Esta obra maestra de la literatura relata la infancia del astuto y noble Tom, a orillas del Misisipí. Junto a su amigo vagabundo Huckleberry Finn, el pequeño protagonista se enfrenta a las reglas impuestas por los mayores e intenta vivir en absoluta libertad.
A pesar del contexto de la historia —la esclavitud estaba normalizada y eran los años previos a la guerra de Secesión— Mark Twain no sólo retrata el mundo de los estados sureños del siglo XIX, sino también la ilusión de una infancia eterna.
Ciudad de México, 16 de noviembre (SinEmbargo).- Esta obra maestra de la literatura relata la traviesa infancia de Tom en el pueblo de San Petersburgo. Muchas fueron las aventuras que el astuto y noble muchacho corrió a orillas del Misisipí junto a su amigo vagabundo Huckleberry Finn, enfrentándose a la voluntad, las premisas y las reglas impuestas por los mayores e intentando llevar una vida en absoluta libertad.
Mark Twain recreó una época de cercas y picnics dominicales, cuando el trasiego de la vida desbordaba el Mississippi y la esclavitud estaba a la orden del día; eran los años previos a la guerra de Secesión que marcó la historia de Estados Unidos. Pero cuando Tom Sawyer forma una banda de piratas para hallar un tesoro enterrado y comparte un brebaje con el gato de la tía Polly, lo que se proyecta no sólo es el mundo de los estados sureños del siglo XIX, sino la ilusión de una infancia eterna.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento del libro escrito por Samuel Langhorne Clemens, conocido como Mark Twain (1835): Las aventuras de Tom Sawyer, en su edición ilustrada por Dani Torrent. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.
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PREFACIO
La mayor parte de las aventuras que se cuentan en este libro ocurrieron realmente; una o dos fueron experiencias propias, y el resto de muchachos con quienes fui a la escuela. Huck Finn está sacado de la vida real; Tom Sawyer también, pero no de un solo individuo; es un conjunto de las características de tres muchachos que traté y, por tanto, pertenece al orden arquitectónico compuesto.
Las extrañas supersticiones que aparecen se las creían al pie de la letra los chiquillos y los esclavos del Oeste durante la época en que se desarrolla la historia, es decir, hace treinta o cuarenta años.
Aunque el objeto principal del libro es divertir a la gente joven, espero que no por ello será rechazado por hombres y mujeres, ya que entró en mis propósitos el recordar a los adultos, de una manera agradable, cómo eran en su juventud, cómo se sentían, pensaban y hablaban, y qué empresas tan raras acometieron a veces.
EL AUTOR
Hartford, 1876
I
DIABLURAS DE TOM
—¡Tom!
Silencio.
—¡Tom!
Silencio.
—¿Dónde se habrá metido ese muchacho? ¡Oye, Tom!
Silencio.
La anciana se bajó las gafas y echó una ojeada a la estancia por encima de ellas; luego se las volvió a colocar y miró por debajo.
Pocas veces o nunca miraba a travésde las gafas para fijarse en un ser tan insignificante como un muchacho; eran un atributo de dignidad, el orgullo de su corazón, y estaban destinadas a «figurar», no a servir; del mismo modo hubiese podido mirar a través de un par de tapaderas de estufa. Se quedó perpleja un instante y luego dijo, no con fiereza, pero en voz bastante alta para que la oyeran los muebles:
—Ya verás si te pongo la mano encima lo que…
No concluyó la frase, ya que se había agachado para hurgar con la escoba por debajo de la cama, por lo que precisaba aliento para puntuar los escobazos. Solo resucitó al gato.
—No hay manera de atrapar a ese granuja.
Se dirigió hacia la puerta abierta, se detuvo allí y recorrió con la mirada las tomateras y las plantas de estramonio que constituían el jardín. Ni rastro de Tom. Entonces levantó la voz al tono exigido por la distancia y gritó:
—¡Tooom!
A su espalda oyó un ligero ruido y se volvió con el tiempo justo de atrapar a un niño pequeño por el faldón de la chaqueta y detener su huida.
—No sé cómo no se me había ocurrido que estarías en la despensa. ¿Qué hacías ahí dentro?
—Nada.
—¡Nada! Mírate las manos. Y mírate la boca. ¿Qué son esas manchas?
—No lo sé, tía.
