Tras un meticuloso cortejo, el prestigioso escritor Gabriel Matzneff logró que una adolescente se entrega a él en cuerpo y alma, cegada por el amor e ignorante de que su pedofilia llevaba años nutriendo su producción literaria. Esa niña fue Vanessa Springora, quien 30 años después narra su historia y reflexiona sobre la ambigüedad de su propio consentimiento.
El consentimiento es la primera novela de esta autora y editora francesa. Este libro, un verdadero fenómeno social y literario traducido a 20 idiomas, ha cuestionado a la intelectualidad francesa, y la sociedad obnubilada por el talento y la celebridad.
Ciudad de México, 17 de octubre (SinEmbargo).- Con trece años, Vanessa Springora conoce a Gabriel Matzneff, un apasionado escritor treinta y seis años mayor que ella, tras cuyo prestigio y carisma se esconde un depredador.
Después de un meticuloso cortejo, la adolescente se entrega a él en cuerpo y alma, cegada por el amor e ignorante de que sus relaciones con menores llevan años nutriendo su producción literaria. Más de treinta años después, Springora narra de forma lúcida esta historia de amor y perversión, y la ambigüedad de su propio consentimiento.
Su maravillosa novela ha hecho, según el diario Le Monde, que el caso Matzneff cuestione a la intelectualidad francesa y a una sociedad obnubilada por el talento y la celebridad.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de El consentimiento (Lumen), primera novela de la editora, escritora y cineasta francesa. Este libro ha significado un fenómeno social y literario; traducido a 20 idiomas, ya obtuvo el Gran Premio de las Lectoras de Elle y el Premio Jean-Jacques Rousseau. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.
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1
La niña
Nuestra sabiduría empieza donde termina la del autor.
Nos gustaría que nos diera respuestas,
cuando lo único que puede hacer es darnos deseos.
MARCEL PROUST, Sobre la lectura
Estoy en los albores de mi vida, virgen de toda experiencia, me llamo V., y a mis cinco años espero el amor.
Los padres son una muralla para sus hijas. El mío solo es una corriente de aire. Más que una presencia física, recuerdo el aroma a vetiver que impregna el cuarto de baño por la mañana; objetos masculinos aquí y allá; una corbata; un reloj de pulsera; una camisa; un mechero Dupont; una manera de sujetar el cigarrillo, entre el índice y el corazón, bastante lejos del filtro; una forma de hablar siempre irónica, tanto que nunca sé si bromea o no. Se marcha temprano y vuelve tarde.
Es un hombre ocupado. Y también muy elegante. Sus actividades profesionales cambian demasiado deprisa para que llegue a entender en qué consisten. En la escuela, cuando me preguntan por su profesión, soy incapaz de contestar, aunque obviamente, dado que el mundo exterior lo atrae más que la vida doméstica, es una persona importante. Al menos es lo que imagino. Sus trajes siempre están impecables. Mi madre me concibió a la temprana edad de veinte años. Es guapa, con el pelo de un rubio escandinavo, la cara dulce, los ojos azul claro, una figura esbelta con curvas femeninas y una bonita voz. Mi adoración por ella no tiene límites. Es mi sol y mi alegría.
Mis padres hacen buena pareja, mi abuela suele repetirlo aludiendo a sus físicos de cine. Deberíamos ser felices, pero los recuerdos de nuestra vida en común, en el piso en el que vivo brevemente la ilusión de una familia unida, son una auténtica pesadilla.
Por las noches, escondida debajo de las mantas, oigo a mi padre gritar y llamar a mi madre «guarra» o «puta» sin entender el motivo. A la menor ocasión, por un detalle, una mirada o una simple palabra «fuera de lugar», le da un ataque de celos. En cuestión de segundos las paredes empiezan a temblar, los platos vuelan y oigo portazos. Es un maníaco obsesivo que no tolera que movamos un objeto sin su consentimiento. Un día casi estrangula a mi madre porque ha derramado un vaso de vino en un mantel blanco que acaba de regalarle.
La frecuencia de estas escenas no tarda en acelerarse. Es una máquina desencadenada y ya nadie puede detenerla. Ahora mis padres se pasan horas lanzándose a la cara los peores insultos. Hasta muy tarde, cuando mi madre viene a refugiarse a mi habitación y solloza en silencio, acurrucada contra mí en mi pequeña cama infantil, y luego se dirige sola a la cama de matrimonio. Al día siguiente vuelvo a ver a mi padre durmiendo en el sofá del salón.
