Algo se desinfla en el nuevo libro de la poeta punk cuando llega al relato ficticio y deja de narrar en primera persona un viaje a París colmado de influencias. Devoción refleja de forma caótica y brillante el instante de inspiración y demuestra que la mente de Smith está muy por encima de lo mundanal.
Ciudad de México, 16 de junio (SinEmbargo/eldiario.es).-Cuánto favor le hubiera hecho Patti Smith a su nuevo libro limitándose a escribir la primera parte. Devoción (Lumen) es un relato en forma de tríptico que combina un prefacio demasiado largo para ser solo un prefacio, un cuentecito deprimente y un epílogo sobre la hija de Camus que entronca directamente con el inicio.
Al comienzo, unos párrafos falsarios nos invitan a pensar que el título se refiere a la historia intermedia, la inventada, pero una vez cerrado descubrimos que no es así: la devoción, manifestada de distintas maneras, es el gozne que une las tres láminas del relato. Ya se sabe que Patti Smith (Chicago, 1946) es una figura habitual del género de la autobiografía (aunque algunos prefieren catalogarla de autoficción) y además se le da extremadamente bien. Quedó patente en sus memorias Éramos unos niños (2011) y en ese híbrido fantástico que fue Tejiendo sueños, reeditado y ampliado en 2013.
En Devoción, la poeta y cantante punk de 71 años retoma el noble arte de narrarse. En lugar de acudir a los escenarios inherentes a su biografía, como la Nueva York de Robert Mapplethorpe, la Nueva Jersey de su infancia o el Chicago de su retiro maternal, Smith nos da un paseo por París. Y ojalá esa caminata fuese más larga.
Su hermana y ella vivieron nueve meses en la capital francesa en pleno 1968, donde se dedicaban a las performances callejeras y a pasearse por los cafés y hoteles de los intelectuales.
“Les Deux Magots de los existencialistas. El Hotel des Étrangers, en el que Rimbaud y Verlaine presidían las reuniones del Círculo de los Zutistas. El Hotel de Lauzun, con sus quimeras y sus salones dorados, en los que Baudelaire fumaba hachís mientras escribía los primeros poemas de Las flores del mal“, recuerda una Patti más vieja y mucho más sabia. Entretanto, intercala fotos reales en blanco y negro para dar más empaque a una sucesión de referentes que haría empequeñecer a cualquier doctor en letras francesas.
Smith cuenta en el prólogo que ha llegado a París para reunirse con su editorial gala, Gallimard, que también fue el hogar literario de Proust, Saint Exupery y de Camus. Viaja ligera, pero como en sus últimos años se reconoce más escritora que cantante, no puede faltarle la libreta y un libro sugerente. En su caso, Un pedigrí, de Patrick Modiano, y una monografía de la filósofa Simone Weil. A partir de ese momento, la introducción de Devoción se va a convertir en un desprendimiento de referentes y la muestra de la alta temperatura a la que bulle la cabeza de esta autora.
En otras palabras: un reflejo caótico y brillante de esos momentos indescriptibles de inspiración. En la editorial lo describen como “una perspectiva inusualmente poética y mística del misterio de la creación literaria”. Pero es inevitable desear que esta no sea la receta de las musas, porque pocos se pueden permitir seguirla aparte de Patti Smith.
Donde un ojo mundanal ve unos huevos fritos con jamón, ella ve la circunferencia perfecta de un embalse helado y una metáfora de la genialidad. Donde el resto ve un patio quizá demasiado bonito, ella encuentra parecidos con el Orto Botanico di Pisa, el jardín de los eruditos de El juego de los abalorios o la residencia estival de Schiller donde Goethe plantó un gingko.
Es imponente, y a la vez un poco aterrador, leer cómo hila imágenes mentales que pasan del estampado acaracolado de una pared, a la Concha de Nautilus que hizo perder la cabeza a Nabokov o a las espirales con las que Brancusi representó a James Joyce en una publicación modernista. Entre éstas, cafés, reuniones, sexo esporádico sin detalles y viajes en tren, Patti Smith va dando forma a Devoción, el relato ficticio que desnivela el libro y que ojalá nunca hubiese ocurrido.
Su protagonista es una mezcla perfecta entre la personalidad devota y el pelo recio de Simone Weil y la perseverancia de una patinadora rusa que ve una noche en la televisión francesa. El tono pesimista del relato, una mezcla de la nostalgia por la vejez y por tener esa fe inquebrantable que le inculcaron sus padres y que abandonó a los doce años porque, como canta en Gloria, “Jesús murió por los pecados de alguien, pero no por los míos”.
Y hasta aquí las virtudes, porque, desgraciadamente, Devoción es una historia mediocre en relación a la calidad de sus referentes y al maravilloso prólogo que la precede.
SEGUNDAS PARTES NUNCA FUERON BUENAS
El cuento central narra la historia de Eugenia, una chica de dieciseis años de origen estonio que encuentra consuelo para su desgraciada vida en el patinaje sobre hielo. Huérfana de padre, madre y tía, que la abandona para casarse, Eugenia se salta el colegio para ir cada tarde a un estanque escondido en el bosque y desgastar aún más sus ajados patines. Solo patina y patina, hasta que casi toca el sol con un dedo en alguna de sus piruetas.
Un día, un hombre de cuarenta años llamado Alexander se topa con la cría y la observa escondido entre los matorrales deseándola con fuerza. Consciente de su poder y su riqueza, le ofrece un presente sin apuros económicos y un futuro como profesional del patinaje a cambio de poseerla a todos los niveles.
En apenas cincuenta páginas, la escritora desgrana una historia perturbadora pero superficial sobre el caprichoso destino, la posesión romántica y las raíces familiares. Culmina con un poema llamado Flores siberianas “escrito” por Eugenia y que justo por eso desmerece la poderosa poesía firmada con el puño y letra de Patti Smith.
Pese a no ser una calamidad y estar narrada con una prosa impecable, Devoción rompe el clímax de su primera parte, del apasionante cómo se hizo, y materializa las notas rápidas del viaje a París, que resultan mucho menos interesantes que el diario en sí mismo.
La tercera parte, en cambio, reconcilia con una inconexa estancia en la residencia de Albert Camus, donde ahora vive su hija Catherine, pero que abrocha bien un relato de pulsiones creativas y devociones literarias (en ocasiones hasta religiosas). Ojalá cada vez que Patti Smith las sienta, las narre. Los pormenores de esos momentos de inspiración seguro que son infinitamente mejores que su resultado final.
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