Cuando uno se enoja por un cargo absurdo en su celular o tiene algún problema con el banco y llama a quejarse, tiene que pasar obligatoriamente por el filtro de la señorita telefonista en turno que no le da absolutamente ninguna respuesta y sólo repite y repite las líneas que le dieron. “Yo paso el reporte, lo vamos a checar”, etcétera. Entonces uno respira hondo, traga saliva, le agradece a Consuelo por su tiempo y cuelga con su número de reporte apuntado en la parte de atrás de algún papelito intrascendente que ahora se ha vuelto crucial. Cuando nada pasa viene la segunda llamada, y uno espera un trato distinto ya que tiene “levantado su reporte” y se ha imaginado que los engranes de la burocracia se han movido unos milímetros para permitirle a uno, aunque sea, no tener que explicar todo el caso de nuevo. La expectativa es infundada. Uno queda en las manos de la señorita Esperanza esta vez, y cuando la desesperación vence, Espe se enoja de vuelta, se queja de que uno le levante la voz y amenaza con colgar. Uno vuelve a respirar hondo, le explica la situación por enésima vez y le ruega comprensión en tono conciliatorio. “Mire, Espe, póngase en mi lugar: yo estoy pagando este servicio y…”. A lo que ella responde que sí entiende pero que no es cosa de ella. “Yo solo contesto el teléfono”. Uno sabe que eso es cierto, que seguramente Esperanza no toma las más importantes decisiones del banco, y solicita hablar con su supervisor. Después de todo el tiempo invertido no hay ninguna respuesta, el Agente sólo que “El sistema me generó este cobro” y “Yo no puedo hacer nada”. El Agente tampoco es el Dios del sistema para el que trabaja, y por más que uno suba por toda la escalera jerárquica y se grite con todos, acabará diciéndose: “Claro, yo sé que no es culpa específica del Licenciado Fulgencio Robledo, pero ¡a alguien tengo que gritarle!”. No hay con quién hablar. No hay respuestas satisfactorias. Nadie tiene la culpa. Fue El Sistema.
Esta semana no pude poner a mis alumnos de preparatoria a escribir en otro tono verbal, a redactar la historia de un taxista, a probar el narrador omnisciente. Quería compartir con ellos la incertidumbre, darles un espacio para ventilar sus miedos mientras el mundo cree que los chicos “no se dan cuenta”. Les pregunté cómo se sentían, comenzamos a hablar y de pronto noté todas las miradas expectantes dirigidas a mí. Rostros de jóvenes de entre 15 y 18 años que me preguntaban, algunos así en silencio y otros con todas sus letras, qué demonios iba a pasar y quién tenía la culpa. ¿Quiénes eran los malos? ¿Venía una revolución? ¿Venía una dictadura militar? ¿Qué debían hacer ellos? “Yo quiero hacer algo, protestar, pero ¿y si me matan?”. Yo, que estoy temblando de miedo, de pronto era la embajadora del mundo adulto y los jóvenes me exigían respuestas. ¿Qué quería decirles? Que yo solo contesto el teléfono… Yo no fui, yo no sé, yo tampoco tengo las respuestas. Y eso me aterrorizó. Quise hablarle a mi papá y preguntarle a él. Y no dudo que él habría pedido hablar con el Licenciado Fulgencio. Sólo me quedó meterme a la trinchera con ellos, decirles que estoy igual, llenar el pizarrón de nuestras emociones y escribir así, a la luz de nuestras veladoras, juntos y temblando mientras afuera llovía y caían las bombas.
Sólo queda gritarle a la pared sorda que es El Sistema. Eso es lo que al parecer estamos haciendo todos en este país: desgañitándonos hasta que nos sangren las gargantas para ver si algún Agente trae algún cambio, si alguna Esperanza nos apacigua o si, ya de pérdida, algún Consuelo nos da un abracito, por lo menos…