Mi madre ha agotado todos sus cartuchos contra esa rabia incontenible y esos caprichos de niño mimado. Para la locura de este hombre, del que dicen que tiene carácter, no hay remedio. Su matrimonio es una guerra sin fin, una carnicería cuyo origen todo el mundo ha olvidado. El conflicto se resolverá pronto unilateralmente. Es solo cuestión de semanas.
Sin embargo, esos dos deben de haberse querido alguna vez. Su sexualidad, al fondo de un pasillo interminable, oculta por la puerta de un dormitorio, me parece un punto ciego en el que acecha un monstruo, omnipresente (los ataques de celos de mi padre lo demuestran a diario) pero absolutamente incomprensible (no recuerdo el más mínimo abrazo, el más mínimo beso o el más ínfimo gesto de ternura entre mis padres).
Lo que ya en este momento busco por encima de todo, sin saberlo, es descifrar el misterio que logra reunir a dos personas detrás de la puerta cerrada de un dormitorio, lo que sucede entre ellos. Como en los cuentos infantiles, en los que lo maravilloso irrumpe de repente en lo real, en mi imaginación la sexualidad es un proceso mágico del que nacen milagrosamente los bebés y que puede surgir de forma inesperada en la vida diaria, en formas a menudo indescifrables.
El contacto, tanto provocado como accidental, con esa fuerza enigmática suscita muy pronto en la niña que soy una curiosidad persistente, y aterrorizada. En varias ocasiones me presento en la habitación de mis padres, en plena noche, y me quedo en el marco de la puerta llorando o quejándome de que me duele la barriga o la cabeza, probablemente con el objetivo inconsciente de interrumpir su retozo y pillarlos con la sábana hasta la barbilla y con expresión idiota, extrañamente culpable. De la imagen anterior, la de sus cuerpos entrelazados, no me ha quedado rastro. Como si se me hubiera borrado de la memoria. La directora de la escuela llama un día a mis padres. Mi padre no va a verla. Es mi madre la que escucha, preocupada, el relato de mi vida diurna.
—Su hija se cae de sueño. Parece que no duerme por las noches. He tenido que pedir que le montaran un camastro al fondo de la clase. ¿Qué sucede? Me ha hablado de discusiones muy violentas entre su padre y usted por las noches. Además, una bedel me comentó que V. solía meterse en el baño de los niños a la hora del recreo. Le pregunté a V. qué estaba haciendo. Me contestó con toda naturalidad: «Es para ayudar a David a hacer pipí de pie. Le sujeto el pito». Acaban de circuncidar a David y debía de tener dificultades para... apuntar. No se preocupe, a los cinco años este tipo de juegos son muy normales. Solo quería que estuviera informada.
Un día, mi madre toma una decisión irrevocable. Aprovechando mi estancia en un campamento de verano, que planificó en secreto para llevar a cabo nuestra mudanza, deja a mi padre para siempre. Es el verano antes de empezar la primaria. Por las noches, una monitora, sentada en el borde de mi cama, me lee las cartas en las que mi madre me describe nuestro nuevo piso, mi nueva habitación, mi nueva escuela y mi nuevo barrio; en definitiva, la nueva disposición de la que será nuestra nueva vida cuando yo llegue a París. Desde lo más profundo del campo al que me ha mandado, entre los gritos de niños que se han asilvestrado en ausencia de sus padres, todo eso me parece muy abstracto. A la monitora se le humedecen muchas veces los ojos y se le quiebra la voz mientras me lee en voz alta esas cartas de mi madre falsamente alegres. Tras ese ritual nocturno, de vez en cuando sufro sonambulismo y me encuentran bajando la escalera de espaldas en dirección a la puerta de salida.
Libres del tirano doméstico, nuestra vida da un giro apasionante. Ahora vivimos en una buhardilla. Habitaciones de criada reformadas. En la mía apenas puedes ponerte de pie, pero hay rincones secretos por todas partes. Ahora tengo seis años. Soy una niña estudiosa, buena alumna, obediente y sensata, un poco melancólica, como suelen ser los hijos de padres divorciados. No soy nada rebelde y huyo de toda transgresión. Buena soldado, mi misión principal consiste en llevar las mejores notas a mi madre, a quien sigo queriendo más que a nadie.
