* Por razones de seguridad, InSight Crime no usa el nombre real de Carlos. Además, hemos ocultado nombres de lugares y cambiado los nombres de otras personas con las que el protagonista interactuó, incluidos su amigo y su jefe. Corroboramos gran parte de la historia con una persona que estuvo en México con Carlos. También utilizamos documentos judiciales, mensajes de texto, videos personales y fotografías proporcionadas por el protagonista, así como videos de YouTube y noticias, con el fin de corroborar otras partes de esta historia. Hemos tratado de indicar dónde hay detalles que no pudimos corroborar o que dependían del relato del protagonista, poniéndolos en su propia voz.
Por Steven Dudley
Ciudad de México, 15 de septiembre (InSightCrime).- Las pesadillas a Carlos* le llegan en oleadas. Cada que abre los ojos, le corren lágrimas por el rostro, que le dejan una estela triste en las mejillas. Mira fijamente al techo, y gira de un lado al otro. Si tiene mariguana, fuma un poco, pues lo adormece. Si cuenta con suerte, puede descansar otra hora más antes de ir a trabajar.
Hay muchas cosas que desvelan a Carlos: sus dos hijos, que viven en dos países diferentes; su antiguo jefe, cuyo apodo, “Cherry”, le quita las ganas de pelear; las autoridades migratorias estadounidenses, que lo conocen bastante bien, pues lo han deportado cinco veces. Pero más que nada, la imagen que se le viene a la mente cuando despierta es una pierna moribunda y temblorosa que tuvo que cortar para demostrar su lealtad a una organización criminal mexicana.
Entre tanto, su mente hace un recorrido por las decisiones que tomó y que lo llevaron a este punto: solo, metido en una cama individual, recordando los momentos de su vida una y otra vez. No encuentra paz ni en el pasado ni en el futuro.
Se suponía que no tendría que ser así. Se suponía que Carlos era un “guardaespaldas” del patrón, no un soldado en una guerra de cárteles enfrentando rivales. Se suponía que debía ganar mucho dinero, que hubiera podido enviar a sus hijos. Al menos eso es lo que su amigo, “Pepe”, le dijo por teléfono cuando lo llamó a su trabajo de medio tiempo en el centro de llamadas en Guatemala y lo invitó a la región central de México para otro tipo de “trabajo”.
UNA VIDA TUMULTUOSA
El camino de Carlos para llegar a ese centro de llamadas también había sido tumultuoso. En la conversación con InSight Crime nos cuenta que sus padres abandonaron su casa en Guatemala cuando él tenía tres años y se marcharon para Estados Unidos, y que su abuela trató de criarlo.
Pero aquella era una tarea difícil. En la zona había dos pandillas, la Mara Salvatrucha (MS13) y Barrio 18, las cuales intentaron reclutarlo. Dice que se opuso, en parte porque tenía su propio grupo, pero también porque era de naturaleza rebelde. Hace una mueca cuando lo recuerda, no tanto por la pandilla sino por su abuela, quien tuvo que aguantarse su endiablada energía.
—La hice sufrir mucho —dice Carlos—. Le di muchos dolores de cabeza.
Su madre le escribía cartas, y el Día del Padre él le daba regalos a su tío, su padre sustituto. Pero sentía un vacío, y lo llenó con travesuras y, más tarde, con delincuencia. Cuando tenía 14 años, Carlos ya era un bebedor consagrado; en lugar de ir a la escuela, se tomaba con sus amigos una botella de Venado Especial, un rudimentario ron que conseguían por US$6 en la calle.
—Era barato —explica Carlos.
Deambulaba borracho por el barrio, cometiendo actos vandálicos, pintando grafitis e inmiscuyéndose en peleas. Nos mostró las cicatrices de la cara y los brazos, una historia de riñas tallada para siempre en su piel.
Cuando cumplió 17 años, su abuela ya no podía más.
—Si te quedas aquí —le decía— vas a morir.
Ella llamó a su madre, quien fue de visita en unas vacaciones. Carlos fue a su encuentro con una gran comitiva. Luego de atravesar los controles de seguridad del aeropuerto, su hermana y su tío, que habían emigrado a Estados Unidos unos años antes y habían viajado con su madre, lo abrazaron.
Luego permaneció quieto. Recuerda que su madre lo miró intrigada.
—Ese es tu hijo —le dijo el tío.
—¿Ese es mi hijo? —preguntó, mirando al tío, y luego le lanzó una mirada: “¿Eres mi hijo?”.
Carlos se estremeció; se sentía avergonzado y triste. Aún le duele recordarlo.
Su madre pasó Navidad y Año Nuevo con ellos ese año. Dos meses después, ella le pagó un coyote para que lo llevara a Estados Unidos. Tenía 18 años. La escuela no estaba dentro de sus opciones, dice, por lo que consiguió un trabajo puliendo mesones de granito, jacuzzis y otros enseres. Allí conoció a otros muchachos como él, entre ellos, un mexicano del estado de Michoacán, llamado “Pepe”. Ambos comenzaron una amistad de por vida que los llevaría a cruzarse con varias organizaciones criminales violentas en ese estado mexicano.
A Carlos le gustaba su trabajo y trataba de enderezar su vida. Pero había distracciones. Poco después se vinculó a una pandilla, de las muchas que había por toda la costa oeste. La banda hacía parte de los Sureños, nombre que agrupa a docenas de pandillas callejeras que siguen las órdenes de una violenta pandilla carcelaria conocida como la Mafia Mexicana. Aunque no lo sabía en ese momento, fue una decisión oportuna.
Aunque trabajaba, también continuó bebiendo, de fiesta y participando en peleas. Fue arrestado por primera vez a los 20 años con unos gramos de cocaína, según muestran los documentos judiciales. Como parte de un acuerdo de culpabilidad, los fiscales le otorgaron la libertad después de haber pasado varios meses en una prisión estatal y lo entregaron a las autoridades de migración de Estados Unidos, las cuales lo deportaron. Sin embargo, un mes después de ser enviado a Guatemala, regresó a Estados Unidos con la ayuda de otro coyote.
A los 18 meses volvió a ser arrestado, esta vez por conducir embriagado. Dice que entonces tenía una esposa con dos meses de embarazo. Su hija nació siete meses después, pero él estaba en una cárcel estatal cumpliendo su sentencia. Un mes después, las autoridades lo deportaron de nuevo.