—Bueno, yo sí que lo sé. Eso es mermelada. Te he dicho mil veces que si no dejabas en paz la mermelada te arrancaría la piel. Dame aquella vara. La vara se agitó en el aire; el peligro era inminente.
—¡Mire a su espalda, tía!
La anciana se dio la vuelta enseguida, asiéndose las faldas para apartarlas del peligro. Entretanto el muchacho se escapó, saltando por el alto vallado de estacas, y desapareció. La tía Polly se quedó unos instantes perpleja y luego se echó a reír suavemente.
—Maldito chico, ¿es que no aprenderé nunca? ¿No me ha hecho ya bastantes jugarretas como esa para que espere atraparlo ahora? Pero un tonto viejo es el peor tonto que existe. Ya lo dice el refrán, «perro viejo no aprende trucos nuevos». Y, válgame el cielo, si cada día la treta es diferente, ¿cómo va una a saberla de antemano? Parece que sepa exactamente cuánto puede atormentarme sin hacerme perder la cabeza, y que si puede distraerme un minuto o hacerme reír, se me pasa el enfado y no puedo darle un cachete. No cumplo mi deber con el muchacho; esa es la verdad y bien lo sabe Dios. Ahorrar el palo hace al muchacho malo, como dice la Biblia. Estoy pecando y sufro por los dos, lo sé.
El chico es de la piel de Barrabás, pero al fin y al cabo es el hijo de mi difunta hermana, pobrecilla, y no tengo valor para azotarle. Cada vez que le perdono me remuerde la conciencia, y cada vez que le pego se parte mi viejo corazón. Es cierto que hombre nacido de mujer tiene una vida corta y llena de tribulaciones, como dicen las Escrituras, y convengo en que así es. Esta tarde hará novillos y no me quedará otro remedio que hacerle trabajar mañana para castigarlo. Me duele hacerle trabajar los sábados mientras los demás muchachos tienen fiesta, pero él aborrece el trabajo más que nada en el mundo, y poco o mucho tengo que cumplir con mi deber o seré la ruina del chico.
Tom hizo novillos y se divirtió mucho. Volvió a casa justo a tiempo para ayudar a Jim, el muchacho de color, aserró la leña para el siguiente día y partió las teas antes de la cena; por lo menos llegó a tiempo para contarle sus hazañas a Jim, mientras este hacía las tres cuartas partes del trabajo. El hermano menor de Tom (o, mejor dicho, su hermanastro), Sid, había concluido ya su parte en la tarea (recoger las astillas). Sid era un niño tranquilo y de temperamento poco dado a las aventuras.
Mientras Tom cenaba, escamoteando azúcar cuando se le ofrecía la oportunidad, la tía Polly le hacía preguntas profundísimas y llenas de artificio para atraparlo en revelaciones perjudiciales. Como muchas otras almas candorosas, tenía la vanidad de creerse dotada de un talento especial para la diplomacia oscura y misteriosa, y le gustaba considerar sus sencillas tretas como maravillas de sagacidad.
—Tom, hacía bastante calor en la escuela, ¿verdad? —dijo.
—Sí, señora.
—Mucho calor, ¿no?
—Sí, señora.
—¿No te han dado ganas de darte un chapuzón, Tom?
Un leve temor se apoderó de Tom, una especie de inquieta sospecha. Escrutó el rostro de la tía Polly, pero no descubrió nada. Entonces dijo:
—No, señora; bueno, no muchas.
La anciana extendió la mano, palpó la camisa de Tom y dijo:
—Pero ahora no tienes mucho calor. —Y se enorgulleció al pensar que había descubierto que la camisa estaba seca sin que nadie adivinara que esa era su intención. Pero Tom sabía, a despecho de su tía, de dónde soplaba el viento, así que se anticipó a la siguiente jugada.
—Algunos nos hemos mojado la cabeza bajo la bomba; la mía está húmeda aún. ¿Ve?
La tía Polly se ofendió al pensar que había pasado por alto aquel detalle acusador, perdiéndose una pista. Entonces tuvo otra ocurrencia.
—Tom, supongo que no te has arrancado el cuello de la camisa de donde lo cosí para mojarte la cabeza, ¿verdad? Desa bróchate la chaqueta.
La inquietud desapareció del rostro de Tom. Abrió la chaqueta. El cuello de la camisa estaba sólidamente cosido.
