Carlos A. Pérez Ricart
16/11/2023 - 12:04 am
El laberinto de Ebrard
“El ebrardismo, si alguna vez existió, no dijo ni pío”.
Es difícil perder tanto en tan poco tiempo. El laberinto al que se introdujo Ebrard los últimos meses será estudiado como el más innecesario de todos. El más torpe. No estaba obligado a recorrerlo. Su camino era, hasta hace poco, más parecido a un campo de flores. Hagamos algo de memoria.
Es verano de 2022. Salíamos de la crisis del COVID y el canciller era el héroe de las vacunas. Llevaba tres años brillando. Todo lo fundamental de la administración pasaba por Avenida Juárez 20. Frente al vacío de Gobernación, Marcelo fungía como primer ministro. Además, iba al frente en las encuestas. Reforma le daba unos pocos puntos de ventaja a mediados de ese año. El Financiero, la única en que no lideraba, le reconocía un empate técnico.
Los partidos que querían y podían acoger su candidatura eran muchos y no se limitaban a Morena y Movimiento Ciudadano. Parar entonces, recordemos, se especulaba que el Partido Verde iría con candidato propio. No por nada el excanciller había apostado varias de sus fichas a ese partido desde hacía varios años. Frente a Ebrard había un mar de posibilidades. La baraja era amplia y pocos los jugadores. Si tenías que apostar por alguien, lo habrías hecho por él.
La cosa empezó a torcerse a finales del 2022. Esperando quién sabe qué, Ebrard tardó en salir de la cancillería. No había semana en que no se filtraran rumores de una renuncia que nunca llegaba. Era obvio para todos, incluso para él, que su ciclo en la Cancillería se había terminado, pero a Ebrard le seguían seduciendo más las fotos con diplomáticos que los caminos de terracería de la precampaña electoral. Tanto brindis y tanta cena le impidió pensar. Pasaron las semanas. Pasaron los meses. Amarrarse a una silla para no ir a buscar otra fue su primer error.
Tanto tardó Ebrard en decidir su futuro que permitió que un advenedizo le hiciera ver su suerte. La rabieta de Ricardo Mejía Berdeja en Coahuila puso en alerta a la dirigencia de Morena que, para evitar un berdejazo presidencial, leyó la cuartilla a sus aliados y acotó su margen de maniobra. Así terminó el flirteó con el Verde y empezó a construirse el laberinto del todavía canciller.
La decisión de Ebrard de renunciar a la Cancillería a la semana siguiente de la elección del Estado de México fue tardía, pero al menos llegó. Fue su único acierto en un ramillete de errores. Su renuncia sacó también a Claudia Sheinbaum del Palacio del Ayuntamiento y a Adán Augusto López del Palacio de Cobián. Además, logró negociar el sistema de encuestas y distribución de cargos. Esa cena en El Mayor fijó el tan cacareado piso parejo en el que Marcelo nunca estuvo cómodo. A partir de ahí no dejó de trastabillar.
El segundo error vino con la campaña. Fueron dos meses desastrosos. La ridícula camiseta blanca con un monigote de lentes que se enfundó Ebrard para anunciar su candidatura debió servir de aviso. Ebrard no encontró el ritmo de la campaña. Prefirió el Instagram a las asambleas y las pláticas tipo Ted Talk a los discursos de plaza. A la militancia le causó vergüenza y a la clase media la percepción de que estaban frente a un personaje falso. ¿Era un tecnócrata o un payaso ese señor? Tras dos meses de campaña nadie sabía bien quién era Marcelo Ebrard. Lo peor: no era claro lo que representaba. En esa indefinición naufragó dos meses.
Los errores siempre vienen acompañados. Tras el segundo vino el tercero. Semanas antes de la encuesta comenzó a coquetear con no aceptar los resultados. Sus movimientos fueron pataletas más que estrategias. El error no fue criticar el proceso sino quedarse en él hasta el final. Si tan convencido estaba de la ilegalidad del proceso, ¿por qué llegó al seis de septiembre al WTC de pie? ¿no se enteró que ninguna encuesta seria lo acercaba a la puntera?
Aquel 6 de septiembre terminó de forjarse el laberinto. En un caso de ceguera de taller de libro, Ebrard decidió escuchar a un grupito de improvisados y dejó de oír al resto del mundo. “No nos vamos a someter a esa señora”, se le oyó decir. Alrededor sólo escuchó aplausos cuyo consenso debió alterarlo.
Los videos improvisados de Twitter y el teatro de Malú Mícher de aquella tarde serán estudiados en los libros de historia como el paradigma de lo que no debe hacer un político profesional. Ebrard decidió ausentarse del gran evento de la noche: la coronación de Claudia Sheinbaum como candidata. Y los ausentes siempre pierden. En los periódicos del día siguiente su berrinche fue una nota al pie.
Los dos meses que siguieron fueron un viacrucis, un cúmulo de mensajes erráticos e intentos fallidos por comenzar una gira por el país. Llegó hasta Tlaxcala, desde donde publicó un video lleno de polvo y vacío de gente. No hubo más. Tanto se concentró en sí mismo que olvidó apostar sus fichas en las candidaturas de los nueve estados que tendrán elección para gobernador el año que viene. El ebrardismo, si alguna vez existió, no dijo ni pío.
Al igual que en sus últimos meses como Canciller, Ebrard apostó por ganar tiempo sin darse cuenta de que lo que hacía era perderlo. A la mesa de negociación con Movimiento Ciudadano llegó sin balas en el revólver. Hace una semana nos dimos cuenta que Ebrard seguía existiendo porque una nota de Proceso rumoró que estaba en el hospital. A muchos nos dio algo de pena.
De tanto esperar, Ebrard terminó por hacerlo todo a prisas. Cuatro décadas de experiencia no le sirvieron para contar los granos del reloj de arena. Es casi gracioso que la grabación del video del lunes tuviera que retrasarse más de una hora porque “todavía no le llegaba un documento”. Hasta en eso tardó. Su mensaje final fue regular, improvisado y gris. Lo peor: volvió sobre la versión de la conspiración; todos eran culpables menos él. Se equivocó otra vez: a los laberintos nos metemos siempre por nuestro propio pie.
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