Habla el ex Presidente de Uruguay: “Estuve en Guadalajara en una casa vieja en la que me dijeron que había estado Zapata. Tenían a los hombres de un lado y a las mujeres del otro. A los hijos hombres los trataban mucho mejor que a las mujeres. Era una cosa de la prehistoria. Un machismo atroz que no podías creer. Les tengo una simpatía bárbara a los mexicanos. Además, los siento hablar y son todos como Cantinflas, me dan una ternura bárbara. Pero el machismo te dan ganas de agarrarte la cabeza. ¡Si faltará todavía! En otras partes de América se ve el racismo y en la cordillera de los Andes hay una diferencia grande entre los blancos y los cholos y eso es brutal. Hay un apartheid de los propios indios, muy defensivo. Es comprensible, son siglos de sometimiento”.
“Una oveja negra al poder” (Debate, 2016) es un gran libro. Profundiza como pocas veces se ha visto en José Alberto Mujica Cordano (Montevideo, 20 de mayo de 1935), el famoso “Pepe” Mujica, Presidente de Uruguay de 2010 a 2015, ex guerrillero, ex Diputado, ex Senador, ex Ministro.
SinEmbargo le lleva a ustedes un capítulo íntegro de este gran texto, que amerita buscar, leer una vez, releer dos o tres veces porque explica cómo un hombre que había dicho: “esa verga –la presidencia– no es para mí” decide comprometerse y dar la cara por los que son pobres, como él.
Grande “Pepe”, grande el libro de Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz. A disfrutar...
El mito
Por Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz
Mujica creció con la muerte. Desde su juventud, como una sombra muy oscura, imposible de pasar desapercibida. Habla de la muerte como si fuera un episodio más. Sin angustia, sin miedo, con resignación. De niño la descubrió con el temprano fallecimiento de su padre; de joven la transpiró a través de amigos guerrilleros a los que vio caer, y de viejo la incorporó a su vida cotidiana. La espera sin la pretensión de elegir el momento, sin que le quite el sueño. La imagina como un nuevo escenario, aunque con la íntima certidumbre de que será el último: ahí se termina todo.
“Hace 45 años me puse un revólver en el cinto y salí a jugarme la vida, así que todo esto para mí son chauchas y palitos. Nunca tuve miedo a la muerte y mucho menos ahora”, nos dijo en su oficina durante su último invierno como presidente. Lo criticaban por participar en la campaña electoral, por generarse demasiados enemigos en Uruguay y en el exterior con sus sentencias tajantes y por no tener el más mínimo cuidado hacia su cargo.
Nada de eso le importaba porque la vida para él es un regalo, desde hace más de cuatro décadas.
Luego de la confesión de las chauchas y los palitos, se paró, se acercó a un enorme jarrón amarillo de cerámica que le había obsequiado el gobierno chino e introdujo su mano. Tan adentro la hundió que solo se veía el hombro por fuera del adorno. Lo que surgiría del jarrón era un misterio. Nunca se sabe con Mujica, y menos en ese momento de introspección. Un recuerdo, una foto, cualquier cosa podía aparecer de las profundidades.
Al final, no tenía tanta importancia emocional lo que eligió esconder, pero sí física. Eran cigarrillos y un encendedor. Fumó dos mientras conversamos sobre algunos temas coyunturales y luego volvió a enterrar su tesoro. El problema no era que en Uruguay el cigarrillo esté prohibido en los espacios públicos y que él estuviera en el despacho presidencial. Era más complicado: no lo dejaban fumar. Ni su mujer, ni sus allegados, ni los médicos. Por eso lo hacía a escondidas, igual que con el alcohol o algunas comidas. Siendo presidente se cuidaba muy poco, no le encontraba demasiado sentido.
“El Inmortal”, le habían puesto su canciller Luis Almagro y su vicecanciller Luis Porto. Se referían así a Mujica cuando hablaban entre ellos. Nada más lejos de su voluntad. Morir fue una elección desde su juventud. La adoptó en forma consciente, sabía que la guerra tiene sus riesgos: nunca se vuelve a la vida anterior.
Como presidente todavía cargaba encima con todos sus documentos, algo de dinero y papelitos doblados en los bolsillos, con nombres, anotaciones y números de teléfono. “Es algo que me queda de la época de clandestino”, nos contó. Siempre con lo necesario arriba y preparado para abandonar todo en pocos segundos. Documentos, contactos, dinero y alguna cosita para protegerse, nos explicó con una sonrisa, haciendo un gesto con los dedos en forma de revólver.
