Sandra Lorenzano
16/07/2017 - 12:00 am
Los ahogados más hermosos
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de […]
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado (2).
Así comienza el cuento “El ahogado más hermoso del mundo” que Gabriel García Márquez escribiera en 1968. En él, el hombre grande y bello que las aguas llevan a un pueblo “de apenas veinte casa de tablas” es adoptado por sus habitantes, quienes los bautizan con el nombre de “Esteban”, y deciden hacerle un ritual fúnebre que les permita finalmente devolverlo al mar, no sin antes haberlo lavado, vestido y acicalado. Pero sobre todo: admirado y mimado.
En un continente de desaparecidos como es América Latina, de cuerpos sin tumba y de tumbas que esperan los cuerpos queridos, la gente del cuento de Gabo intuye la profundidad que implica el hecho de adoptar un muerto dándole nombre y sepultura.
Quizás algo similar haya intuido el primer habitante de Puerto Berrío que decidió adoptar uno de los cientos de hombres y mujeres que llegan arrastrados por las aguas del río Magdalena. Víctimas de la violencia de todos los signos que ha marcado la historia contemporánea de Colombia, encuentran en esa ciudad brazos solidarios y amorosos que les restituyen la humanidad que los asesinos pretendieron arrebatarle para siempre. Nombre y sepultura se convierten así en un triunfo sobre la violencia.
Don Francisco, por ejemplo, lleva ya enterrados casi cuatrocientos cuerpos. Otros escogen alguna de esas tumbas para cuidarla, adoptando así a los muertos:
“La gente cuida la sepultura, la limpia, la decora, le pinta la piedra, normalmente de colores vivos, de hecho, son las tumbas más bonitas del cementerio”, se enorgullece. “Se le llevan velas, comida, agua, flores… Muchos les rebautizan, a menudo con un nombre que coincidan con las siglas N.N”.
Cada uno de esos muertos se convierte así en el más hermoso del mundo.
La escritora Patricia Nieto (Sonsón, Antioquia, 1968) lo cuenta desde la más exquisita sensibilidad en su libro Los escogidos:
¿Quién divisó tu cuerpo detenido en un recodo del río. A qué horas se sorprendieron los niños con tu cuerpo como toro desollado. Cuántas horas permaneciste en ese pozo oscuro. Se alimentaron los peces de tu carne. Sorprendiste a los pescadores cuando emergiste del lecho frío. Sabe a hierro la tierra después de la lluvia. Te acompañó la luna? (2)
Nieto escribe crónicas que son poesía ante el horror. Los cuerpos torturados, los cuerpos violados, los cuerpos desmembrados, los cuerpos que pueblan el mapa ensangrentado de Colombia, llegan hoy a los brazos de los habitantes de Puerto Berrío, a sus hogares, a su devoción, como llegan a las páginas de Los escogidos. El Magdalena es el “río de los muertos”; en lengua yariguí precisamente esto quiere decir Caripuaña, su nombre original.
Sin duda, el gesto ético y humano de rescatar a esos muertos resulta conmovedor, pero hay algo más: esos seres que pasan a formar parte de la familia, esos seres con los que se crean fuertes lazos de afecto y solidaridad, se convierten también en seres milagrosos. Como habitantes del limbo, median entre los sus devotos y las fuerzas celestiales. La gente les reza y a cambio les pide amor, dinero, trabajo.
Se sabe que las cosas no son sencillas para quienes rescatan alguna de estas víctimas. Se cuenta “…la historia de José Rodolfo Acosta como si fuera una parábola (…). Al momento de tirar el plomo, en una revuelta del río cerca a Puerto Triunfo, Acosta sumergió el remo y en lugar de arena sintió un lecho blando, como de algodón. Al mover la pala, cuerpos humanos recién asesinados salieron a flote. Dicen que las extremidades desmembradas todavía sangraban. Los pescadores fueron testigos del horror que espanta, enmudece, paraliza. Un día después cuando recobró la voz, Acosta denunció lo visto. Veinticuatro horas mas tarde, el 25 de septiembre de 1991, lo mataron con la carga de un fusil”, escribe Patricia Nieto.
En Puerto Berrío está prohibido rescatar a los muertos del agua, y sin embargo cada día hay más tumbas pintadas, más flores en el panteón, más muertos NN que reciben un nombre.
El artista visual Juan Manuel Echavarría (Medellín, 1947) que lleva muchos años reflexionando en sus obras sobre la violencia, creó a partir de la que allí vio la obra “Réquiem N.N” formada por fotografías y por un video.
América Latina: continente de desaparecidos, de cuerpos sin tumba y de tumbas que esperan los cuerpos queridos, es también continente de Antígonas. Como ella, los habitantes de estas tierra desafían a Creonte. No importa cuán violentas sean las amenazas, no importa cuán terribles sean los castigos: las Antígonas latinoamericanas dicen, como la de Sófocles: “Es mi hermano y para mí eso basta”. Es mi hermano: el muerto más hermoso del mundo.
- Jaled Abdelrahim, “Puerto Berrío: la ciudad donde se adoptan los muertos” http://blogs.elpais.com/kilometro-sur/2012/09/puerto-berr%C3%ADo-la-ciudad-donde-se-adoptan-los-muertos.html
- Patricia Nieto, Los escogidos, Medellín, Sílaba Editores, 2012.
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