Pero ya entonces su familia estaba cansada de contratar coyotes. Entonces sólo le transfirieron US$100, y fue así como recurrió a “La Bestia”, como se les conoce a los trenes de carga que viajan desde el sur de México hasta Estados Unidos. Este viaje es mucho más barato, pero también mucho más peligroso. Los que viajan en “La Bestia” se ven enfrentados a robos, violaciones, extorsiones, secuestros y accidentes.
Carlos perdió el primer tren que pasó, pero agarró el segundo y logró llegar hasta Estados Unidos una vez más. Unos meses más tarde, fue arrestado nuevamente por conducir embriagado. Pasó los siguientes 11 meses en una prisión estatal antes de que lo deportaran otra vez, y volvió a regresar con el método barato. Unos meses más tarde, lo arrestaron una vez más.
Como era la quinta vez que lo arrestaban por ingresar de manera ilegal, al Juez ya no le interesaban acuerdos de culpabilidad ni deportaciones rápidas. Por el contrario, sentenció a Carlos a 21 meses de prisión en una penitenciaría federal.
Desde el momento en que llegó, supo que esta vez iba a ser diferente. Un grupo de prisioneros latinos lo interrogaron sobre su pasado y examinaron sus tatuajes. Le explicaron que, como hacía parte de los Sureños, sería soldado de la Mafia Mexicana. Carlos se ajustó a las reglas: hacía su cama, se duchaba regularmente, mantenía su ropa bien limpia y planchada y hacía calistenia por las mañanas.
—O te calmas o te calmas para hacer bien las cosas, o haces bien las cosas —dice Carlos refiriéndose a la prisión federal—. No hay opción.
Tras salir de la prisión federal, Carlos fue deportado a su país de origen una vez más. Se había divorciado de su primera esposa y se involucró con otra mujer. Tuvieron un hijo y se casaron, pero para Carlos era difícil mantener a su familia. No lograba conseguir trabajo, y los que conseguía eran temporales. Dice que los empleadores se espantaban al ver sus tatuajes.
Dice que en todas partes llamaba la atención de las pandillas callejeras, que lo veían como una amenaza; así que se fue con su mujer para su ciudad natal, una ciudad más pequeña donde no había tantas pandillas. Pero allí también era difícil encontrar trabajo. A veces pintaba casas con el tío de su esposa, pero ganaba muy poco, entre US$40 y 50 por una semana de trabajo. Cuenta que robaba cuando había poca comida y que, desesperado por aquella situación, se fue para México y pidió asilo, pero lo devolvieron en cuanto vieron sus tatuajes.
Finalmente, consiguió trabajo en un centro de llamadas en Guatemala. Su inglés es bastante bueno para alguien que fue por primera vez a Estados Unidos cuando tenía 18 años. El centro administraba llamadas de bancos y distribuidores de dispositivos electrónicos. Sin embargo, dice que con el pago apenas llegaba a fin de mes. Su familia estaba pasando hambre y su relación con su segunda esposa se estaba deteriorando.
Entonces un día recibió una llamada.
UNA FATÍDICA LLAMADA
Al otro lado de la línea estaba “Pepe”, su amigo de Michoacán. Los dos se habían mantenido en contacto desde que se conocieron en California puliendo granito de mesones y jacuzzis. Ambos habían seguido caminos similares. Al igual que Carlos, Pepe había sido arrestado por cargos relacionados con drogas en Estados Unidos, pasó casi 10 años en prisión y había sido deportado a su país de origen. Y al igual que Carlos, había seguido relacionado con la criminalidad. Incluso le había enviado dinero a Carlos en varias ocasiones cuando pasaba por momentos difíciles, y Carlos le había dicho que le gustaría irse a trabajar con él.
—Era como un hermano para mí —expresa Carlos.
A diferencia de Carlos, “Pepe” no había intentado establecerse en Estados Unidos. Por el contrario, aprovechando los contactos que había hecho en el sistema penitenciario de Estados Unidos, se había convertido en un importante intermediario de metanfetaminas en Michoacán. Compraba drogas en el área, y luego utilizaba una red de transporte para llevar esas drogas a Estados Unidos. Era, en efecto, un intermediario independiente —una profesión cada vez más peligrosa dados los enfrentamientos casi constantes en Michoacán—.
Por ese motivo, “Pepe” conocía a importantes vendedores de metanfetamina, entre ellos un capo local al que llamaremos “Cherry” (Cereza). Al igual que muchos otros traficantes de Michoacán, “Cherry” había comenzado como ejecutor a una edad temprana. En el área abundan los pistoleros, pero Carlos dice que “Cherry” logró destacarse por su habilidad, su gusto por las riñas y su liderazgo. Los informes de la prensa local sobre él lo confirman. Carlos dice que lo apodaban “Cherry” porque, a pesar de su reputación, era dulce como una cereza.
Con el tiempo, “Cherry” conformó su propio miniejército y comenzó a venderle metanfetaminas a “Pepe”, quien a su vez se la vendía a grandes intermediarios en las calles a través de sus contactos en la prisión de Estados Unidos. “Cherry” también estableció sus propios contactos en Estados Unidos, a quienes les vendía metanfetamina directamente. Tanto “Cherry” como “Pepe” tenían sus propios transportistas y especialistas en logística. Así era como funcionaba el negocio: una diversidad de grupos criminales grandes y pequeños, intermediarios, transportistas, operadores logísticos y mayoristas que interactuaban a lo largo de una extensa región.
De hecho, el grupo de “Cherry” era sólo una de las organizaciones criminales que habían surgido en Michoacán tras la disolución del mayor grupo del estado, la Familia Michoacana, y su descendiente más inmediato, los Caballeros Templarios.
Cuando Carlos recibió esta llamada telefónica, esos diversos grupos habían conformado una frágil alianza denominada Cárteles Unidos, de la que hacían parte lo que quedaba de los Caballeros Templarios. Muchos de ellos se hacen pasar por justicieros que luchan contra el crimen, y algunos incluso garabatean la palabra autodefensas en los costados de sus vehículos. Pero Carlos piensa que todos son grupos criminales.
Aparentemente se unieron para detener la incursión de otro grupo criminal, el Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG), una de las mayores organizaciones narcotraficantes de México. La lucha entre ellos tiene que ver tanto con los negocios como con lo personal. Uno de los líderes de Cárteles Unidos presuntamente le robó drogas al máximo líder del CJNG, Nemesio Oseguera Cervantes, alias “El Mencho”.