—¡Bribón! Bien, ya puedes marcharte. Estaba convencida de que habías hecho novillos y te habías ido a nadar. Te perdono, Tom. Creo que eres una especie de gato escarmentado, como dice el refrán, y mejor de lo que pareces… esta vez.
Le apesadumbraba el fracaso de su sagacidad, y al mismo tiempo estaba contenta de que Tom hubiese observado, por una vez, una conducta obediente.
Pero Sidney dijo:
—Pues yo diría que usted le cosió el cuello con hilo blanco, y ahora es negro.
—¡Claro que lo cosí con hilo blanco! ¿Por qué lo dices? ¡Tom!
Pero Tom no esperó el desenlace. Mientras escapaba hacia la puerta, dijo:
—Siddy, de esta te acordarás.
Una vez que estuvo en lugar seguro, Tom examinó dos largas agujas que llevaba prendidas en las solapas de la chaqueta, enhebradas las dos, una con hilo blanco y la otra con negro.
—No se habría dado cuenta a no ser por Sid —dijo Tom—.
¡Caramba! Algunas veces cose con hilo blanco y otras con hilo negro. Ya podría decidirse por uno de los dos; yo no puedo estar siempre llevando la cuenta. En cuanto a Sid, ¡vaya si lo aporreo! ¡Recibirá su merecido!
En el pueblo, Tom no pasaba por el muchacho modelo, pero conocía muy bien al chico que ostentaba ese título… y lo detestaba con toda su alma.
Al cabo de dos minutos, o menos aún, ya había olvidado todos sus infortunios. No porque sus infortunios fuesen para él un ápice menos duros y amargos de lo que son para un hombre los suyos propios, sino porque un nuevo y poderoso interés los dominó y los expulsó de su pensamiento, igual que los hombres se olvidan de las desgracias con la exaltación de nuevas empresas. El nuevo interés era una valiosa novedad en el arte de silbar que había aprendido recientemente de un negro, y Tom anhelaba practicarla sin estorbos.
Consistía en un peculiar silbido de pájaro, una especie de líquido gorjeo, producido por el contacto de la lengua con el paladar a cortos intervalos, en mitad de la música; es probable que el lector lo recuerde si ha sido alguna vez muchacho. Con diligencia y atención logró perfeccionarlo enseguida, y entonces se encaminó calle abajo con la boca llena de armonías y el alma rebosante de gratitud. Sus sentimientos eran muy parecidos a los del astrónomo que ha descubierto un nuevo planeta, y en lo que respecta al placer intenso, profundo y puro, no cabe duda de que el muchacho aventajaba al astrónomo.
Las tardes de verano eran largas. No había oscurecido aún. Al poco rato Tom dejó de silbar. Un desconocido estaba ante él; un chico más alto que Tom. Unforastero de cualquier edad o sexo era una curiosidad impresionante en el sosegado pueblecillo de San Petersburgo. Además, el muchacho iba bien vestido, bien vestido en un día entre semana. Eso era sencillamente asombroso.
Llevaba un gorro primoroso, y una chaqueta de tela azul abrochada, nueva y elegante, al igual que los pantalones. Calzaba zapatos, y era viernes. Hasta llevaba una corbata, un pedazo de cinta brillante. Tenía un aire de ciudad que le removía las entrañas a Tom. Cuanto más contemplaba Tom esa espléndida maravilla, más arrugaba la nariz y más ordinarias y vulgares le parecían sus propias prendas. Ninguno de los dos muchachos habló. Si el uno se movía, el otro también, pero solo de costado, en círculo; se mantenían cara a cara, mirándose a los ojos. Al fin Tom dijo:
—Te puedo aporrear.
—Quisiera verlo.
—Pues lo puedo hacer.
—No, no puedes.
—Sí que puedo.
—No puedes.
—Puedo.
—No puedes.
—Sí.
—No.Hubo una pausa llena de inquietud. Entonces Tom dijo:
—¿Cómo te llamas?
—No es asunto tuyo.
—Pues me encantaría que lo fuera.
—¿Y por qué?
—Cállate, o lo será.
—No me callo. Veamos.
—Vaya, te crees muy ingenioso, ¿eh? Si me da la gana, te puedo aporrear con una mano atada a la espalda.
—Bueno, ¿y por qué no te da la gana? Yo sí que puedo hacerlo.
—Pues lo haré, si sigues diciendo majaderías.
