Miriam López fue detenida de forma arbitraria en Ensenada en febrero de 2011. Durante su interrogatorio –en un cuartel militar–, fue sometida a agresiones sexuales, asfixia, diversas formas de tortura y finalmente fue obligada, bajo amenaza, a firmar una confesión en la que inculpaba falsamente a otros detenidos. Una semana después fue arraigada en la Ciudad de México, sin haber declarado ante un juez. Durante este periodo no tuvo acceso a un abogado de confianza. Pasados más de dos meses y medio ingresó a prisión. Al final la acusación en su contra resultó infundada y un juez federal ordenó su libertad, siete meses después de haber iniciado su suplicio, tortura incluida.
El 27 de diciembre de 2011, Josué Manuel Esqueda y Gustavo Fuentes fueron detenidos por personal militar cerca de Nuevo Laredo, por su relación con un auto que supuestamente contenía armas. Fueron llevados a un terreno baldío, en donde fueron brutalmente golpeados por los propios militares y obligados a confesar que eran propietarios del vehículo. Josué Manuel Esqueda murió ese mismo día y Gustavo Fuentes necesitó atención hospitalaria mayor.
Estos son tan sólo dos casos de los muchos recopilados en el informe que recientemente presentó Amnistía Internacional sobre la tortura y los malos tratos en México.
Dicha organización afirma –de manera contundente– que existe un uso sistemático y generalizado de la tortura y otros malos tratos en el país. El número de casos ha aumentado espectacularmente durante el gobierno del presidente Felipe Calderón; y lo más dramático es que “se ha ignorado o marginado la protección de los derechos humanos en favor de la estrategia del gobierno de lucha militarizada contra la delincuencia organizada y los cárteles de la droga”.
Obligado por el escándalo generado por el citado informe, el Gobierno Federal reiteró tímidamente “su compromiso de respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, incluyendo el combate a la tortura”.
En este punto resulta imposible olvidar las palabras pronunciadas hace un par de años por el propio presidente Calderón y por su entonces secretario de Gobernación –que retratan a la perfección las prioridades de este gobierno.
En una entrevista realizada en agosto de 2010, el Ejecutivo se quejó de que “a cada rato vienen a decir que las violaciones a derechos humanos del Ejército y una serie de cantaletas que ya empiezan a cansar” e hizo referencia a los criminales como que “son unas bestias y están totalmente locos”. Por su parte, Fernando Gómez Mont, quien era el titular de Gobernación –durante la inauguración de una jornada para la prevención de la tortura– exhortó a los titulares de las comisiones de derechos humanos de todo el país, ahí presentes, a no ser los “tontos útiles de una delincuencia a la que le sirve deslegitimar, perseguir, contener, condicionar, debilitar, la acción de la autoridad”.
Sin embargo, más allá de declaraciones, contradeclaraciones y desmentidos, los datos duros son contundentes. A lo largo del año pasado, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) recibió 1,669 quejas sobre presuntas torturas y malos tratos realizados por integrantes de la policía federal y las fuerzas armadas. Esto significó un crecimiento exponencial respecto a las 392 quejas recibidas en el 2007.
Por el contrario, según datos del INEGI, entre 2006 y 2010 hubo un solo caso que llegó a los jueces y ninguna sentencia condenatoria por tortura, en el ámbito federal. En las entidades federativas hubo escasamente treinta y siete procesamientos y dieciocho sentencias condenatorias por tortura.
Con un gobierno reacio al tema de los derechos humanos, no sorprende que el mayor problema en cuanto a la permanencia de la tortura en México sea la impunidad. De hecho, el miedo a denunciar es la norma general. Se estima que sólo uno de cada diez casos es denunciado por la víctima.
Sin duda esta es una cara más de la lucha en contra del crimen organizado por la que tristemente pasará a la historia la presente administración.
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