Los sanfelipeños están pendientes de la fiesta patronal de Milpa Alta, de las oportunidades laborales, de los terrenos en venta y de la vida social y económica de esta alcaldía. Sin embargo, continúan siendo invisibles en la urbe.
Por Iván Pérez Téllez, ENAH-INAH
Ciudad de México, 16 de julio (SinEmbargo).- Don Antelmo Flores, originario de San Felipe Otlaltepec, Tepexi de Rodríguez, Puebla, llegó a la Ciudad de México a los diez años para trabajar como agricultor. Pero siendo todavía un niño, sus patrones lo tomaron por mandadero. Era mediados de los años sesenta y la gente de su comunidad había comenzado a crear un enclave en la actual alcaldía de Milpa Alta. Era el momento en que esta región sureña transitaba de ser productora de pulque a la siembra de nopal.
Por lo general, los sanfelipeños llegaban con alguna familia “acomodada” de Milpa Alta que les brindaba techo, comida y trabajo. De este modo los recién llegados tenían asegurada su estancia en la “ciudad”. Don Antelmo recuerda que, debido a su edad, la familia Cruz lo empleó para llevar la comida a los trabajadores, por lo cual recibía como pago cinco pesos diarios. Él recuerda con afecto y alegría a la familia que lo acogió, reconoce su genealogía, las alianzas matrimoniales, los noviazgos, incluso recuerda algunas profesiones de los hijos que estudiaron en esa familia, además de todas las labores que desempeñaba en esa casa y con esa familia. Es decir, recuerda con detalle muchísimos pasajes de la vida de sus “patrones”.
A don Antelmo lo llevaron sus tíos con la promesa de trabajo; él había cursado solamente hasta el tercer grado de primaria y es probable que fuera casi monolingüe. San Felipe Otlaltepec era, para ese entonces, una comunidad indígena y rural que se dedicaba a la producción de petates destinados a la venta, así como a la agricultura de temporal en una región bastante yerma. No había fuentes de empleo y también escaseaban los alimentos en el pueblo. La estrecha relación entre San Felipe Otlaltepec y Milpa Alta, que continúa hasta ahora, se fraguó desde esa fecha, al calor de la necesidad de trabajadores en la ciudad y de trabajo en el pueblo.
La familia Cruz tenía vacas y un vaquero que las ordeñaba; don Antelmo, siendo aún muy pequeño, barría el establo, alimentaba a los puercos y llevaba la comida a los trabajadores agrícolas hasta el cerro del Teuhtli, por donde ahora se encuentra una antena de telecomunicaciones, señala don Antelmo. Allá estaban las nopaleras de la familia Cruz.
Conocí a don Antelmo en un paraje llamado Agua Fábrica, un riachuelo de los que corren en los más bien áridos terrenos de San Felipe Otlaltepec. El señor desazolvaba una pequeña represa para conducir agua a su riego, es decir, a su terreno de cultivo. Después de tantos años de vivir en la ciudad decidió regresarse a su pueblo. Aunque ahora algunos de sus hijos y hermanos viven en Milpa Alta. Algunos antiguos terrenos de cultivo de Milpa Alta ahora ya son “ciudad”, asegura don Antelmo. De vez en cuando regresa para trabajar como albañil. Él, como muchos de sus paisanos, tiene familiares viviendo y trabajando en esta alcaldía. Se trata de un verdadero enclave étnico en esta demarcación y, después de sesenta años, han conseguido consolidar modos de empleo y de familia en el lugar. La población originaria fue desplazada y ahora son los dueños de algunos “obradores”; es decir, espacios donde se comercializa la carne de res al mayoreo. Son sin duda gente próspera, al grado que en el pueblo de San Felipe Otlaltepec siempre se les considera para cualquier cooperación de alguna obra comunitaria, como ocurrió ahora con la reciente remodelación de la iglesia del pueblo en el 2022.
En un ejercicio de memoria, después de grabar una breve entrevista con don Anselmo, envié el audio a una querida conocida de Milpa Alta, que su familia había tenido peones en su casa para trabajar en sus nopaleras. Ella escuchó, con una mezcla de nostalgia y alegría, ese audio en el que un “desconocido” describía algunos asuntos familiares íntimos, incluido su noviazgo con quien posteriormente sería su esposo y padre de sus hijos. Sobre todo, le animó escuchar acerca de su esposo, quien hace tiempo había fallecido. Sin embargo, pese a la evidente e intensa convivencia que tuvo con don Anselmo, ella misma no recuerda nada de él -eran tantos los peones y de distintas procedencias-, pero don Anselmo sí les recuerda perfectamente.
A decir verdad, la ciudad tiene cierta vocación de olvido y borramiento con los migrantes avecindados; poco le interesa de dónde vienen o qué lengua hablan, mucho menos le importan sus sueños. Se les ve, más bien, como personas que van a trabajar y punto. Este hecho, por supuesto, no es la visión de Lola, mi amiga de Milpa Alta, una mujer generosa y amable, siempre dispuesta a compartir la mesa y la palabra. Es, sin embargo, la vocación de una ciudad indiferente: una ciudad que tiende a invisibilizar al otro y a borrar lo diferente, a negar alguna especificidad al otro. Es por lo menos sintomático el hecho de que en Milpa Alta se sepa poco o se recuerde de la vida de los migrantes, por lo general son todos considerados de provincia o, peor aún, “oaxacos”.
En la trayectoria de vida del migrante sí son significativos algunos hechos es más, pueden modificar la vida comunitaria de un pueblo, aunque no ocurre del mismo modo para las personas del lugar de destino. Los migrantes, se sabe, han nutrido y han sumado con su cultura a cada espacio urbano al que llegan a vivir y trabajar. Esta relación pendular, entre el lugar de origen y de destino, también ha modificado su vida comunitaria; en San Felipe Otlaltpec, después de este largo proceso migratorio, la relación estrecha con Milpa Alta es innegable y excede lo laboral, aunque los milpaltense desconozcan su trascendencia. Los sanfelipeños están pendientes de la fiesta patronal de Milpa Alta, de las oportunidades laborales, de los terrenos en venta y de la vida social y económica de esta alcaldía. Sin embargo, continúan siendo invisibles en la urbe. Con todo, que los ngiwa se hayan quedado en la ciudad refleja también la exclusión que padecen en su propia región de origen. Al final, bien visto, los ngiwa son de igual forma invisibles en su región del sur de Puebla, donde incluso se les ha negado que poseen un territorio, considerando que viven en la mixteca poblana y no en un territorio históricamente ngiwa.