—Vaya, sí, he visto familias enteras en el mismo apuro.
—¡Qué sabio! Tú te crees alguien,¿no? ¡Puf! ¡Qué sombrero!
—Puedes abollarlo si no te gusta. Te desafío a que lo toques, y si te atreves recibirás lo tuyo.
—Eres un embustero.
—Y tú otro.
—Tú hablas mucho y no haces nada.
—¡Largo de aquí!
—Oye, sisigues dándome la lata, te abro la cabeza con una piedra.
—¡Sí, claroque lo harás!
—Sí que lo haré.
—Pues ¿por qué no lo haces? ¿Por qué solo dicesque lo harás? ¿Por qué no te atreves? Porque tienes miedo.
—Yo no tengo miedo.—Sí que tienes.
—No.
—Sí.Otra pausa y más miradas y movimientos circulares, uno en torno al otro. No tardaron en encontrarse hombro contra hombro. Tom dijo:
—¡Largo de aquí!
—¡Vete tú!
—No quiero.
—Yo tampoco.
Continuaron así, cada uno con un pie formando ángulo igual que un estribo, empujándose con toda el alma y fulminándose con miradas de odio. Pero ninguno de los dos conseguía ventaja. Después de forcejear hasta quedarse encendidos y sofocados, cedieron con cautela, y Tom dijo:
—Eres un cobarde y un niño de teta. Se lo diré a mi hermano mayor, que puede hacerte papilla con el dedo meñique, y ¡ya verás cómo te deja!
—¿Qué me importa a mí tu hermano mayor? Yo tengo un hermano que es mayor que él y, es más, puede arrojar por encima de esa valla al tuyo.
(Ambos hermanos eran imaginarios.)
—Eso es mentira.Tom trazó una línea en el suelo con el dedo gordo del pie y dijo:
—¡A ver si pisas la raya! Si lo haces te aporrearé hasta que no puedas tenerte en pie. Atrévete y recibirás de lo lindo.
El chico forastero pisó enseguida la línea y dijo:
—Tú has dicho que lo harías; veámoslo ahora.
—No me busques las cosquillas y ándate con cuidado.
—Bien, has dichoque lo harías; ¿por qué no lo haces?
—¡Voto va! Por dos centavos lo hago.
El forastero sacó dos monedas de cobre del bolsillo y las ofreció con escarnio. Tom las echó al suelo de un manotazo. Un instante después los dos muchachos rodaban por el suelo revolcándose en el polvo, agarrados como dos gatos, y durante un minuto se tiraron del pelo y de la ropa, se apuñaron y se arañaron la nariz, cubriéronse de polvo y de gloria. Luego la confusión adquirió forma y a través de la niebla de la batalla surgió Tom, sentado a horcajadas sobre su contrincante y aporreándolo con los puños.
—Di «me rindo» —dijo.
El otro muchacho solo se debatió para liberarse. Estaba llorando, sobre todo de rabia.
—Di «me rindo». —Y el aporreo prosiguió.
Al fin el forastero emitió un sofocado «¡Me rindo!», Tom dejó que se pusiera en pie y dijo:
—Eso te enseñará. Más vale que la próxima vez mires con quién te metes.
El chico forastero se alejó sacudiéndose el polvo de la ropa y exhalando profundos suspiros; de vez en cuando se volvía, movía la cabeza y amenazaba a Tom con lo que le haría «la próxima vez que lo encontrase en la calle». Tom le contestó con algunas palabras mordaces y se alejó triunfalmente, pero apenas se había dado la vuelta, cuando el otro agarró una piedra, se la tiró a la espalda y luego se puso a correr como un antílope.
Tom persiguió al traidor hasta su casa, y así descubrió dónde vivía. Se quedó ante la puerta de entrada durante un rato, desafiando al enemigo para que saliera, pero el enemigo solo le hizo muecas desde la ventana y declinó la invitación. Al final apareció la madre del enemigo y regañó a Tom, llamándolo muchacho malo, ordinario y perverso, y le ordenó que se fuera. Se alejó, pues, pero le dijo que el chico ya se las pagaría.
Aquella noche llegó bastante tarde a casa, y al entrar cautelosamente por la ventana descubrió una emboscada preparada por su tía; cuando esta vio el estado de sus ropas, la resolución de convertir la fiesta del sábado en cautiverio y dura labor se volvió firme e inamovible.