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Un joven afirma que fue violado en un departamento de la CdMx y ahora está enfermo de VIH

16/10/2016 - 7:42 pm

No sabía que era posible. En mi mundo, la violencia sexual hacia los hombres no existía, pero estaba realmente equivocado. De cualquier forma, una denuncia no era una opción, especialmente con un sistema judicial como el de México, en donde sólo se logra resolver cerca de 1 por ciento de los casos con la consignación del violador. Ahora imaginen a un homosexual denunciando una agresión sexual. Desafortunadamente, la violencia sexual masculina no es un tema del que se hable. Regularmente las violaciones a hombres son consideradas como “esporádicas” y eso, en conflictos armados. Incluso, no hay asociaciones que se dediquen exclusivamente a las víctimas de estos crímenes.

Por Isaac Limón

Ciudad de México, 15 de octubre (SinEmbargo/VICEMedia).- Desperté por el roce de una alfombra que apestaba a humedad con mi cara y comprendí todo: estaba cogiendo con alguien, o mejor dicho, alguien me estaba cogiendo y no era agradable. Había risas. Aún tenía mi playera, pero no mi pantalón ni mis calzones, estaba descalzo y podía sentir el frío en mis pies. Había alguien más; estaba oscuro pero escuchaba más voces, un par más. Intenté girarme para levantarme, pero no podía: mis manos estaban absurdamente inútiles y tenía un trapo en la boca. Sabía que eso no estaba nada bien.

En casi el 60 por ciento de los delitos sexuales el agresor es un conocido de la víctima, 24 por ciento es perpetrado por la pareja actual, un poco más de la quinta parte por familiares y aproximadamente 11.55 por ciento por personas desconocidas. Yo soy uno más de este pequeño último grupo.

Según la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), en México se cometen cerca de 600 mil delitos sexuales al año, de los cuales se estima que 94.1 por ciento no son denunciados; esto quiere decir que a lo largo de cinco años han habido cerca de 2 millones 996 mil 180 delitos sexuales, los cuales se dividen en diferentes tipos, entre ellos la violación agravada (aquella en la que a una persona, con lujo de violencia, le introducen un palo, dedos o cualquier otro objeto anal o vaginalmente a la víctima) y en la que 56.5 por ciento de las personas que figuran como víctimas son hombres. Estos, chicos, son sólo los resultados preliminares.

Desafortunadamente, la violencia sexual masculina no es un tema del que se hable. Regularmente las violaciones a hombres son consideradas como “esporádicas” y eso, en conflictos armados. Incluso, no hay asociaciones que se dediquen exclusivamente a las víctimas de estos crímenes. Afortunadamente, existen algunos que se atreven a ayudar a la comunidad trans; bien por ellos.

No sabía que era posible. En mi mundo, la violencia sexual hacia los hombres no existía, pero estaba realmente equivocado. De cualquier forma, una denuncia no era una opción, especialmente con un sistema judicial como el de México, en donde sólo se logra resolver cerca de 1 por ciento de los casos con la consignación del violador. Ahora imaginen a un homosexual denunciando una agresión sexual. No me da pena mi orientación sexual; me da pena el sistema de justicia en mi país. Seguramente iba a dar la mejor rutina cómica que hubieran tenido en mucho tiempo y, probablemente, me culparían; lo sé porque incluso yo —por ratos aún—, me sentía culpable.

Vamos a ubicarnos en un bar gay de Zona Rosa, en la Ciudad de México, el segundo viernes de enero de 2016. Siempre he creído que empezar por ahí me ayuda a comenzar mejor todo.

Iba con un par de amigos a festejar que uno de ellos había conseguido un nuevo empleo. Bailamos, nos movíamos al ritmo de la música. Seguimos tomando. Nada fuera de lo común.

Al otro lado del bar había un grupo de chicos entre los que destacaba uno: un hombre con piel bronceada, como surfista, fornido, cabello rizado, bigote hipster y un tatuaje con forma de corazón con un ojo en la mano izquierda. El tipo de hombres que no puedes evitar voltear a ver y que está consciente de ello. Yo, por otro lado, siempre me he considerado un tipo promedio, de esos que pueden pasar fácilmente desapercibidos y que no suelen ligar con otros chicos guapos. Suelo ser algo aburrido y no siento que encaje con el estereotipo de “chico fiestero”. Mi diversión es leer cómics, ver series, leer novelas de terror e ir al cine, muchas veces solo.

