Jorge Javier Romero Vadillo
15/08/2024 - 12:02 am
Venceréis, pero no convenceréis
"Podrá ser aprobada por una mayoría legal, pero no por ello tendrá legitimidad. Será, otra vez, producto de una facción y no del amplio consenso que requiere el orden jurídico para lograr la aquiescencia social efectiva".
Titulo este artículo con la frase atribuida a Miguel de Unamuno, entonces rector de la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, unos meses después del inicio de la guerra civil en España, en un discurso improvisado frente al general de la Legión, José Millán Astray, después de que en las alocuciones sobre el día de la “Raza”, los exaltados oradores del bando franquista hablaran de la “anti España” para referirse a los defensores del orden constitucional frente a la sublevación militar y nacional–católica.
No queda claro que esas hayan sido las palabras exactas del filósofo y novelista vasco, gran figura de la generación del 98, que había sido inicialmente partidario de la República, pero que había apoyado la rebelión, para después, poco antes de su famoso discurso y de su muerte, denostarla por sanguinaria. Sin embargo, el sentido de la frase es preciso: se puede imponer un régimen, pero algo muy distinto es ganar la legitimidad ética y la aquiescencia social que solo surge del consenso.
Algo parecido se puede decir hoy del proceso de deformación constitucional que viene si el INE y, después, el Tribunal Electoral, avalan la tramposa sobrerrepresentación que pretende Morena en ambas cámaras del Congreso de la Unión para tener las dos terceras partes de la legislatura e imponer sus reformas aniquilantes del proceso democratizador que el país ha vivido durante las tres últimas décadas. Aunque aún no es un hecho, existe la posibilidad de que las reformas, que retrotraerían al arreglo político a algo parecido a lo que existía antes de 1964, acaben por ser aprobadas, a pesar de que el apoyo a la actual coalición gobernante solo suma al 53 por ciento de los votantes, mientras que el 47 por ciento restante votó contra ella y no se puede dar por hecho el consentimiento de aquellos que se abstuvieron en la elección.
De aprobarse, el nuevo modelo constitucional sería, una vez más, el resultado de la imposición de una parte de la sociedad sobre el resto, en este caso casi la mitad de la ciudadanía. La Constitución que López Obrador le heredaría al país tendría el mismo pecado original de todas las constituciones de la historia de México: sería la ley de los triunfadores contra el resto de la población.
Toda la historia constitucional de México ha sido una historia de fracasos. Uno tras otro, los intentos de construir un orden jurídico basado en la ley han resultado frustráneos, desde que la Constitución federal de 1824 fue inútil para resolver la primera sucesión presidencial que se celebró con sus reglas. Cuando Vicente Guerrero desconoció su derrota en la elección frente a Manuel Gómez Pedraza en 1828 y provocó una sublevación para imponerse como Presidente, aniquiló al naciente orden constitucional y desató un largo periodo de inestabilidad, con costos ingentes para la vida social y económica del país.
A pesar de que después de su aprobación la Constitución federal de 1824 había generado cierta euforia entre las elites políticas del país, no había sido producto de una deliberación amplia sobre el rumbo de la naciente república. Era, en buena medida, una copia de la Constitución de Filadelfia, que ha regido a los Estados Unidos desde 1787, e instauró un modelo federal que no se correspondía con la tradición centralista del orden político heredado del virreinato, Así, en 1836 fue sustituida por una nueva carta de carácter unitario, la cual, por cierto, creó un cuarto poder, llamado “conservador”, que no era otra cosa que un embrionario tribunal de constitucionalidad, aunque el nombre sirva ahora para que López Obrador denueste a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Aquellas siete leyes supremas también fueron efímeras, pues tampoco consiguieron el respaldo amplio que requiere un orden jurídico para arraigarse en la sociedad y convertirse en el marco efectivo de las reglas del juego social.
En 1843 hubo otro intento de institucionalización centralista, de nuevo enfrentado con los ya muy reales poderes de los caudillos locales que reclamaban su autonomía en nombre del federalismo y que también fracasó. El enfrentamiento entre los poderes regionales reales y los fallidos intentos por construir un centro nacional de poder estatal llevó a la restauración de la Constitución de 1824 reformada y, finalmente, al nuevo Constituyente, del que surgió la carta liberal de 1857, tan loada por la historia oficial, pero que era, una vez más, la imposición de una facción contra sus oponentes: la ley de los liberales contra los conservadores y que derivó en otras dos guerras civiles.
Aquel conjunto de leyes tan sabias, como la llamó Madero en La sucesión presidencial de 1910, el libro con el que lanzó su candidatura contra Porfirio Díaz, también fue un fracaso desde su instauración. El propio Ignacio Comonfort, promotor del Congreso que la promulgó, se dio pronto cuenta de que con ese arreglo nadie podría gobernar y la desconoció, por lo que Benito Juárez se proclamó Presidente legítimo para, de inmediato, conseguir poderes de excepción del Congreso que le permitieran gobernar por encima de la Constitución que proclamaba defender. Durante los 14 años en los que Juárez fue Presidente efectivo o virtual solo gobernó sin facultades especiales algo así como 180 días y no fueron continuos.
Porfirio Díaz había convertido a la Constitución en una ficción aceptada, cumplida de manera ritual, aunque todo el país sabía que la única ley efectiva era el arbitrio personal del caudillo. Cuando llegó la crisis de sucesión del hombre necesario estalló otra guerra civil y cuando uno de los bandos acabó por derrotar a todos los demás aprobó su propia Carta Magna. De nuevo, los ganadores imponían sus leyes a los derrotados. En la convocatoria a la elección del Congreso Constituyente de 1916 se estableció que no podían participar quienes se hubieran opuesto con las armas al Ejército Constitucionalista, así que ni los zapatistas, ni los villistas, ni mucho menos los defensores del antiguo régimen tuvieron voz o voto en la redacción del nuevo orden.
La Constitución de 1917 también fracasó desde la primera vez que debió resolver una sucesión presidencial. Los fundadores de lo que sería el régimen del PRI tomaron el poder con un golpe militar, con el cadáver del Presidente Constitucional por delante. Después vino la época de la nueva ficción aceptada, con la Constitución como fachada, pero con el Presidente en turno como único poder efectivo, trasunto sexenal de Porfirio Díaz y uno tras otro contó con la mayoría calificada para modelar la Constitución a su antojo, pero no por ello la hicieron más efectiva como orden jurídico real.
Así pasará con la Constitución de López Obrador, con sus despropósitos autoritarios. Podrá ser aprobada por una mayoría legal, pero no por ello tendrá legitimidad. Será, otra vez, producto de una facción y no del amplio consenso que requiere el orden jurídico para lograr la aquiescencia social efectiva. Una nueva ficción, que aplazará sine díe la instauración de la democracia constitucional que requiere el país para superar sus lastres históricos. Por cierto, la respuesta de Millán Astray al discurso de Unamuno fue ¡Muera la inteligencia!
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