La muerte fue muchas veces tema de conversación. Primero se la mencionamos porque queríamos ver su reacción. La tranquilidad y familiaridad con la que la abordaba nos llamó la atención. Le dedicaba tiempo, no tenía ningún inconveniente en analizar al detalle ese asunto tan incómodo para muchos.
Otras veces fue él quien se encargó de mencionarla. En su oficina, en la calle, en algún evento público, eran recurrentes las bromas de la oveja negra convertida en presidente al final cercano. Le daba hasta cierto placer discurrir hacia ese territorio, en el que se siente locatario. Contaba las balas que carga dentro de su cuerpo desde la época de la guerrilla y las veces que superó enfermedades complicadas.
A nadie le gusta la muerte pero a determinada altura sabés que un poco antes o un poco después va a llegar. Y: ¡por favor!, no vivas temblando frente a la muerte. Acéptala como los bichos del monte. El mundo va a seguir dando vueltas y no va a pasar nada, no va a quedar nada de todo ese temor al pedo. Hay que ser más primitivo. No da para festejar. No le estoy haciendo una apología a la muerte pero está ahí, hay que convivir con ella.
Quizá por eso no se siente muy afectado por la muerte de los demás. Lo invade la tristeza, se encoge un poco de hombros, suspira con cierta resignación y se transforma en un observador. Así lo vimos más de una vez, en velorios y entierros, desde el de sus familiares y amigos más cercanos, hasta el de Hugo Chávez.
Le hubiera gustado ver a Chávez una vez más antes de que se muriera. Se quedó con ganas de visitarlo para aliviar su agonía. Sabía desde mucho antes que se iba a morir. Tabaré Vázquez, desde su profesión de oncólogo, ya le había advertido que Chávez no sobreviviría a la enfermedad que lo aquejaba.
Cuando falleció y realizaron una prolongada ceremonia de velorio y entierro, Mujica fue uno de los presidentes más fotografiados cerca del ataúd. Circularon rumores de que había llorado, de que se había abrazado al féretro, de que había rogado por la salvación de su amigo. Todo mentira.
Nunca me acerqué al cajón de Chávez. Fue una novela que hicieron allá que no tiene nada que ver con la realidad. Cuando quedé frente al cuerpo, Maduro no estaba. Había un general que lloraba como una Magdalena.
Soy un tipo emotivo pero no me motivan tanto los cadáveres. Seré frío, pero en realidad me comporté como un espectador. Demasiado frío. Y me impresionó el catolicismo de los tipos. La mayoría, y especialmente la femenina, se persignaba. Y había mucho taconeo y mano al pecho.
Lo que más pena genera en Mujica son esas personas que arrastran su enfermedad por meses o años y que son conscientes de que el sufrimiento solo se terminará con la muerte. Ese es su principal temor: llegar a un punto en el que pierda las facultades de su mente o de su cuerpo, pero no de su sistema respiratorio.
Ocurrió con personas muy cercanas a él. Desde amigos de la política a los que iba a visitar postrados en alguna casa de salud, hasta su hermana, que convivió gran parte de su vida con una esquizofrenia y debió valerse de los demás durante los últimos años.
La tragedia es no poder comunicarse, es intentar mantener el puente de conexión con el mundo y darse cuenta de que solo queda un hilo intransitable. “Es cruel la vida en esos casos”, repetía. “Me puede tocar, aunque ojalá no. Ojalá que la muerte piadosa llegue antes, porque más vale morir, te digo la verdad. Hay cierta forma de vida en la que a veces la muerte nos deja libres”.
Sentía el desgaste de los años siendo presidente. Le costaba dormir, a veces le dolía la cadera, algunos días su memoria daba señales de pequeñas fisuras, sus piernas acusaban una mala circulación, pero nada de eso le dificultaba pensar con claridad. “El problema es que funcione la cabeza. Es lo principal. Yo tengo responsabilidad y eso te exige y es un incentivo para vivir”, aseguraba. Una médica lo acompañaba en cada uno de sus viajes al exterior y le hacía un seguimiento semanal en Montevideo. “Me la tengo que bancar”, decía y a veces hasta aceptaba algunos de sus consejos.
