Para Puntos y Comas, Ariana platicó sobre la génesis de este libro que aborda temas como la desmitifación de la maternidad y el matrimonio. La autora argentina habló sobre los personajes femeninos en la literatura contemporánea y de cómo la “normalidad” también tiene un lado siniestro.
Matate, amor, la primera novela de Harwicz (publicada originalmente en 2012), se imprimió en México a finales de 2019, bajo el sello Dharma Books. Y su traducción inglesa fue nominada en 2018 al Man Booker Internacional.
Ciudad de México, 16 de mayo (SinEmbargo).- Una mujer sale al patio trasero de su casa, ubicada en medio del bosque. Frente a ella, de pronto, aparece un ciervo que la mira fijamente, como si fuese un animal disecado, clavado en la tierra. Tras unos segundos, el ciervo reacciona, se mueve, muestra signos de vida y se aleja, perdiéndose en el bosque.
Esa mujer es Ariana Harwicz y esa extraña escena inspiró su novela Matate, amor, que narra la historia de una mujer de origen argentino que vive en un área rural francesa, junto a su esposo y a su bebé, al borde de la desesperación.
La originalidad de la novela no sólo radica en los temas que aborda (una desmitifación de la maternidad y el matrimonio, por ejemplo), sino en la voz narrativa que, desde la primera línea, nos arrebata, nos inquieta, con un estilo frenético: «Me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano me dio la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la yugular».
Una novela escrita a navajazos, sin complacencias, con un ritmo imperioso, que retrata la desesperación de una mujer que se devana los sesos con cuestionamientos existencialistas, presa de un deseo que la aniquila, que la consume.
Matate, amor, la primera novela de Harwicz (publicada originalmente en 2012), se imprimió en México a finales de 2019, bajo el sello Dharma Books. Y su traducción inglesa fue nominada en 2018 al Man Booker Internacional.
Ahora que habitamos una extraña realidad (parecida a los escenarios que retrata Harwicz en sus novelas), debido a la pandemia provocada por la Covid-19, confinados en nuestras casas, Ariana acepta esta conversación con Puntos y Comas. Platicamos a través de audios de WhatsApp, en los que habla de la génesis del libro, de los personajes femeninos en la literatura contemporánea y de cómo la “normalidad” también tiene un lado siniestro, entre otros temas.
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—A algunos autores –noveles, inéditos o publicados– les cuesta trabajo encontrar una voz. ¿Cómo encontraste la voz de tu novela?
—Bueno, sí. La voz es todo. Más que la voz, la lengua que arma una novela o un libro de lo que sea: de ensayos, de crónicas, de poesía; un díario. ¡Qué importa el género! ¡Qué importa el tema! No creo en los temas. Mis profesores decían, cuando yo era estudiante de cine, un artista dice, no quiere decir. Lo mismo aplica para la literatura, sea simbólica, conceptual, abstracta, figurativa o realista. Los críticos después ven lo que el autor quiso decir. Eso que llamás originalidad (aunque suene a filosofía experimental) lo encontré dentro de mí. Estoy de acuerdo con Yourcenar, quien decía que, para escribir, hay que vivir. El tono, esa escritura, la encontré habiendo vivido en la desesperación. Aunque siempre pienso y digo que la mejor premisa es: “Escribir como si no se fuera escritor”; es decir, atentar contra sí mismo.
—En la novela, los diálogos, supeditados al soliloquio del personaje, se integran de forma natural dentro del discurso. ¿Ese formato surgió de forma natural o fue producto de la reescritura?
—Yo vengo del cine. Mi formación académica universitaria ha sido: primero el cine, luego el teatro y después la literatura. Algo así como la Santa Trinidad. Fue un recorrido para llegar a la síntesis, que es la forma que tengo de escribir, que no es cine, que no es teatro, pero que tampoco es del todo narrativa. Entonces, quizás heredado del cine y del teatro, los diálogos aparecen de esa forma. En mis otras novelas (La débil mental, Precoz y Degenerado) también aparecen así, insertos en los soliloquios de los personajes. También eso es producto de la lectura, por supuesto. Me acuerdo que, cuando era estudiante de teatro, siempre me gustaba leer obras en las que los diálogos formaban parte de la declamación del personaje, como en Bécquer. La novela no tuvo reescrituras, así que ni los diálogos ni el tono fueron fruto de eso. La novela está casi intacta como se escribió la primera vez, en un solo aliento.