“El Mencho” también es de Michoacán, y al parecer está tratando de establecer el dominio sobre lo que durante mucho tiempo ha considerado su territorio. Cuando habla de “El Mencho”, Carlos menciona un narcocorrido, género musical que ensalza el crimen. Con un sutil cambio en el nombre, la canción anuncia el regreso, ineludible y funesto, del capo.
“’El Lencho’ ya tiene casa y ahora no están invitados”.
En su conversación, “Pepe” no le contó a Carlos nada de este contexto. Hay ciertas cosas que no se dicen por teléfono. Lo que sí dijo es que había “trabajo” para Carlos, que “Cherry” necesitaba soldados, que le interesaba que Carlos estuviera en Michoacán y que quizá luego lo enviaría a Estados Unidos “para hacer otras cosas”.
“Pepe” también le dijo que debía tratar de reclutar a otros, por lo que Carlos contactó a algunos compañeros que había conocido durante su época de fechorías en Guatemala y en otros lugares. Todos se mostraron interesados al principio, pero renunciaron después de una videollamada que tuvieron con “Pepe” en Michoacán, en la que se aclararon un poco más los detalles del trabajo.
Así que Carlos empacó y se fue solo, abandonando a su hijo y a su segunda esposa.
EL INGRESO A CÁRTELES UNIDOS
Carlos salió de Guatemala y llegó hasta Oaxaca con otros migrantes que se dirigían hacia el norte; allí conoció a otro pandillero. Se hicieron amigos y durante los siguientes días se dedicaron a salir, fumar y beber con los amigos del pandillero que viajaban con él. Carlos dice que finalmente le contó a su nuevo amigo sobre la oportunidad de trabajo y que todos decidieron acompañarlo. Uno de ellos, que se embarcó con Carlos en esta aventura, confirmó a InSight Crime este dato cuando, casi una semana después de haberse conocido, Carlos y otros seis reclutas centroamericanos llegaron en taxi a una casa refugio en el oeste de Michoacán.
Allí estaba “Pepe”, el amigo de Carlos, y se abrazaron cuando se encontraron. Pero resulta que “Pepe” estaba en problemas. “Cherry” le había entregado metanfetaminas para que las vendiera en Estados Unidos, pero “Pepe” había perdido tres de los cargamentos. En total, cuenta Carlos, le faltaban unos 750 mil dólares, y estaba trabajando para saldar su deuda, en tanto él y su familia eran rehenes del miniejército de “Cherry”.
Ese ejército estaba alrededor de Carlos y los otros reclutas centroamericanos. Tenían rifles automáticos y llevaban botas costosas y camisas elegantes. Los soldados les dijeron que se ducharan y se cepillaran los dientes. Aproximadamente una hora después de haberse aseado, llegó una caravana de camionetas. Los soldados les dijeron que se sentaran, bajaran la cabeza y cerraran la boca.
Carlos cuenta que a la casa entró un joven alto, bien vestido, con cabello largo y bigote. Era “Cherry”.
—Hola, ¿cómo están? —saludó—. Bienvenidos. Van a trabajar para mí.
Como un sargento de instrucción, “Cherry” repasó uno a uno sus nuevos reclutas, preguntándoles por sus talentos, si sabían manejar armas o si tenían otras habilidades que pudieran ser de utilidad. Cuando llegó el turno de Carlos y vio sus tatuajes, le preguntó si era un cholo, término con el que se les conoce a los pandilleros en México.
—Sí, soy pandillero —respondió Carlos.
“Cherry” sonrió.
—Te voy a volver un sicario famoso —le dijo.
Carlos sonrió, satisfecho por la deferencia.
“Cherry” le preguntó a cada uno por su talla de camisa y pantalón y le dio a uno de sus soldados un fajo de billetes para que les comprara ropa para una semana. Además, le dio dinero a cada uno “pa’ que tengan pa’ cigarros o sodas o lo que sea”.
Al día siguiente, los nuevos reclutas se subieron a unas camionetas y vehículos 4×4, que los llevaron a un bosque a sólo 15 minutos del refugio. Todos habían usado pistolas cuando eran pandilleros, pero nunca habían utilizado rifles de asalto; les dieron algunas instrucciones y les repartieron armas. Carlos cuenta que “Cherry” le dio un fusil M16 y le dijo que era suyo, que debía tenerlo con él todo el tiempo, y que incluso debía dormir con él.
Luego comenzaron a practicar tiro. La potencia del arma asustó a Carlos, pero también le causó fascinación. El patrón, como Carlos se suele referir a “Cherry”, ofreció cinco mil pesos (unos US$250) al que pudiera atinarle a un objetivo desde cierta distancia. Carlos dice que nadie lo logró, y regresaron al refugio.
Allí, Carlos compartía habitación con varios compañeros, y cuando no le tocaba hacer guardia, dormía sobre un delgado colchón tendido en el suelo. Cuando no había mucho que hacer, los otros soldados y su comandante les enseñaban más sobre las armas: cómo cargarlas y descargarlas, y cómo mantenerlas limpias. Como se le había indicado, Carlos dormía con su M16 junto a su almohada. Poco después, se hizo un tatuaje de un animal que le gustaba a “Cherry”. Sus compañeros se hicieron el mismo tatuaje. Aquella era una señal de su lealtad, pero, más adelante, también los identificaría y los pondría en peligro.
Rápidamente comenzaron a tener una rutina. Debían acompañar a “Cherry” en sus rondas. Cuando se detenía para reunirse con alguien, los ocho o diez que lo acompañaban se dispersaban en un radio de entre 30 y 50 metros. Por lo general, tenían al menos un vigía que se ubicaba un poco más lejos y podía notificarles por radio de cualquier movimiento importante de los rivales o las autoridades, por lo que, incluso cuando no estaban en servicio, tenían que estar atentos al radio.
A veces asistían a reuniones más grandes con los otros grupos criminales. Carlos cuenta que, en una de esas reuniones, los grupos decidieron prohibir el robo de automóviles y la venta de cristal de metanfetamina en la zona, dado que el consumo de la droga estaba aumentando y causando problemas familiares y un ligero aumento en la delincuencia. Para equilibrar las cosas, determinaron que sólo podían vender metanfetaminas en Estados Unidos a US$2.800 el kilo.