Recordaba la muerte de su padre como incentivo para tomar algún recaudo. Tenía siete años cuando murió su progenitor y todavía lo rememora de una forma muy nítida: silencios prolongados, momentos incómodos, historias que construyen los adultos y que los niños nunca creen.
“Creo que murió de cáncer pulmonar pero me cagaron a mentiras”, dice Mujica. “El asunto es que los niños se dan cuenta de todo, son mucho más perceptivos de lo que los adultos piensan”.
Hasta el día de hoy carga con esos días en su espalda. Demetrio Mujica falleció a los 47 años y él sintió su ausencia, aunque reivindica la forma en la que su madre resolvió el problema.
Mi madre murió a los 80, la edad que más o menos tengo yo ahora. Me faltó el padre, pero mi madre era una tana de un carácter bárbaro y se encargó de que no lo sufriera tanto. Una mujer increíble. Levantaba las bolsas de 50 kilos ella sola y manejaba la casa, los números, todo. Una mujer de campo. Tenía un carácter bárbaro.
Con Lucía procuró espantar a la muerte. “Los compañeros caían y los mataban un día sí y al otro también”, recuerda. Los unió las ganas de vivir. Se aferraron el uno al otro para combatir a ese final que los acosaba por las calles de aquellos años. Conjugaron amor con instinto de supervivencia y lo hicieron tan bien que nunca más se separaron.
Y cuando resolvieron casarse, otra vez estuvo la muerte. “Nos estamos poniendo viejos”, se dijeron. “Me voy a morir yo o te vas a morir vos”, evaluó Mujica. Y tomaron la decisión de contraer matrimonio. “Para arreglar los papeles”, argumentan.
La ceremonia fue en la cocina de la casa de Rincón del Cerro. Hasta allí llegó el juez para unirlos en matrimonio. El mismo lugar que eligieron para los últimos años, del que Mujica anuncia que solo se irá “con las patas para adelante”. El lugar de la serenidad y de la muerte más dulce.
El tiempo sirvió a Mujica para comprender que nadie es tan importante como cree ni logra siquiera una parte de lo que se propone. Los años bien vividos generan la sabiduría del cansancio y una especie de humildad estratégica. Ese estado es el necesario para poder asumir la muerte.
Hay gente que no puede asumirla y muere infeliz. ¡Es brutal! Es una regla fundamental de la naturaleza y hay que incorporarla. El asunto es que hay que amar la vida que uno vive.
Pienso en el momento en que no esté y creo que me van a empezar a valorar dentro de diez años. Pero yo voy a estar muerto y enterrado. Así que chau, no le doy más vueltas. Cuando piense que me voy a morir, iré a la cama y me acostaré a dormir tranquilo.
Sin embargo, se puso un poco más místico durante los últimos años. Siguió siendo ateo, con la naturaleza como su principal motivo de adoración, pero empezó a respetar más todo lo construido por las religiones a lo largo de la historia. Relataba cuando siendo guerrillero estuvo en el Hospital Militar, luego de recibir varios balazos y las monjas visitaban de noche a los moribundos para intentar darles un alivio: “No es poco servicio ayudar al bien morir y ahí empezás a ver a las religiones de otra manera. Uno no comparte, pero respeta”.
Dos aspectos son los que para Mujica explican la continuidad de los distintos credos a lo largo de los siglos: la necesidad del individuo de trascender y su miedo a la muerte y a lo desconocido.
Y elaboraba su propia teoría al respecto, desde su posición de panteista, como se define con referencia a su creencia en la naturaleza como lo más parecido a lo divino.
—Los seres superiores, entre comillas, son los unicelulares que estaban 2500 millones de años antes que nosotros y que van a seguir. ¿Dónde existe la muerte entre los procariotas, cuya reproducción es la división? ¿Dónde está la muerte? La muerte está cuando eso se agotó. ¡Qué cosa curiosa! Los seres más eficientes son los microscópicos, los que tienen más relación con el medio ambiente de acuerdo con los perímetros que tienen y lo hacen rendir mucho más. Ahí entramos en la clave de la vida. Hace por lo menos 2500 millones de años que hay procariotas arriba de la Tierra; los pluricelulares como nosotros llegamos ayer.
—El hombre puede argumentar en respuesta que es él quien investiga y llega a esas conclusiones.
—A eso respondo que es brutal la petulancia del hombre. Hay una visión antropomórfica que coloca al hombre en el medio. Si se prioriza y analiza la vida a lo largo del planeta, el hombre es muy diminuto e insignificante.