—Bruno Bettelheim, en Psicoanálisis de los Cuentos de Hadas, dice: «Desde tiempos inmemoriales, el bosque casi impenetrable en el que nos perdemos ha simbolizado el mundo tenebroso, oculto y casi impenetrable de nuestro inconsciente. Si hemos perdido el marco de referencia que servía de estructura a nuestra vida anterior y debemos ahora encontrar el camino para volver a ser nosotros mismos, y hemos entrado en este terreno inhóspito con una personalidad aún no totalmente desarrollada, cuando consigamos salir de ahí, lo haremos con una estructura humana muy superior». En Matate, amor, el bosque parece ser el hábitat natural de tu personaje, pues representa su animalidad. ¿Elegiste el bosque como escenario por esa razón?
—Existe toda una tradición de novelas y literatura infantil en la que está presente la jungla, el bosque. O los filósofos que se van a meditar a esos parajes, como Thoreau o Rousseau, que se van a la montaña y se aíslan. A mí siempre me ha atraído, más allá de mi novela, esa elección: la radicalidad. Que uno se vaya al circulo polar, o a Sibería, o a un bosque escondido. Cuando me fui a vivir a esa casa en donde escribí las novelas, estuve encantada, maravillada, por el pequeño bosque que había a un lado. Todo lo que escribí, lo hice ahí, incluso evocando ese bosque cuando tuve que mudarme. Eso es poderosísimo en la escritura. Da igual a donde uno se mude o vaya con su cuerpo, al evocar un lugar uno se traslada ahí a través de la escritura. Todas mis novelas son resultado de una contradicción: la idealización del bosque y violencia que también encierra ese escenario (animales devorándose, matándose, y la presencia de cazadores al acecho). De ahí que aparezca la figura del zorro ensangrentado, con un palo en la boca. También mis novelas son resultado de mi mirada extrañada (yo soy una extranjera en el bosque): crecí en Buenos Aires, aunque hace 13 años vivo en Francia. Tengo una identidad urbana, de ahí que mire al bosque con ojos maravillados. El bosque es el lugar predilecto para saber quién es uno. En Matate, amor, la protagonista se escapa al bosque. Supongo que es un contraste con la vida doméstica, la vida familiar. Significa y representa también el misterio.
—En ese sentido, la imagen del ciervo es poderosa. Escribes: «A cierta hora aparece un ciervo que se me queda mirando de una manera brutal como no me miró nadie nunca». Este y otros elementos dotan a la novela de una atmósfera inquietante. ¿El ciervo, para ti, es un símbolo del erotismo?
—La figura del ciervo no apareció, y eso es un buen síntoma, queriendo simbolizar algo. No representa ni la rebeldía ni la libertad ni el falo. Tampoco el erotismo ni el padre ausente ni el otro yo. Es que es todo eso a la vez, pero sin serlo; es decir, no apareció como una pretensión. Si un autor escribe desde ahí, tratando de dirigir la lectura y los significados, desde la exégesis de los textos, está perdido. Es el camino erróneo. Para que sea verdad, esos elementos tienen que aparecer porque son necesarios, no con la pretensión de que signifiquen algo. Las lecturas de la obra habilitan esos significados. A mí me han dicho que el ciervo era el amante, el sexo, el otro yo de ella, o una invención fruto de su delirio. O que era la represión o, al revés, el goce: el deseo que no puede aliviar ni con el marido ni con el amante. A mí me gusta que se interprete eso, me divierte. Y creo que es bueno que eso pase en una novela, que existan muchísimas lecturas, incluso contradictorias. Para mí, cuando el ciervo apareció, solo era una verdad. Una obra surge siempre de un misterio, así que todo lo que uno pueda decir después, a posteriori, evocando una imagen, un diálogo, una escena, un sueño, una pesadilla será siempre superstición o tentativas para explicar lo que no tiene explicación.
—En la literatura no abundan los personajes femeninos así, tan inquietantes, en cuyos soliloquios uno encuentra una brutal honestidad. ¿A qué lo atribuyes?
—Creo que, tras los movimientos feministas, como Ni Una Menos o el Me Too, hubo un auge, una cierta rebelión en la escritura femenina. Me parece que sea una buena noticia para la literatura que haya una cierta liberación política, pero eso provoca un efecto contrario: libros programáticos, con una determinada ideología. El arte tiene que ser libre y atemporal. Y si bien tiene una relación conflictiva con su época, no es una relación de acatamiento de la época.