Por las noches, a veces toca todo Chopin al piano hasta altas horas. De vez en cuando bailamos hasta tarde con el volumen de los altavoces a tope. Los vecinos, furiosos, llegan pegando gritos porque la música está demasiado alta, pero nos da igual. Los fines de semana, mi madre toma su fantástico baño, con un Kir Royal en una mano y fumándose un JPS con la otra, con un cenicero en equilibrio en el borde de la bañera. Sus uñas rojas contrastan con su piel blanquecina y su pelo rubio platino. A menudo deja la limpieza para el día siguiente.
Mi padre se las arregla para no pasar más la pensión alimenticia. Algunos finales de mes se complican. A pesar de que en nuestra casa se suceden las fiestas y de sus amores, siempre transitorios, mi madre resulta ser más solitaria de lo que yo habría creído. Cuando un día le pregunto por el lugar que ocupa en su vida uno de sus amantes, me contesta: «No voy a imponértelo ni a sustituir a tu padre». Ahora ella y yo somos una pareja muy unida. Ningún hombre volverá a inmiscuirse en nuestra vida privada.
En mi nueva escuela me he hecho inseparable de una niña, Asia. Juntas aprendemos a leer y a escribir, pero también a explorar el barrio, una zona muy bonita, con terrazas de cafeterías en cada esquina. Compartimos sobre todo una libertad atípica. A diferencia de la mayoría de nuestros compañeros, nadie nos vigila, en casa no hay dinero para canguros, ni siquiera por la noche. No son necesarios. Nuestras madres confían totalmente en nosotras. Somos irreprochables.
Cuando aún tengo solo siete años, me quedo una noche en casa de mi padre. Algo excepcional que no se repetirá. Además, después de que mi madre y yo nos marcháramos, mi habitación se convirtió en un despacho. Me quedo dormida en el sofá. Y me despierto al amanecer en un lugar donde ahora me siento como una extraña. Como no tengo nada que hacer, me acerco a la biblioteca, clasificada y ordenada meticulosamente.
Cojo dos o tres libros, al azar, vuelvo a dejarlos en su sitio con cuidado, echo un vistazo a una edición en miniatura del Corán en árabe, acaricio su minúscula cubierta de cuero rojo e intento descifrar esos signos incomprensibles. No es un juguete, por supuesto, pero lo parece. ¿Y con qué otra cosa podría divertirme si ya no queda ni un solo juego en la casa? Una hora después, mi padre se levanta y entra en la habitación.
Lo primero que hace es mirar alrededor, se planta frente a la biblioteca y se agacha para revisar todos los estantes. Se mueve como un demente. Y con la precisión maníaca de un inspector de Hacienda, exclama con expresión triunfal: «¡Has tocado este libro, y este, y este otro!». Ahora su atronadora voz resuena en toda la habitación. No lo entiendo. ¿Qué tiene de malo tocar un libro?
Lo más aterrador es que ha acertado. En los tres casos. Por suerte, aún no llego al último estante de la biblioteca, el de más arriba, que ha observado un buen rato y del que ha desviado la mirada tras lanzar un misterioso suspiro de alivio.
¿Qué diría si se hubiera dado cuenta de que el día anterior, buscando algo en un armario, entre una aspiradora y una fregona me topé con una mujer desnuda de tamaño natural, toda ella de látex, con espantosos orificios y pliegues a la altura de la boca y del sexo, con una sonrisa burlona y unos ojos apagados que se clavaron en mí? Otra imagen del infierno, que expulsé de mi cabeza en cuanto cerré la puerta del armario.
Después de las clases, Asia y yo solemos dar rodeos para retrasar el momento en que tendremos que separarnos. En un cruce, en una pequeña explanada a la que da un tramo de escalera, se reúnen grupitos de adolescentes a patinar, a deslizarse en monopatín o a fumarse un cigarrillo. Hemos convertido los escalones de piedra en nuestro puesto de observación para admirar las piruetas de esos chicos desgarbados y fanfarrones. Un miércoles por la tarde vamos también nosotras con patines. Nuestros inicios son inseguros y torpes. Los chicos se burlan un poco, pero luego se olvidan de Asia y de mí. Emocionadas por la velocidad y el miedo a no lograr frenar a tiempo, ya solo pensamos en el placer de deslizarnos.