Cuando no estaban con el patrón, se les asignaban otras tareas, como vigilar una casa donde había drogas o dinero, o ambas cosas. Los días eran largos e impredecibles. Carlos debía mantener encendidos su teléfono y su radio, y debía estar listo para responder, especialmente si los vigías anunciaban la presencia de otros grupos o de las autoridades.
Además, cuenta que había reglas. Podían fumar mariguana, pero a los soldados como Carlos no se les permitía consumir metanfetaminas. Violar mujeres estaba estrictamente prohibido, y debían respetar a los civiles, incluso evitar interactuar con ellos en la medida de lo posible. Tampoco podían interactuar con las otras organizaciones criminales en el área, y no debían publicar nada en las redes sociales. “Cherry” solía llamarlos al azar para revisar sus teléfonos.
Había repercusiones para quienes rompieran esas reglas. Cuando uno de los reclutas centroamericanos publicó fotos de sí mismo con rifles de asalto, varios soldados lo ataron, le pusieron una bolsa en la cabeza y la sujetaron alrededor de su cuello para que no pudiera respirar. Liberaron la presión cuando ya parecía que iba a desmayarse, sólo para repetir la operación cuando había recuperado el aliento. Carlos dice que lo hicieron cinco veces, después de lo cual retiraron la bolsa y lo soltaron.
Una vez, un taxista perdió un arma que le pertenecía al grupo, y ese fue el turno de Carlos para imponer disciplina. Dice que tuvo que llenar una manguera con arena y golpear al conductor con ella en posición fetal. Para Carlos, aquella fue una forma de demostrar su compromiso. Dice que el taxista pasó varios días en el hospital.
Aun así, “Cherry” era generoso. No les pagaba mucho, unos tres mil pesos mexicanos a la semana (o cerca de US$150), pero, además de vivienda, les daba ropa y “buena comida”, en palabras de Carlos, la cual era traída desde la ciudad más cercana. Y cuando Carlos le dijo al patrón que su hijo estaba enfermo, “Cherry” le dio dinero para que se lo enviara a su familia en Centroamérica.
Ocasionalmente, el patrón también enviaba botellas de whisky Buchanan’s, mariguana y trabajadoras sexuales a la casa refugio. Carlos dice que aquello se parecía al video de un narcocorrido.
—Órale —les decía “Cherry”, señalando a las mujeres—. Agarren. Están pagadas.
Todo marchaba bien, pensaba Carlos.
EL FRENTE DE BATALLA
Unas semanas después de su llegada, “Cherry” habló con Carlos.
—Entonces, ¿vas a pelear?
Carlos sabía a qué se refería. Los otros grupos de Cárteles Unidos le estaban pidiendo a “Cherry” que hiciera su parte en la guerra contra el CJNG. Carlos pensó que de todas formas lo obligarían a ir, así que se ofreció como voluntario.
—Sí. —le respondió.
Carlos recogió sus cosas: el M16 que “Cherry” le había regalado, un chaleco antibalas y pantalones de camuflaje. Dice que, antes de irse, le preguntó a su comandante si les iban a dar algo para mantenerse alerta, para estar listos para la pelea. Su comandante hizo una pausa.
—¿A qué te refieres? —le preguntó bruscamente.
—Pues que si nos van a dar drogas para no dormir —respondió Carlos.
—Si me estás preguntando si vamos a andar bien locos, la respuesta es sí, andamos bien locos para no dormir. Pero no tenemos cristal [de metanfetamina], sólo cocaína… Y mucha mariguana.
Poco después, Carlos y otros seis soldados se fueron para una finca de producción de limones abandonada donde otros 50 soldados de Cárteles Unidos habían puesto trincheras y otras barricadas improvisadas. A poco menos de un kilómetro de distancia estaban los “Jaliscos”, es decir, los miembros del CJNG. Se habían reunido detrás de sus propias barricadas y trincheras.
Cada bando tenía francotiradores que blandían rifles de asalto calibre .50, así como un puñado de soldados con AR-15, M16 y AK-47. Tenían además lo que llamaban “monstruos”: volquetas y otros vehículos de tamaño similar que habían convertido en tanques como de Mad Max, algunos de los cuales tenían torretas. Pero los Jaliscos tenían muchos más monstruos que los Cárteles Unidos. Para detenerlos, estos últimos hicieron agujeros en las carreteras o las agrietaron con la ayuda de retroexcavadoras. Carlos dice que además enterraron grandes artefactos explosivos improvisados (improvised explosive devices, IED), que detonarían cuando los monstruos pasaran. Cuando todo lo demás fallaba, disparaban sus calibres .50 y rifles de asalto hasta que se quedaban sin balas.
Los Jaliscos además tenían drones, que usaban para lanzar granadas de .60 mm en las trincheras. Las granadas estaban diseñadas para detonar en el impacto, destruyendo lo que hubiera en un radio de 30 metros. Carlos dice que, en su intenso estado de alerta, escuchaban a los drones constantemente. Aquello era agotador, especialmente al principio.
Aun así, Carlos recuerda que los combates eran esporádicos, y en la finca se escuchaban disparos en la noche durante un par de horas, pero luego reinaba el silencio durante el día. Tenían además bastante suministros. Carlos cargaba en el pecho seis cartuchos con 30 municiones cada uno, y otros 12 cartuchos a la mano. Además, tenían ayudantes que les traían buena comida del municipio cercano, así como refrescos, jugos, cigarrillos y, por supuesto, mariguana y cocaína.
No todos seguían las reglas. Carlos cuenta que una vez uno de los soldados tomó cristal de metanfetamina. Al principio se veía bien, sólo que más alerta de lo normal. Pero unas horas después comenzó a ver cosas: un dron, un monstruo, incluso una vaca que llevaba un rifle de asalto. Después golpeó a otro soldado en la cara con un rifle y le causó graves heridas. Alterado, corrió hacia el bosque, pero fue alcanzado por un grupo de compañeros a pocos kilómetros, y lo llevaron de nuevo al grupo.
Carlos pudo escuchar por el radio que el soldado que había tomado metanfetaminas iba a ser castigado y preguntó que si podía estar presente. Al igual que con la paliza al taxista unas semanas antes, aquella fue una forma de demostrar su compromiso con el grupo. Su comandante aceptó, y Carlos pudo observar cómo golpeaban violentamente al soldado drogado. Dice que luego fue ejecutado, pero él no presenció la ejecución.