—Tu personaje, poco a poco, pierde la cordura y conforme avanzan las páginas uno teme que ocurra lo peor: un fraticidio, un suicidio, un homicidio. Esa tensión está presente. No obstante, evades con maestría los giros dramáticos efectistas y todo vuelve a la “normalidad”. Lo que me hace preguntarte: ¿el matrimonio, la fidelidad y la maternidad son mitos que tenemos que derrumbar, que esconden aspectos siniestros?
—Es cierto que si ella hubiera matado al hijo, o se hubiera suicidado, o hubiera matado al marido, al amante, la esposa del amante, los suegros, hubiera sido un thriller, una novela negra. Y la novela tiene algo de eso, pero amaga, coquetea, lo que hace que su clasificación siga un trayecto más sinuoso, más resbaladizo el género. Es cierto: lo siniestro está en lo normal y lo normal en lo siniestro. Ella dice: nada más normal que mi familia, vengo de una familia muy normal. Y hacen de ella una excéntrica. Creo que todo el juego está ahí, en que lo más terrible, lo más pavoroso, lo más terrorífico, está en la escena más doméstica. Ese contrapunto entre lo más mórbido, lo que más terror genera, la criminalidad más grande y la escena más doméstica de una madre embarazada, es lo que caracteriza la novela. No me interesaba que ella matara a su hijo, me interesaba lo que pasaba en el límite; es decir, que imaginara matarlo, pero no lo hiciese. En el primer capítulo ello confiesa que los espía con un cuchillo en la mano, pero desde ese punto se establece que no los va a matar. Hubiera sido muy efectista, como bien dices, matar a los personajes. Es mucho más insoportable no matarlos. Y sí, creo que da una idea, otra vez, sin quererlo, de lo que es la fidelidad, el matrimonio y la familia: ese cruce entre el terror y lo cotidiano, que es cualquier relación.
—Al final del libro, la narradora –paradójicamente– encuentra paz y tranquilidad en la «tristeza excitante, salvaje», como si tuviera –al fin– una anagnórisis. ¿Cómo llegaste a esa resolución? ¿Fue difícil, complejo, descubrir cómo terminar la novela?
—En esa frase está yuxtapuesta la contradicción: una tristeza excitante y salvaje. Creo que está relacionado con el duelo imposible del ser. No sé si ella encuentra la paz y la tranquilidad, esa suerte de estado de beatitud. Más bien logra salvarse, pero también se atisba un devenir sombrío. Lo que provoca, como al final de una película, que nos preguntemos: ¿qué pasará después, en el fotograma que sigue? No me costó trabajo encontrar ese final. Simplemente seguí a ese caballo galopante que es el lenguaje. Fui siguiendo a los personajes y ellos me llevaron a ese lugar.
—Leemos en la novela: «¿Y eso es un día vivido? ¿Eso es un ser humano viviendo un día de su vida?». ¿Qué piensas de estos días extraños, de encierro, en los que salir a la calle es encontrarse con atmósferas inquietantes como las que describes en tu novela?, ¿cómo vives la cuarentena?, ¿te han inspirado a escribir algo?
—Esas preguntas me van a obsesionar y a atormentar siempre, pero primero hacia mi propia vida y hacia los demás, más allá de mis personajes. ¿Y esto es vivir?, ¿esto es un día vivido?, ¿esto es una hora vivida?, ¿esto era el amor?, ¿y de esto se trataba la furia y el deseo? Cualquier escritura verdadera tiene que cuestionarlo todo e ir al punto. Si no, para mí, no tiene sentido. Es una escritura automática, convencional. Y para convención, tenemos la vida. Estos días de encierro los vivo con bastante angustia. A mí me encanta encerrarme, aislarme (es parte del oficio del escritor), pero no de manera obligatoria o porque me lo exige la ley. Veo sumisión, acatamiento y denuncias. Vemos lo mejor y lo peor de las personas, de las sociedades, como en la guerra. Y sí: intento escribir en el encierro. Lo seguiré intentando.
Vive en Francia desde el año de 2007. Matate, amor ha sido publicada en más de 10 países y traducida a 12 idiomas. Die, my love, su versión en inglés, fue nominada al prestigioso Man Booker Prize 2018 e integra la short list ganadora del Republic of Consciousness Prize, así como la short list del Valle Inclán Translation Prize. La traducción al alemán se ubicó en la short list del Internationaler Literaturpreis 2019. Sus relatos han sido publicados en The New Yorker, Granta, The White Review, Letras Libres, Revista Eñe, entre muchas otras.