Dos caminos se abrían en un bosque amarillo
y lamentando no poder tomar ambos
siendo yo un solo viajero, me quedé parado largo rato
y miré a uno de ellos, tan lejos como pude…
de “El camino no tomado”, Robert Frost
Esta semana cumplí años. No es ningún secreto que el paso del tiempo me pesa: por algo escribí de vampiros e inmortalidad, por algo me cuesta deshacerme de esos vestidos de lycra que usaba a los veinte años, cuando no tenía curvas ni un pasado demasiado interesante, por algo mi psique se acomodó tan maravillosamente en la literatura juvenil en la que se vale sentir las emociones con tal intensidad, que uno se da el derecho de quedarse en cama porque está triste, simplemente. Los adultos no hacen eso: son más responsables y mesurados con sus espontáneas depresiones y con sus enamoramientos fugaces. Me ha costado adultarme y sin embargo soy una mujer hecha y derecha a la que los chicos llaman “señora” y que el año entrante tendrá la mitad de setenta años. Ya me casé, me divorcié, tuve y abandoné varios trabajos, amueblé y abandoné dos casas, me endeudé y llevé hasta sus últimas consecuencias una demanda de la PROFECO.
¿Qué hace a un adulto? ¿El tener un trabajo formal? En eso fallo: la literatura, a todas luces, no puede ser un trabajo formal si no paga las cuentas y no incluye Seguro Social. ¿El estar “establecido”? ¿Qué quiere decir eso? ¿El ya no creer en cuentos de hadas? A mí me sigue conmoviendo que tanta gente crea, aunque sea por unas horas, que el amor será eterno, y lloro en las bodas, esas celebraciones de la ingenua convicción romántica que dice “yo seré del otro 50%”. No me visto como una persona seria, soy incapaz de usar tacones, colecciono títeres y viajo con mis padres. Ya sé que todos estos son estereotipos, expectativas de libro de texto, etcétera. Pero me encantaría saber en qué momento me llegará esa sensación de “ya, ya llegué: soy un adulto. Así se siente”.
En algún momento creí que tener un abogado era bastante adulto. Tener dos (como fue necesario en algún momento) ya me situaba en la mediana edad. Pagar tenencias y prediales, coleccionar tickets de gasolina para deducir impuestos, comprar verduras orgánicas y cambiar el azúcar por la stevia. Hacer yoga. Comprar cremas antiarrugas. Hablarle de tú a los demás adultos, fueran de 40 o de 80 años, en una clara camaradería. Dejar de endulzar el café siempre me ha parecido cosa seria. Tener una bata “de casa”. Comparar paquetes de telefonía. Una respuesta que parece funcionarle a muchos es tener hijos: cuando alguien depende de ti tan absolutamente no te queda otra que madurar. La década que ya voy cortando a la mitad me ha traído la alegría de los sobrinos y la pesadumbre del cuestionamiento constante: mientras el tiempo que vuela indica satisfacción y placidez, la recomendación por parte de mi ginecóloga de congelar mis óvulos, trae sentimientos totalmente diferentes.
Ser o no ser… ese es siempre el maldito dilema. Para las mujeres, al menos. Para algunas, no todas, supongo. Vale: para mí. Por tener la posibilidad de ser, se espera que tenga una las ganas de ser o “el instinto”, como si vinieran juntos: un combo inseparable de papas y hamburguesa. Ser madre te completa, te hace (aseguran) alcanzar todo tu potencial. Completarse y trascender por medio de la reproducción: ¿no es esto ser adulto? ¿Decidir que tiene uno algo que enseñarle a alguien más y que, por lo tanto, ha aprendido algo a lo largo de los años? Pero ¿y si nunca me llegan la sonrisa beatífica y la habilidad para abrir una carriola al tiempo que le meto al bebé un chupón a boca? ¿Y si no me lleno jamás de alimento, de incondicionalidad, de terror? Y si me hallo indispuesta a la crianza como creo que debe ser: permanente, amorosa, consumidora de tiempo… ¿entonces qué? ¿Me condenará eso a la inmadurez eterna? ¿Estoy incompleta? ¿Soy la niña sin el ancho de caderas suficiente? ¿Soy inadulta?
Lo pregunto sin pizca de sarcasmo, pues soy buena con los niños (siempre y cuando pueda devolverlos cuando ensucian el pañal) y creo que no reproducirse puede indicar una falta de fe en la Humanidad que, aunque siento el 80% del tiempo, suele compensarse con el otro 20% (las horas a la semana invertidas en mirar videos de rescates caninos, escuchar música, hacer el amor, reír a carcajadas, comentar con algún lector, los mencionados sobrinos, etcétera). Creo que hay posibilidades de que, simplemente, nunca pase, sin que cuente yo con una serie de argumentos para explicármelo o explicárselo a alguien más. Puede que el tiempo siga volando entre letras y sueños distintos. Puede que yo sea más útil al mundo que me rodea haciendo otra cosa. Tal vez ese instinto me llegará cuando sea demasiado tarde y me volveré la señora loca de los perros (más todavía) o adoptaré un adolescente para no tener, a los 50 años, que perseguirlo cuando esté aprendiendo a caminar. No lo sé. No tengo una pancarta ni un tema de debate: sólo preguntas y un tic-tac incesante que quisiera achacarle al machismo o algo, pero no puedo.
El tema con la no-maternidad es que parece una no-decisión. Estás dejando de tener hijos. Te estás perdiendo de algo. Suena como algo pasivo, como elegir continuar en la cama en vez de levantarse o no aprender a hablar francés en vez de sí aprender. El dicho es que uno se arrepiente más de lo que no hace que de lo que sí, pero al no elegir algo siempre estamos eligiendo otra cosa. Pensar en “el camino no elegido” (poema que mi padre ha declamado con cierta frecuencia desde que tengo memoria) no debe ser arrepentirse de lo que hemos dejado de hacer o envidiar el pasto del vecino, sino recordarnos el camino que sí tomamos y las flores que hemos visto por ahí. Incluso la inmovilidad es una decisión.
En esta vida he tomado, como el narrador del poema, el camino menos transitado en muchas ocasiones: el que parece más complicado, menos socialmente aceptado, menos redituable (tengo una habilidad para eso)… Y me ha traído a esta montaña que vi siempre como un paraje imposible de alcanzar y que ahora tiene mi bandera clavada. Carece de cierta flora y tiene otra, que es rondada por buitres a veces, por alces otras. ¿Qué hay en ese valle que se ve desde acá pero se hunde en la niebla, lejos, lejos, lejos? Si sigo asomándome olvidaré regar las rosas que tengo aquí, mirar el montón de amaneceres que me toca y alimentar a mis pájaros. Si no planto los talones en esta tierra, se me van a marchitar las raíces, perderé el equilibrio y rodaré como un caracol montaña abajo. Para cuando llegue al valle voy a haberme derramado toda por el camino.
Quizá eso es la adultez: el momento en que ya hemos dejado atrás ciertas bifurcaciones determinantes, hemos elegido un camino, y podemos asumirlo con la cabeza en alto, sin días perdidos en el ensoñamiento de los hubiera. Quizá ser adulto es enfrentar las disyuntivas teniendo ya una base de convicciones, forjadas a lo largo de décadas de reflexión y experiencias, que faciliten la elección de uno u otro camino en el bosque amarillo. Fortaleza, madurez, determinación. Eso debe ser la adultez. A ver si llega pronto…