El grupo de Carlos hizo un viaje de tres días, después de lo cual regresaron, descansaron y retomaron las tareas habituales. Unas semanas más tarde, hicieron otro viaje de tres días. Eventualmente, los viajes se extenderían hasta cerca de siete días. Pero a él no le importaba; las tareas en el frente seguían siendo las mismas, y hubo un aumento de salario: cuatro mil pesos (unos US$200 dólares) a la semana en lugar de tres mil pesos.
Sin embargo, tras su segundo mes en la primera línea, algo cambió. Uno de los soldados escuchó un zumbido y comenzó a gritar: “¡Dron! ¡Dron! ¡Dron!”.
Algunos se pusieron en alerta, mientras que otros observaban el cielo desde el refugio, lanzando disparos hacia el cielo con sus rifles de asalto hasta que escucharon un largo zumbido, seguido por un golpe: habían derribado el dron, y la granada no había explotado. Celebraron con gritos y corrieron para recoger el aparato. Los drones tienen cámaras, por lo que querían asegurarse de que este no estaba recopilando información sobre ellos, pues además les gusta mostrárselos a los medios de comunicación que registran los enfrentamientos.
Cuando se acercaron al dron, escucharon el estruendo de los monstruos. Había al menos tres, recuerda Carlos, cada uno de los cuales venía desde un punto diferente. Después se escucharon disparos. Eran alrededor de las 9 de la mañana.
Los combates se prolongaron durante horas, según cuenta Carlos. Algunos combatientes hacían disparos al aire como locos. Pero él, por el contrario, dice que trataba de disparar cuando veía un enemigo y de ponerse a salvo cuando los Jaliscos y sus monstruos lanzaban ráfagas de balas.
—Yo ya había comenzado a aceptar que iba a morir algún día —dice Carlos.
CAMBIO DE EQUIPO
En Michoacán, en lugar de decir “ojo por ojo”, dicen “vida por vida”. Carlos ya había empezado a entender esto tras la muerte del soldado que tomó metanfetamina. Pero poco después fue testigo de lo que sucede cuando esta regla tácita es ignorada.
Todo comenzó, narra Carlos, cuando el segundo al mando de “Cherry” se enteró de que un comandante de otro grupo estaba coqueteando con su esposa. El otro grupo era más fuerte que el de “Cherry” y tenía aliados poderosos, pero este tipo de detalles se suelen ignorar, sobre todo cuando se desafía la virilidad de alguien.
El esposo celoso condujo hasta donde encontró al comandante del otro grupo, se bajó del vehículo y, según le dijo más tarde a Carlos, puso su rifle de asalto en automático y dejó que se descargara. Después de 40 rondas de municiones, el comandante del otro grupo que había estado coqueteando con su esposa nadaba en un charco de su propia sangre.
El grupo del comandante muerto exigía “vida por vida”, por lo que “Cherry” entregó a regañadientes a su lugarteniente. Lo torturaron durante varias horas, golpeándolo con cadenas. Luego, el jefe del otro grupo le disparó en el pie y, para sorpresa de todos, dejó que se marchara. El grupo de Carlos lo llevó a la casa refugio, pero el jefe del otro grupo se arrepintió de su decisión y pidió que lo volvieran a llevar para acabar con él. “Cherry” dijo que no sabía dónde estaba.
“Cherry” sabía cuáles eran las consecuencias de sus palabras, pues había estado teniendo pequeñas disputas con el otro grupo, en parte por celos profesionales. “Cherry” era joven y había llegado a acumular bastante poder en poco tiempo, en términos tanto del tamaño de su ejército como de la cantidad de dinero que ganaba. Según Carlos, “Cherry” tenía unos 50 soldados —menos que su rival, pero muchos más que otros comandantes de su edad—. Además, tenía sus propios conductores y blanqueadores de dinero, quienes se aseguraban de que ganara cerca de 250 mil dólares por hora por cada carga de drogas que enviaba a Estados Unidos.
Las cargas de metanfetamina eran abundantes. Carlos dice que parecía que “Cherry” enviaba carros constantemente hacia el norte, por lo que el dinero también llegaba en abundancia. Además de darles whisky y prostitutas a sus soldados, “Cherry” financiaba fiestas locales y les daba dinero a las personas que lo ovacionaban cuando caminaba por las calles. Surgieron muchos narcocorridos. El hecho de no haber entregado a su lugarteniente —y, de hecho, haber roto la regla sagrada de vida por vida— fue la gota que colmó la copa del líder del grupo rival.
El grupo de “Cherry” se dispersó.
—¿Dónde están todos? —Carlos escuchó que preguntaba uno de sus comandantes por el radio—. Agarren sus rifles. Agarren todos los tiros y pónganse verga, porque tal vez les van a caer.
Esa noche, varios camiones recogieron a Carlos y a la mayoría de los otros soldados y los llevaron a un pueblo cercano; se quedaron en una finca de producción de limones abandonada, que estaba al mando del líder de otro cártel. “Cherry” se reunió con ese líder, quien aceptó que “Cherry” regresara al área con la condición de que disolviera su miniejército, entregara todas sus armas y le diera un porcentaje de las ganancias de sus ventas de metanfetamina en Estados Unidos.
Más tarde, Carlos se enteró de que el acuerdo también consistía en dejar que el jefe agraviado matara a los “centroamericanos”, es decir, a Carlos y los que habían llegado con él, con lo que se cumpliría el pacto de “vida por vida”. (El otro soldado centroamericano que habló con InSight Crime dijo que había escuchado este rumor). Sin embargo, nunca pudo confirmar si eso era cierto, pues para “Cherry” dicho acuerdo era imposible. “Cherry” le siguió el juego al jefe agraviado, le dio algunos fusiles de asalto AR-15 como gesto de buena voluntad y comenzó a hacer contactos con una persona que, según Carlos, era “un primo” que tenía en el CJNG.
Después de dos semanas de permanecer escondido en la finca de producción de limones, “Cherry” convocó una reunión. “Cambiaremos de equipo”, les dijo. Así fue como, después de defenderse durante meses de las ametralladoras del CJNG y de dispararles a los monstruos y los drones lanzagranadas, unos 30 o 35 soldados de “Cherry” se subieron a un camión usado para transportar películas y equipos de proyección de pueblo en pueblo, por lo que nadie sospechaba que ese día transportaba a varias docenas de soldados bien armados al otro lado del frente de batalla.