Todavía es temprano, pero como estamos en invierno ya ha anochecido. Cuando nos disponemos a volver a casa, aún con los patines puestos y con los zapatos en la mano, sin aliento pero contentas, aparece un hombre cubierto con un gran abrigo, se planta delante de nosotras y, con un amplio movimiento de brazos que le hace parecer un albatros, se abre de golpe el abrigo y nos deja pasmadas ante la grotesca visión de un sexo hinchado y tieso que asoma por la ranura de la cremallera del pantalón. Asia se levanta de golpe, entre el pánico y el ataque de risa, y yo hago lo mismo, pero, como hemos olvidado que llevábamos los patines puestos, perdemos el equilibrio y nos caemos al suelo. Cuando nos levantamos, el tipo ha desaparecido, como un fantasma.
Mi padre aparece brevemente en nuestra vida varias veces más. Al volver de no sé qué viaje al otro extremo del mundo, pasa por casa de mi madre para celebrar mi octavo cumpleaños y me trae el regalo más inesperado: la autocaravana de la Barbie con la que sueñan todas las niñas de mi edad. Me lanzo a sus brazos, agradecida, y me paso una hora desempaquetándola con el cuidado de un coleccionista y admirando su color amarillo plátano y sus muebles de color fucsia. Tiene más de una docena de accesorios, techo abatible, cocina plegable, una hamaca, una cama doble…
¿Doble? ¡Qué mala suerte! Mi muñeca favorita no tiene pareja, y aunque pueda estirar sus largas piernas desde la silla plegable y exclamar: «¡Qué buen día hace hoy!», va a aburrirse mortalmente. Ir de camping sola no es vida. De repente recuerdo un ejemplar masculino que lleva lustros metido en un cajón, porque hasta ahora no he jugado con él, un Ken pelirrojo de mandíbula cuadrada, una especie de leñador seguro de sí mismo, con camisa de cuadros, con el que Barbie se sentirá segura cuando acampe en plena naturaleza. Es de noche y hay que irse a dormir. Coloco a Ken y a su chica juntos en la cama, pero hace demasiado calor. Primero hay que quitarles la ropa, claro, y así estarán más cómodos con este bochorno.
Barbie y Ken no tienen vello, ni sexo, ni pezones, qué raro, pero sus proporciones perfectas compensan ese pequeño defecto. He tapado sus cuerpos lisos y brillantes con la colcha. He dejado el techo abierto a la noche estrellada. Mi padre se levanta del sillón, dispuesto a marcharse, pasa por encima de la autocaravana mientras yo estoy guardando una cesta de pícnic en miniatura y se arrodilla para mirar por debajo del toldo. Esboza una sonrisa burlona y dice estas palabras obscenas: «Así que ¿follan?». Ahora lo que adquiere color fucsia son mis mejillas, mi frente y mis manos. Algunas personas nunca entenderán nada del amor.
En esa época, mi madre trabaja en una pequeña editorial que ocupa la planta baja de nuestro edificio, a tres calles de la escuela. Cuando no vuelvo con Asia, suelo merendar en uno de los fabulosos rincones de esa guarida repleta de un sinfín de grapadoras, rollos de cinta adhesiva, resmas de papel, pósits, clips y bolígrafos de todos los colores, una auténtica cueva de Alí Babá. Y además hay cientos de libros, apilados de cualquier manera en estantes combados por el peso. Empaquetados en cajas de cartón. Expuestos en vitrinas. Fotografiados y colgados en las paredes. Mi zona de juegos es el reino de los libros.
En el patio, el ambiente siempre es alegre al final del día, sobre todo cuando vuelve el buen tiempo. La portera sale con una botella de champán en la mano, colocamos una mesa y sillas plegables, y escritores y periodistas pasan allí el rato hasta que llega la noche. Son todos cultos, brillantes, ingeniosos y a veces famosos. Un universo maravilloso, engalanado con todas las cualidades. En comparación, los trabajos de los demás, de los padres de mis amigos y de mis vecinos, me parecen aburridos y rutinarios. Algún día yo también escribiré libros.