—Una típica discusión de campaña electoral.
—Imaginate. Yo sé que hay cosas que no puedo decir porque no me entiende nadie un carajo. Por ejemplo: el origen de todo es la luz. Estoy convencido de eso. En definitiva los incas tenían razón con el tema del Padre Sol. La fotosíntesis es la base de todo. A veces tiro cosas de estas por algún rincón. Pero yo sé que en la mayoría de los casos son margaritas a los chanchos.
—No está mal decirlo. Siempre hay alguno atento.
—Claro, algo queda. Y es importante entender todo esto porque nos lleva a un concepto de humildad. Somos absolutamente insignificantes y hay que saberlo. Hay como treinta reacciones en cadena de la fotosíntesis y nosotros solo sabemos la primera y la última. No hay cosa más importante arriba de la Tierra que esa y nos seguimos creyendo muy trascendentes e importantes.
—También inmortales.
—Es tan corta la vida que hay que hacerle un corralito de silencio y respetarla. Dejar el corralito puesto. Después todo va a seguir, pero para la persona ese corralito es importante y hay que vivirlo con compromiso, disfrutarlo sin atajos.
Dejar de ser presidente con casi 80 años. Un desafío para cualquier persona y más para alguien con una existencia muy intensa. Por eso, Mujica planificaba actividades para el día después del 1 de marzo, luego de pasarle la banda presidencial a Tabaré Vázquez.
“Si me quedo quieto, me muero”, repetía hasta el cansancio mientras elegía el despacho que utilizaría como senador y aceptaba invitaciones desde el exterior para realizar conferencias.
Preparaba también un viaje a Muxika, en España, la tierra de sus antepasados. Allí estuvo por primera vez como presidente. Ahora quería ir con Lucía y sin las obligaciones y el protocolo del cargo, instalarse una semana entera y disfrutar de ese pueblo de unos miles de habitantes y absorber parte de su historia.
Ya a mediados de su gobierno soñaba con ese momento. La vejez lo volvió un poco más curioso sobre su origen. Investigó quiénes fueron los primeros Mujica en Uruguay y hasta accedió a un árbol genealógico de su familia.
El primer Mujica vino para acá en 1742. Me hicieron una investigación entera y me trajeron los documentos. Fue diez años después de fundado Montevideo. Era casado con una Cipriani. Una botija de 15 años y él tenía 19 años. Se casaron en Tolosa y se vinieron.
Era Muxika y después se fue transformando. Se castellanizó. Ellos ya firmaban Mujica. Un nieto de este señor era mi abuelo: don José Cruz Mujica, cuyo panteón está en el Cementerio del Buceo. Era un vendedor con un carro. Vendía cosas por las estancias, en Florida. Mi padre hizo lo mismo. Siempre existió en la familia ese amor por el campo.
Volver a los orígenes, montar una escuela agraria en su chacra de Rincón del Cerro, seguir alimentando y disfrutando ese lugar de consagración de la oveja negra, todo eso tenía preparado para el día después. Cerca de diez años habían pasado desde que nos respondió “esa verga no es para mí”, cuando le preguntamos si sería presidente. Lo fue y terminó su mandato sin saber si era o no era para él.
“No sé si seré bueno gobernando, pero que junto votos, junto votos como loco”, nos dijo durante los últimos días a cargo del Poder Ejecutivo. Tenía dudas sobre su capacidad para gestionar, no para convertirse en un ejemplo de lo diferente.
Si sirvió o no sirvió depende de los factores que se tengan en cuenta. La popularidad mundial está fuera de discusión, pero el terremoto interno que había imaginado solo sacudió el deber ser y no la estructura del país. Se fue sin registrar ningún cambio radical aunque sí con la sensación de que, después de su pasaje por el poder, había otro tipo de quiebre.
“La última es en el cajón”, respondía luego de que decenas de personas le pidieran para sacarse fotos en cualquier evento público o cuando caminaba por la calle.
“Voy a ir a un entierro”, dijo en su visita a Washington cuando le preguntaron insistentemente qué haría después de terminar de ejercer como presidente. Habló del viaje a Muxika, de la escuela agraria en su chacra y luego pronunció esa frase. Se hizo un silencio cuando dijo “entierro”. Lo dejó durar unos segundos y repitió: “Voy a ir a un entierro: el mío”.