Conforme pasaba la noche uno de esos chicos se acercó a uno de mis amigos y comenzó a ligar con él, nada extraño considerando que eso sucede casi todas las veces que salimos juntos. No tardamos mucho en unir nuestras cervezas con las del otro grupo. Poco a poco comenzaron a irse algunos hasta que al final sólo quedábamos mi amigo, su nuevo ligue, el chico con el tatuaje de corazón, otro tipo ya muy ebrio y yo.

De repente, mi amigo se volteó hacia mí y me dijo: “Oye, este güey quiere ir a mi depa, ¿te vienes con nosotros y te acerco a algún lugar?” Como no quería ser el mal tercio, le dije que no y que pediría mi taxi en ese momento. Nos despedimos y lo vi alejarse abrazando a su romance de la noche. Quedábamos el tatuado, el borracho y yo; me faltaba la mitad de una cerveza y quedaba en la cubeta una más, así que decidí que podían quedársela; yo ya había terminado por esa noche. Tomé mi chamarra y salí del bar, cuando noté que detrás de mi venía el chico tatuado. Me puse nervioso sólo por el hecho de que alguien tan atractivo viniera detrás de mí, vaya autoestima.

—Oye, espérate, ¿cómo te vas a ir?—, preguntó. Con las luces de afuera pude ver que tenía ojos claros y al pararse frente a mi noté que no era muy alto.

—En Uber, de hecho estoy pidiéndolo ya—, dije y le mostré mi celular con la aplicación abierta.

—No, pues si quieres te llevo, traigo carro.

—No, ¿cómo crees?—, contesté aunque la tarifa estaba carísima y un hombre guapo me ofrecía aventón.

—En serio, además, casi no tomé, entonces no hay problema con el alcoholímetro.

—Ok, pues. Vamos.

Caminamos rumbo a su coche platicando del tipo que se quedó ebrio en el bar y de lo que el tatuado hacía para vivir. Según él, era programador.

Ya rumbo a mi casa me dijo que uno de sus amigos le llevaría una computadora a su departamento y que era urgente que fuera para esperarlo. Me preguntó si podíamos pasar a hacer eso rápido y después me llevaría a mi casa. Era cerca de la 1:00 am, me pareció que aún era temprano y acepté.

Me llevó a un lugar muy cerca de la colonia Tacuba. Subimos por las escaleras de un edificio viejo y entramos a un departamento con muebles improvisados. Me ofreció un trago, lo acepté y mientras esperábamos, prendió la tele y puso Netflix. Se levantó y me dejó buscando una película en lo que hacía unas llamadas. Hasta aquí, lo último que recuerdo es que me dio sueño, muchísimo sueño y, sin querer y sin poder resistirme, me quedé dormido.

***

Durante ese tiempo escuché como se burlaron porque estaba llorando, me llamaron mil veces “putito” y no dejaron de reírse. Se turnaron para violarme.

Aún recuerdo el olor de la alfombra en mi cara, el olor a su loción y recordarlo me causa náuseas. Sentí que fueron horas, aunque después descubrí que no había sido así. Pero sé que realmente no lo disfruté, no lo busqué ni lo quería.

Cuando el tercero terminó, uno de ellos dijo: “ya denle su ropa y que se vaya a la verga”. No había nada en el mundo que deseara más que largarme en ese momento. Alguien me aventó mi pantalón y me lo puse, aún con mucha torpeza porque mis brazos no funcionaban bien; era como tenerlos dormidos. Recuerdo haber estado muy asustado cuando vi que una puerta se abría, así que corrí, o al menos lo intenté. Corrí hacia esa puerta y bajé las escaleras del edificio; sé que me caí más de dos veces y terminé con raspones, pero no me importó, yo seguí “corriendo”, si es que a eso se le puede llamar correr. Una vez afuera, caminé y llegué a un pequeño parque. Cuando intenté sentarme en una banca noté lo mucho que me dolía. Pero más allá de lo físico, me dolía saber que no había podido hacer nada y me dolía pensar que había sido mi culpa.