Después de la separación de mis padres, ya solo veo a mi padre de vez en cuando. En general, queda conmigo para cenar, en restaurantes siempre muy caros, como uno marroquí de cuestionable decoración en el que una mujer rolliza y con ropa muy provocativa aparece después de la cena para bailar su danza del vientre a unos centímetros de nosotros. Llega el momento en el que me muero de vergüenza: mi padre desliza un gran billete en la goma de las bragas o del sujetador de la hermosa Scheherezade con una mezcla de orgullo y lujuria en la mirada. No le importa que yo quiera que se me trague la tierra cuando la goma de las bragas de lentejuelas chasquea.
La danza del vientre es en el mejor de los casos, es decir, cuando se presenta a la cita. Dos de cada tres veces espero sentada en uno de esos restaurantes caros a que el señor se digne aparecer. A veces viene el camarero a decirme que mi «papá ha llamado diciendo que se retrasará media hora». Luego me trae un vaso de agua con sirope y me guiña el ojo desde el fondo de la sala. Una hora después aún no ha llegado mi padre. El camarero, consternado, me sirve la tercera granadina, intenta hacerme sonreír y se marcha murmurando: «¡Menudo desgraciado! ¡Hacer que una pobre cría esté aquí esperando a las diez de la noche!».
Y entonces es a mí a quien el camarero desliza un billete, esta vez para pagar el taxi que me llevará a casa de mi madre, que evidentemente está furiosa, porque mi padre ha esperado al último minuto para avisarla de que ha sufrido un desafortunado percance. Hasta el previsible día en que, presionado por una nueva amiga a la que también debo de parecerle un engorro, acaba por no volver a darme señales de vida. Sin duda desde esa época tengo un cariño especial a los camareros, con los que desde que era muy pequeña siempre me he sentido en familia.
Algunos niños pasan los días en los árboles. Yo los paso entre libros. Ahogo así la pena inconsolable que me ha dejado el abandono de mi padre. La pasión ocupa toda mi imaginación. Leo desde muy pequeña novelas de las que apenas entiendo nada, excepto que el amor duele. ¿Por qué queremos que nos devoren tan temprano?
Una noche de invierno, cuando tengo unos nueve años, me hago por fin una idea general de la sexualidad adulta. Estoy de vacaciones con mi madre en un pequeño hotel familiar en la montaña. Unos amigos ocupan las habitaciones contiguas. La nuestra está formada por una gran sala con forma de L, así que han podido colocarme una cama supletoria en la parte oculta, detrás de un estrecho tabique. Unos días después llega el amante de mi madre, sin que su mujer se entere. Es un hombre guapo, artista, que huele a tabaco de pipa y lleva chalecos y pajaritas a la moda del siglo pasado. Yo no le intereso. A menudo le incomoda encontrarme haciendo el pino delante de la tele los miércoles por la tarde, cuando se escabulle sin que lo vean sus empleados, viene a ver a mi madre una hora o dos y se encierra con ella en la habitación del fondo. Un día le comentó: «Tu hija no hace nada, podrías apuntarla a actividades en lugar de dejar que se vuelva tonta viendo idioteces toda la tarde».
Esta vez apareció a última hora de la tarde. Estoy acostumbrada a sus irrupciones intempestivas y ya no me molestan, pero no es el tipo de hombre al que imaginaba con esquís. Después de cenar me voy a la cama y dejo a los adultos con sus confusas conversaciones. Como siempre, leo varias páginas de un libro y me adormezco, con los músculos, doloridos por las agujetas, más ligeros que copos de nieve, flotando y deslizándome de nuevo en las pistas inmaculadas mientras el sueño se apodera de mí.
Me despiertan suspiros, roces de cuerpos y de sábanas, y luego susurros entre los que reconozco la voz de mi madre y, aterrorizada, la del hombre con bigote, más autoritaria. «Date la vuelta» es el único fragmento de frase que mi oído, de repente superdesarrollado, logra distinguir. Podría taparme los oídos y toser un poco para que se dieran cuenta de que estoy despierta. Pero me quedo petrificada hasta que terminan, intentando ralentizar el ritmo de mi respiración y rezando para que desde el otro extremo de la habitación no se oigan mis latidos, sumida en una penumbra inquietante.