LA AMPUTACIÓN DE UNA PIERNA
Durante la animada conversación con sus tropas antes de iniciar su trayecto para unirse al CJNG, “Cherry” había prometido que los Jaliscos los tratarían mejor, que les iban a pagar más, que ahora estarían en la ciudad, y no en las sucias trincheras. Pero desde el primer momento en que llegaron al campamento del CJNG en un estado vecino, Carlos supo que iba a ser peor.
—Bueno —dijo el primo de “Cherry”—, aquí olvídense de Cárteles Unidos. Aquí es puro Cártel de Jalisco y de aquí no se va nadie.
Les quitaron los teléfonos, les volvieron a bajar el salario a tres mil pesos semanales y les dijeron que no podían abandonar la base bajo ninguna circunstancia. Carlos dice que se sentía como si estuvieran “prácticamente secuestrados”.
—Te ven como una mierda —dice Carlos refiriéndose a los comandantes del CJNG—. Eres un pistolero, eres una mierda.
Luego conoció a varios soldados que le dijeron que les habían prometido trabajo en una granja. Cuando llegaron, un soldado del cártel los sentó y les anunció que no iban a “recoger naranjas”, sino a ser parte de los Jaliscos.
Carlos se mudó a otra casa refugio con sus compañeros. Esta vez, “Cherry” vivía en la misma casa, que usaba como sede para tratar de reconstruir sus rutas de drogas. Allí, al poco tiempo consiguió otro proveedor. La casa se llenó de drogas. Carlos recuerda que a veces le tocaba dormir al lado de 100 kilos de cristal. En la otra habitación había cocaína y mariguana, empacadas y listas para ser enviadas.
De vez en cuando, los jefes dejaban un paquete de cocaína en la mesa de la cocina para el consumo de todos. Carlos dice que a veces se despertaba, tomaba una pequeña porción y la calentaba en el microondas, para darse un pase. Era su café matutino.
Pero “Cherry” tenía que pensar en algo más que en su negocio. Cuando huyó de Michoacán, había hecho un trato con los Jaliscos: había prometido ayudarlos a expulsar al Cártel de Sinaloa del área donde se habían mudado, así como de un pueblo vecino.
Cuando Carlos y los demás llegaron, los Jaliscos estaban solidificando su control. Enviarían grupos de tres o cuatro para asesinar a los remanentes del Cártel de Sinaloa u obligarlos a huir. Carlos dice que, como era recién llegado a la zona y ejercía como el guardaespaldas de su jefe, no fue elegido para estas misiones. (Su compañero centroamericano corroboró esta información).
El CJNG también sostuvo reuniones con agentes de poder locales. En una de ellas, reunieron a todos los traficantes de drogas locales. En otra, estaban algunos comandantes de policía. Carlos dice que los Jaliscos les daban el mismo mensaje: ahora trabajan para nosotros, o no trabajan para nadie. A veces salían a buscar a los dealers o vendedores. Carlos dice que sí salió en un par de estas misiones, pero que no se toparon con resistencia.
Un día, “Cherry” le dijo que tenía que asistir a una reunión. Sabía lo que podría pasar después. Había oído que los Jaliscos habían capturado a uno de los “Sinaloas”, como solían llamarlos. Era un mensajero de bajo nivel, pero lo habían estado torturando durante tres días, y “Cherry” lo había invitado a asistir a la ejecución. También habían reunido a unos 15 distribuidores locales como una manera de mostrarles lo que les pasaría si actuaban por fuera de las normas.
Cuando Carlos llegó, tenían al mensajero de los Sinaloas atado a una silla y lo estaban interrogando. Según él, el interrogatorio se prolongó unas tres horas. El cuerpo del mensajero estaba magullado y ensangrentado, pero él todavía guardaba esperanzas: le habían dicho que lo iban a poner a trabajar para ellos. Esto ocurría a veces, especialmente si se trataba de miembros de alto nivel de los rivales, pues valían más vivos que muertos.
Pero en este caso, pusieron un trozo de plástico en el suelo, y uno de ellos sentenció: “Ya estuvo”.
“Cherry” le pidió a Carlos que se acercara. Tiraron al mensajero en el plástico. Un soldado apareció con un machete y comenzó a cortarle el cuello. Carlos cuenta que, a medida que arrancaba la cabeza, la sangre del cuerpo del mensajero salía a chorros como de una manguera, dando contra el techo y cubriendo el piso y a los que estaban más cerca del cuerpo.
Entonces, uno de los comandantes se dirigió a los demás: “¡Ey!, ¿quiénes aquí no han cortado un vientre todavía para que les enseñen?”.
Carlos se estremeció. Le entregaron el machete a otro soldado, que procedió a cortar los brazos del mensajero. Cuando terminó, los comandantes le dijeron que le entregara el machete a Carlos.
Cuando Carlos se acercó a lo que quedaba del cuerpo del mensajero, le dijeron lo que debía hacer: levantar la pierna y cortar justo por encima de la rodilla. Carlos dice que se sintió incorpóreo, y que entró en algo así como un “trance”. Entonces comenzó a golpear la pierna con el machete tan fuerte como pudo. La víctima se había convertido en un “animal”, recuerda Carlos, frunciendo el ceño mientras habla.
Excepto que el animal todavía tenía signos de vida. Y, mientras golpeaba la pierna —desgarrando la piel, la carne, las venas, los cartílagos y, finalmente, los huesos— pudo ver que el pie se contraía. Con cada golpe, los dedos de los pies parecían reaccionar y apuntaban al cielo.
Cuando terminó, le ordenaron que hiciera lo mismo con la otra pierna, pero Carlos se negó, diciéndoles que ya había hecho su parte y que era el turno de alguien más. Dice que le entregó el machete a uno de los centroamericanos que él había reclutado y observó cómo cortaba la otra pierna. (Este fue el soldado centroamericano que corroboró gran parte del relato de Carlos).
Cuando terminó, Carlos intentó limpiarse, pero no logró quitarse de las manos “el aceite” del mensajero que, según dice, cubría sus manos y su cuerpo. No pudo comer durante días. La escena se repetía en su cabeza, y cuando cerraba los ojos veía el pie y los dedos temblorosos que se extendían hacia el cielo.
LA HUIDA DE CÁRTELES UNIDOS
Aunque “Cherry” se había marchado de Michoacán, continuó la pelea con los otros grupos que había traicionado. El rival agraviado, por ejemplo, hizo una “lista negra” de los conocidos y contactos de “Cherry” y comenzó a perseguirlos en Michoacán.