Siempre me he considerado muy estricto conmigo mismo, así que en ese momento me obligué a tranquilizarme y recuerdo perfectamente que me dije “no te pasó nada, sólo fueron muy salvajes, eso es todo”. Nunca había hecho algo así ni me interesaba, pero creo que era mi mejor forma de justificar todo y no deshacerme.

Comencé a sentir frío y me di cuenta de que sólo había salido con mi playera, el pantalón y los tenis medio puestos. Tenía mi cartera y mi celular con un poco de batería, entonces hice lo que debí haber hecho desde el principio: pedir un taxi.

Para cuando llegué a mi casa, lo único que quería hacer era meterme a mi recámara, apagar la luz y esconderme bajo las cobijas. Ese día decidí que no iba a denunciar. Eso no era una opción, especialmente porque me convencí de que lo que había sucedido era algo que yo me había buscado y era completamente normal.

Pasó una semana hasta que decidí hablar con alguien: mi ex novio, quien en ese momento era la persona que creí que me apoyaría más. Sin embargo, cuando le conté, lo único que respondió fue “Isaac, ¿es en serio lo que me estás contando? ¿Me estás diciendo que te acostaste con otros tres tipos?”, seguido de un “creo que no es sano que estemos hablando de esto, me siento muy triste y decepcionado. Creo que entiendes que no quiero que sigamos hablándonos”. Gran error. Así, sin más, decidí que no debía contarle a nadie.

Lo que siguió fue una serie de estupidez tras estupidez que sólo me hundían más y más. Comencé a salir más a los bares, con la intención de emborracharme sin que nadie me juzgara, pero sobre todo, con la intención de volver a ver al tatuado, que sabía que sería al único que reconocería en cuanto lo viera.

Una de esas noches platicaba con un hombre ya mayor sobre lo que había pasado. Así es, terminé hablando con otros borrachos, todo un cliché. Ahí fue cuando, por fin, un completo desconocido me dijo lo que había sucedido de verdad: había sido violado. Y no sólo eso, como parte de esa cubeta de agua fría llegó otra más fuerte y venía con una serie de preguntas muy preocupantes “¿Me habían violado? ¿Los violadores usan condón?”, y como si fuera una película en la que se revela el gran secreto al final, una secuencia de imágenes comenzaron a llegar mi mente: las manchas de sangre en mi pantalón, el sudor de alguien más en mi espalda, el olor a mariguana, el perfume de alguien más recorriéndome, el tiempo que pasé con el dolor físico y entre todo eso, lo que nunca se me ocurrió y era algo muy serio: el riesgo de haberme contagiado de algo.

En cuanto analicé todo eso salí del bar. Recuerdo haber caminado por Reforma en medio de la noche. Caminé hasta llegar a Chapultepec y comencé a llorar; lloraba porque sabía que había estado perdiendo el tiempo negándolo todo y apenas lo entendía: los hombres también pueden ser abusados sexualmente.

No llegué a mi casa esa noche. Para cuando dieron las ocho de la mañana, me paré frente a una pequeña clínica en la que hacían pruebas rápidas de VIH, pero también estaba decidido a saber qué había pasado de verdad. Una línea, dos. Salió positiva.

—¿Podrías repetirla? Estoy seguro de que algo salió mal—, dije. La repitieron como rutina y aunque crucé los dedos, el resultado fue el mismo.

—Salió positiva. ¿Cómo te sientes?—, me preguntaron.

—No sé, bien, no sé, ¿cuándo puedo empezar con el medicamento?

Y fue ahí cuando me hice la mejor pregunta de todas “¿Qué puedo hacer para remediar todo esto?”

Para todos aquellos que no lo saben, una vez que las pruebas rápidas de VIH salen positivas, lo que sigue es ir a una clínica especializada a realizarte un examen de sangre —Western blot— que lo confirme. Se supone que algún consejero debe acompañarte a hacerlo; es como una forma de apoyarte en el proceso y que ellos puedan ver que hay alguien por la vida con VIH que va a comenzar el tratamiento y no representa un problema de salud más. Lo rechacé; podía hacerlo solo.

