, entre risas me dice que la lejanía de su patria ha provocado que le fascine Alma Llanera, especie de himno venezolano que solía detestar, y que siga por televisión cada uno de los partidos de “La Vinotinto”, a pesar de que jamás había sido apasionada del fútbol. “En fin”, susurra y apoya los antebrazos en la mesa, “ya mejor hablemos de otra cosa”.