Esto incluía al amigo de Carlos, “Pepe”, el intermediario de metanfetaminas independiente que lo llevó a Michoacán después de esa fatídica llamada telefónica. “Cherry” había obligado a “Pepe” a que lo acompañara cuando abandonó el área, para asegurarse de que este le pagara su deuda de más de medio millón de dólares, pero “Pepe” había utilizado el caótico traslado hacia el estado vecino para escapar de los hombres de “Cherry” y regresar a Michoacán.
Carlos entró en pánico. Pensó que “Cherry” podría creer que él era responsable de la huida de “Pepe”, pero cuando hablaron, “Cherry” sólo le dijo que tenía que dejar de comunicarse con él. Así que Carlos cortó todo contacto con su amigo de toda la vida.
Pero las cosas se pusieron peores. Cuando regresó a Michoacán, Pepe asumió ingenuamente que podía seguir comprando y vendiendo metanfetamina a los otros grupos, incluido el rival agraviado, quien una vez se encontró con “Pepe” y lo asesinó. Este le envió a “Cherry” las fotos del cadáver de “Pepe”, las cuales finalmente llegaron a manos de Carlos.
Cuando vio las fotos, Carlos sintió que su propio “reloj del juicio final” se había activado. Su amigo, el que lo había conducido a ese mundo, estaba muerto. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Había recuperado su teléfono y llamó a su hermano, quien le dijo que tenía que huir, pero ¿a dónde? ¿Y cómo?
Para entonces, había sido enviado a las montañas para que se entrenara para la segunda misión: tomarse un pueblo vecino de los Sinaloas. No sería una tarea fácil. El Cártel de Sinaloa tenía unos 300 soldados en el pueblo, una fuerte presencia independientemente del lugar. Y habían estado allí durante años.
En las montañas recibían instrucción diaria de parte de un experimentado sicario de los Jaliscos. Carlos se refiere a este como un entrenamiento “más militar” que el anterior: cómo disparar con los dos ojos abiertos; cómo acercarse sigilosamente a alguien en una posición táctica; cómo transportar a un compañero que ha sido herido. Además, caminaban durante ocho o diez horas al día con mochilas pesadas y armas listas, entre otros ejercicios, algo que Carlos apreciaría más tarde mientras huía para salvar su vida. Y les daban raciones de comida pequeñas, para que aprendieran a pelear con el estómago vacío.
El plan del CJNG era rodear a los de Sinaloa con vehículos blindados y monstruos desde varios lados de la ciudad, mientras que el grupo en el que estaba Carlos se acercaba a pie desde las montañas. Dado el tamaño de las fuerzas de los oponentes y la falta de respaldo que tendría el grupo de Carlos una vez que llegaran la ciudad, él la consideraba una misión suicida. Incluso si tenían éxito, Carlos temía lo que sucedería cuando el Gobierno enviara sus tropas.
—Era algo tonto —expresa Carlos—. Los que van a quedar bien son los patrones, pues se quedan con las plazas o mueren los sicarios, mueren los pistoleros.
El grupo de Carlos llevaba unos dos meses en las montañas y se estaba preparando para lanzar el ataque cuando recibió una pista de que el Ejército venía por ellos: cuatro camiones blindados con unos 40 soldados que sabían exactamente dónde estaban. Más tarde, Carlos se enteró de que su grupo había robado varios vehículos de la zona, uno de los cuales tenía un GPS, y el CJNG supuso que el ejército lo utilizó para rastrear su ubicación.
Con la ventaja que obtuvieron, el grupo de Carlos pudo escapar del acercamiento inicial de los soldados del Gobierno, pero el Ejército los persiguió durante días. Fue en ese momento cuando Carlos y algunos de los reclutas centroamericanos que él había llevado a la organización criminal tramaron un plan para escapar.
Luego de tres días de huir del Ejército, Carlos estaba de guardia, y cuando oscureció, tres de los reclutas le dijeron al comandante que iban a traer agua. El río estaba a unos 15 minutos a pie del campamento, lo que les daba una ventana de 30 minutos. También lo habían planeado de tal manera que el vigía del CJNG no pudiera rastrearlos a través de la escasa luz.
Carlos corrió con los demás hacia la orilla del río, donde abandonaron sus equipos y armas, y comenzaron a caminar entre los árboles tan rápido como podían. Como habían estado en el bosque durante dos meses, sabían hacia dónde debían dirigirse, aunque no sabían si era la dirección correcta.
Quizá se dirigían hacia el pueblo donde estaban los sinaloenses y eso era peligroso, entre otras cosas porque varios tenían el mismo tatuaje del animal que le gustaba a su jefe y que los vinculaba a los rivales. O quizá regresaban a Michoacán, donde los otros grupos seguramente los cortarían en pedazos por haberse unido a los Jaliscos. Así que hicieron lo que pensaron que su jefe nunca sospecharía: regresaron a la ciudad donde había comenzado su odisea en Jalisco.
Caminaron durante horas. Para ayudarse, consultaban mapas en línea, pero para obtener señal debían dirigirse a puntos altos, una medida arriesgada si se tenía en cuenta la presencia continua del Ejército, por lo que en general se movían por instinto y, hasta cierto punto, por suerte.
Después de unas cuatro horas, llegaron a las afueras de un pueblo, donde se quitaron el lodo de los pantalones y se dividieron en dos grupos de dos. Una hora después se reencontraron en una gasolinera, donde Carlos, con ayuda de su teléfono, los llevó a un motel —el mismo lugar donde Carlos había cortado la pierna del mensajero de Sinaloa y donde su jefe, “Cherry”, todavía residía en una casa del grupo—.
Unos minutos después de llegar al motel, la adrenalina disminuyó y su respiración volvió a la normalidad. Al poco tiempo se dirigieron sonrisas y comenzaron a bromear de nuevo. Luego se asearon; uno de ellos fue a tomar cerveza, y otro llamó a una trabajadora sexual.
DE REGRESO A ESTADOS UNIDOS
A la mañana siguiente, sus teléfonos zumbaban cada dos minutos. Carlos les dijo que no contestaran, solamente mensajes de texto. Él le contestó uno a “Cherry”.
—Me voy a ir a seguir mi vida —escribió—. Ya no vas a escuchar nada más de mí.