Acudí a la Clínica Especializada Condesa, en la CDMX, en donde mi panorama se abrió mucho más y, aunque en ese momento decidí esperar un poco más para comenzar con el tratamiento, encontré un grupo de ayuda que pudo ayudarme a abrirme más ante otros.

Así es Truvada, uno de los fármacos que ahora debo tomar por el resto de mi vida. Foto: VICE
Así es Truvada, uno de los fármacos que ahora debo tomar por el resto de mi vida. Foto: VICE

***

Eran las tres de la tarde de un sábado cualquiera de mayo. Estábamos mi nuevo amigo y yo debajo del edificio en donde había ocurrido todo. Con mucho miedo subí, gracias a una señora que iba entrando, y cuando llegué frente a la puerta del departamento no sabía qué hacer. No llevaba a la policía, no tenía un arma, no tenía nada, ni siquiera palabras; aún así toqué y abrió una chica.

—¿Hola?— Tenía un acento de América del Sur, ignoro de qué lugar.

—Hola, estamos buscando a Raúl— Ese fue el único nombre que se me ocurrió en el momento.

—¿Raúl? Aquí no vive.

—¿Segura? ¿Rubio, con bigote, tatuaje en forma de corazón en la mano?— Estaba seguro que era el lugar.

—Ah, ya, Diego. No sabía que se llamaba Raúl también, pero ya no vive aquí hace mucho tiempo—, dijo la chica.

—¿En serio? ¿Y no sabes a dónde fue? Es que es importante. Tenía que regresarle dinero que me había prestado y me había dicho que era urgente que se lo regresara.

—No, un día se fue sin decir nada. Era amigo de un chico que vivía con nosotros, pero también ya se fue. Se fueron casi al mismo tiempo. Qué raro que te haya dicho que vinieras a dejarle aquí el dinero, si no sabemos nada de él… ¿Quieres pasar?

—No, gracias, yo le marco.— Era todo. No iba a encontrarlo fácilmente y desde ese momento decidí que ya nada cambiaría si lo hiciera. Así que dejé de buscarlo.

Cuando una tragedia nos golpea, intentamos hallar a quién culpar, si no hallamos un candidato adecuado, solemos culparnos a nosotros mismos. Pasé mi cumpleaños e intenté olvidarme del asunto. Afortunadamente, de mis amigos recibí mucho apoyo y comprensión, además de reafirmarme algo que llevaba mucho tiempo negando: no había sido mi culpa. Al menos no del todo y reconozco que si de algo soy culpable es de haber dejado que ese tipo se fuera y que ahora mismo esté haciendo lo mismo con otras personas.

Pero llegar hasta este punto no ha sido nada sencillo. He tenido que obligarme a no seguir lamentándome y evitar tener autocompasión; es mi mejor manera de seguir adelante. Muchos aseguran que llegará el momento en que no pueda más con esto y termine por quebrarme, pero cada vez pienso que si eso sucede, entonces el violador terminará ganando y todo mi avance habrá sido para nada. Esa es mi forma de sobrevivir.

Muchos me han hablado del PEP (Profilaxis Posexposición, por sus siglas en inglés), que pudo haberme ayudado dentro de las primeras 72 horas. Lamentablemente, ni siquiera tenía idea de que a los hombres también los violaban.

Mi familia falta en esta ecuación, aunque durante todo ese tiempo e incluso hoy en día, también he decidido no contarles lo que pasó. No quiero exponerlos ante todo esto, no quiero involucrarlos en algo que sé que los lastimaría aún más de lo que me han lastimado a mi. Llámenme egoísta, inconsciente, cerrado o lo que sea, sé que tengo mis razones y planeo continuar con eso cuanto pueda.

Por mi parte, he decidido comenzar tratamiento y este mes he recibido mi primera dosis de Truvada y Efavirenz, cuadro básico del sector salud para tratar el virus. Mientras escribo esto, aún me pregunto si tendré efectos secundarios y si cada vez que tome una pastilla seguiré agradeciéndole a un violador mi nuevo estilo de vida.

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