Vivo para sentirlo todo, aunque a veces estaría bien colarme, como se cuela el jugo de toronja, y evitarme los gajitos más amargos, las semillas que uno acaba mordiendo y que lastiman los dientes. Qué rico sería tomarme esa agüita liviana y rosada, que siempre cae bien, que deja buen sabor de boca, que tiene el 100% de la dosis diaria recomendada de vitamina C. Pero no. Nací con la estúpida necesidad de probarlo todo, de masticar cristales, ser mordida por escorpiones, quemarme la lengua con gasolina. Mi madre cuenta que fui siempre igual, que desde niña me decía: “¿No podrías… no sé, bajarle un poco al volumen?”. No, no podía. Nunca pude. Mis diarios de adolescencia lo expresan claramente: “Prefiero sentir lo que sea, que no sentir nada”. Y ya saben lo que dicen: ten cuidado con lo que pides. El Universo escuchó y me envió (me sigue enviando) un banquete interminable de platillos en bandejas de plata. Algunos bocadillos flotan en aceite de oliva, otros están atravesados por palillos de madera. A mí alrededor flotan algodones de azúcar de muchos colores, de esos que curan las heridas, y sólo tengo que sacar la lengua para probarlos; el azúcar se disuelve en segundos y uno siempre quiere más.
Sobrios mayordomos me ofrecen carnes de todo tipo, sazonadas con exóticas especias que a veces provocan estornudos, a veces arden, a veces adormecen. Los meseros me sirven, para acompañar, ambrosías de almendra y otros suaves néctares y después, cuando me ven confiada, me dan un vaso que parece contener lo mismo, que se ve inocente. Quiero apagar el fuego del último aperitivo, que me quemó hasta las entrañas, y me bebo ese nuevo vaso de un jalón, hasta la última gota. No es ambrosía. No es polvo de extinguidor. No es el pan que te dan a comer para que se te pase el susto, ni el vaso de Coca-Cola que te sube la presión. Es un licor poderoso que me hace retorcerme, que cambia de sabor en mi boca segundo a segundo, que me embriaga primero y me provoca llanto después. Es un alimento extraño, que se viste de maná para entrarme bien adentro, y luego cambia de estado… se solidifica en mi pecho y no deja a la sangre correr, endurece las palabras y me obliga a callar. El calor de mis latidos le hace derretirse y se suaviza, vuelve a acariciar con la suavidad de la miel, engañoso y traicionero, y baja por mi garganta.
Ya estoy satisfecha, por favor, ya no más. La cuenta, joven, tráigame la cuenta y déjeme salir de aquí antes de que traigan más fuentes, más frutas extrañas, más vinos tornasolados. Porque me conozco y no sabré parar a tiempo: me hartaré de aquel platillo, mi cuerpo y mi alma me rogarán que pare pero mis manos ya estarán aferrando un nuevo juego de cubiertos. Porque no aprendo. Porque no sé parar. Porque me educaron a comer para merecer el postre. ¿Que no hay postre? ¿Que todo lo que me meta a la boca sabrá primero de una manera, luego de otra, sin decidirse nunca? ¿Y cómo puedo saber entonces cuál platillo es mi favorito? ¿Cuál no me hará daño? ¿Cuál me dejará un dulce resabio en la boca y me quitará las ganas de afilarme los dientes? No hay manera de saberlo, dice el chef, hay que seguir comiendo, saborearlo todo, embriagarse, vomitar, atascarse, quemarse por dentro y pedir, por una vez, por amor de Dios, algo simple, pan y agua. Pero en el restaurante que elegiste, Lorena, no hay pan y agua. Tu boca lo convierte todo en otra cosa, y la transparencia del agua se enturbia y la nobleza del pan se complejiza. Hay que tragar, respirar hondo y volver a enamorarse. Así es aquí.