—Te culiaste —respondió “Cherry”—. Córrete porque te voy a matar, hijo de tu puta madre.
A Carlos le hervía el cuerpo. Era hora de marcharse. Consiguieron transporte a Guanajuato, pero los pararon en el camino. Dos de los tres centroamericanos fueron detenidos y luego deportados. Carlos y el otro hombre lograron permanecer en México, y Carlos continuó su camino solo hacia Monterrey, a unos doscientos kilómetros al sur de la frontera entre Estados Unidos y México. Allí, su hermano había hecho arreglos para que un coyote lo recogiera.
El coyote llevó a Carlos a una casa refugio en la ciudad, donde había otras 30 personas congregadas, que subieron a varios vehículos y se dirigieron a Reynosa, en la frontera entre Estados Unidos y México. Allí los esperaba una facción del Cártel del Golfo. Los vehículos se detuvieron, y los soldados del Cártel del Golfo cotejaron la lista de los coyotes con la suya propia, nombre por nombre, para asegurarse de que se les había pagado el impuesto de US$800 por cabeza que les cobraban a los coyotes para dejarlos pasar.
Carlos esperó dos semanas en el refugio. Cuando llegó su turno, salió con un grupo pequeño durante la noche y cruzó el Río Grande hacia McAllen, Texas. Allí pasó unas noches más en otra casa refugio. Una noche, los coyotes le dieron unas latas de atún y una jarra de agua, y él se marchó con un grupo de 11 personas, más sus dos guías, para cruzar el desierto de Texas.
El grupo caminaba durante la noche. Carlos se sentía cansado, pero, debido al entrenamiento que había recibido con el CJNG en los montes, era más fuerte que los demás. Durante el día, descansaban en áreas donde las cámaras y los drones que patrullan constantemente la frontera de Estados Unidos no podían detectarlos. Cuatro días después, mientras el sol salía pesadamente por el horizonte, llegaron al punto de recogida, una carretera desolada que se extiende a través de las llanuras de Texas.
Poco después llegó una SUV grande y se metieron en ella. Carlos se sentía agotado; se quitó los zapatos y dormía de manera intermitente, aunque era difícil. Tenía calambres en las piernas y se estaba congelando.
Después de cinco horas, el conductor habló por teléfono y le dijo a alguien al otro lado de la línea que estaban en Houston. El conductor los llevó a lo que Carlos presumía que era la siguiente casa refugio. Allí, se suponía que debían ponerse en contacto con sus familiares, y que los coyotes debían cobrar la segunda parte del pago para dejarlos marchar.
Pero en cuanto los dos guías y el conductor se bajaron, alguien más se puso al volante y comenzó a conducir bruscamente. Después de cierto trayecto, el nuevo conductor les dijo a los migrantes que todo estaba bien, que esto hacía parte del proceso. Pero comenzaron a mirarse con los ojos muy abiertos. Entonces el conductor tuvo una conversación telefónica y, ahora en inglés, comenzó a decirle a alguien: “Tengo el camión. Estoy en camino”.
Carlos se dio cuenta entonces de que se trataba de un secuestro. Comenzó a ponerse los zapatos y discretamente les señaló a los demás que hicieran lo mismo. El conductor, entre tanto, puso el teléfono a un lado y continuó diciéndoles a los migrantes que todo estaba bien, que pronto les conseguiría algo de comida.
Cuando llegaron a un complejo de apartamentos, el conductor detuvo el automóvil, salió y les dijo a los migrantes que no se movieran, que pronto regresaría. Cuando estaba fuera de la vista, los migrantes abrieron las puertas del carro y empezaron a correr en varias direcciones. Carlos cuenta que corrió tan rápido como pudo durante unos tres minutos. Luego se detuvo por temor a que, debido a su apariencia y a que estaba corriendo, llamara la atención de la policía o de los funcionarios de migración.
Llamó a su hermano y le contó lo que había sucedido, luego se dirigió a un centro comercial donde alguien que su hermano conocía lo recogió y lo llevó a un restaurante guatemalteco. Estaba muerto de hambre; pidió un gran plato con bistec, pollo y camarones.
DE REGRESO A CASA
Tres días después, Carlos se duchó, se afeitó y se puso ropa limpia. Estaba con su hermano, quien le dijo que pasarían por la casa de un amigo a recoger unas mesas para una fiesta y que necesitaba su ayuda. Recorrieron en coche una corta distancia hasta un complejo de apartamentos.
Abrieron la puerta y subieron las escaleras hasta el apartamento; su hermano iba adelante. Pero cuando Carlos entró, vio que su familia estaba allí para darle una sorpresa; allí estaba su madre, su hermana y su hija de 12 años. Un video de la escena muestra que la sala quedó en silencio, mientras él miraba y le brotaban lágrimas de los ojos. Abrazó a su madre y a su hermana.
Luego abrazó a su hija fuertemente. Habían pasado 10 años desde la última vez que la había visto. Sin saberlo, había repetido el patrón que su madre había establecido. Esa idea lo asaltó más tarde, provocándole una nueva serie de lágrimas.
Poco después, consiguió un trabajo de medio tiempo, puliendo granito de mesones y jacuzzis nuevamente. Con los dos mil 400 dólares que gana al mes, paga una habitación, compra comida y consigue porciones de marihuana que le ayudan a dormir. Dice que lo que le queda se lo envía a su hijo en Guatemala, que ahora tiene tres años. Pero se le dificulta conectarse con su hija de 12 años.
Durante las primeras semanas, miraba constantemente por la ventana. Con el tiempo, su temor a un ataque sorpresa se disipó. De lo que no se puede deshacer, sin embargo, es de los recuerdos de esa pierna temblorosa y de esos dedos que apuntaban al cielo.
Dice que su objetivo es obtener el estatus migratorio legal en Estados Unidos, pero sabe que eso es un largo camino. Sus registros judiciales, a los que InSight Crime tuvo acceso, muestran que ha sido deportado cinco veces y tiene una larga lista de actos criminales. No obstante, tiene esperanzas, pues estos casos ya han sido juzgados.
También sabe que su exjefe, “Cherry”, todavía lo está buscando. Le había enviado un mensaje de voz poco antes de nuestra entrevista.
—Qué onda, pelón —le dijo “Cherry”—. No que es muy chingón. Mira con la mamada que me saliste. ¿Sabes qué? Te voy a matar.