Por Luis Chaparro y Jesús Salas
Búfalo, Chihuahua, 15 de agosto (SinEmbargo).– En la papelería de la familia Carrejo, en el centro de la ciudad de Jiménez, Chihuahua, aún recuerdan los tiempos en que Caro Quintero era el ‘narco de narcos’. Lo recuerdan porque la calle que cruza frente al local estaba recién pavimentada, la tienda de ropa ‘La Sensación’ daba empleo a unas veinte personas, y la Papelería Carrejo nunca estuvo como hoy, habitada solo por la propietaria y un par de moscas.
Lo mismo recuerda Jorge, el dueño de la Barbacoa González. Y Ernesto, el de la carnicería dos locales más adelante.
Fue esta ciudad de 38 mil habitantes la que dio de comer y de vestir a los 7 mil obreros de Rafael Caro Quintero forzados a trabajar en un rancho que como mínimo medía mil hectáreas.
Erróneamente llamado Rancho Búfalo, este extenso terreno donde ahora se siembra chile jalapeño, cebolla y nuez, jamás tuvo nombre. El Búfalo es el nombre del pequeño poblado sin pavimentar, de apenas unas 80 casas viejas, que está unos 20 kilómetros antes de encontrarse con la gigantesca planicie.
Este pueblo, de unos 300 habitantes, está a unas cuatro horas al sur de la ciudad capital de Chihuahua, entre las ciudades de Camargo y Jiménez. Para llegar aquí hay que recorrer una carretera paradisiaca bordeada por álamos y nogales, protegida por un cielo abierto, y tras unos quince minutos de camino, la carretera termina en el muro del Bar Búfalo Bill, una antigua cantina al estilo del Viejo Oeste, señal de que se ha llegado a Búfalo, Chihuahua.
Tras las últimas casas de adobe del poblado, se extiende el campo entre los senderos de terracería. Hay que recorrer unos veinte minutos cruzando un ancho río y dando izquierdas y derechas que solo un local puede adivinar, para llegar a uno de los dos ranchos que fueron propiedad del ‘narco de narcos’ Rafael Caro Quintero.
La entrada, antes usada a manera de fachada, es una serie de pequeñas construcciones, ahora habitadas por una familia de ejidatarios de Búfalo. En otros tiempos eran utilizadas por los más de 7 mil empleados del narcotraficante dedicados a sembrar, cortar y empaquetar las miles de toneladas que se producían en su otro rancho, El Álamo, perdido unos kilómetros más al norte.
Si uno sube a la punta de la vieja cisterna de agua que provee del servicio a estas construcciones, se da cuenta que mil hectáreas, más que un número con muchos ceros, son unas montañas al fondo, difuminadas por su lejanía. Allá termina “el famoso rancho”. El rancho empaquetador de Caro Quintero.
EL RANCHO DE MANZANAS
Cuentan los jimenenses que todos los días bajaban camiones desde esas montañas para abastecerse de carne, tortillas y ropa para los trabajadores que “colectaban manzanas”.
Jorge González es un hombre de algunos 45 años, de cuerpo grande y dueño del local de barbacoa que lleva su apellido, establecido por su padre en 1951. Lo que más recuerda de aquel entonces es la cantidad de carne que pedía la gente de Caro Quintero: “Todos los días bajaban, cargaban de aquí unas cinco cajas de carne, y de otras dos o tres tiendas más, lo mismo. Cerrábamos temprano porque sacábamos lo del día en unas horas”.
El local que heredó Jorge es de apenas unos cuatro metros cuadrados más una pequeña cocina. Aún conserva la fachada histórica afrancesada. Pero a pesar de su pequeñez, es la barbacoa más consumida en Jiménez.
“Llegaban a las tortillerías y compraban todo lo que tenían. En los abarrotes también arrasaban con todo, igual en las tiendas de botas y cintos. Los vaciaban, les compraban todo. Entonces los vendedores tenían que resurtir otra vez”, dice emocionado, como viendo el tiempo regresar.
“Era mucho el dinero que dejaron en Jiménez”, se repite mientras corta la barbacoa en automático, sin mirarla.
LOS COMPADRES
Hace 28 años, en estas mil hectáreas vendidas a Caro Quintero por hombres de apellido Muriel y Monarrez, comenzó el final de la vida de un hombre y de la carrera de otro.
El primero era Enrique ‘Kiki’ Camarena, un agente estadounidense de la Agencia Antidrogas (DEA) que, a la vez que descubrió este rancho, encontró su muerte. El segundo era Rafael Caro Quintero, dueño de estas tierras que hasta el frío noviembre de 1984 olían a la fresca mata de la marihuana, y acabó su carrera cuando mandó matar al primero.
Cuando se está en estas tierras, bajo el amplio cielo, entre el olor del pasto húmedo y un silencio que suena verde, es difícil creer que sea este el epicentro de 10 mil toneladas de marihuana, 7 mil trabajadores esclavizados y el asesinato de un padre estadounidense. Pero para la gente de Caro Quintero es muy sencillo: fue una traición.
Un hombre que prefiere que en el texto se le llame solo con su inicial, D, trabajó estas tierras para ‘el narco de narcos’. Confiesa que nunca lo vio en persona, pero que lo admiraba como se admira a un cantante de pop o a un escritor.
“La traición se paga, y fue por el rancho y no por nada más que mataron a Kiki”, afirma con un tono severo, renegando de la pregunta de por qué decidió Caro Quintero asesinar al agente.
“Se llevaban de compadres. Le dio su confianza, igual que (Miguel) Félix Gallardo y (Ernesto) El Neto (Fonseca)”. Lo vuelve a decir: “la traición se paga caro”.
Enrique Camarena, era un mexicoamericano nacido en Baja California, naturalizado estadounidense y miembro de la Marina norteamericana. En 1981 la DEA lo asignó a Guadalajara, Jalisco, con la tarea de infiltrar las redes del narco. Tres años más tarde, el mismo Caro Quintero le llamaba ‘compadre’. Camarena le había prometido impunidad desde el sur hasta el centro del país y se lo cumplió en suficientes ocasiones para ganarse también a los socios de Quintero, Miguel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca.
Pronto le contaron de los dos ranchos, del avanzado sistema de riego, del proceso de empaquetado, de los 12 camiones diarios y de los 8 millones de dólares que se ganaba en cada viaje a los Estados Unidos. Camarena avisó a sus jefes, Phil Jordan uno de ellos, director del Centro de Inteligencia de El Paso, en Texas (EPIC). “Kiki Camarena sabía que los narcos seguían sus pasos mediante la DFS (Dirección Federal de Seguridad). Yo supervisé sus investigaciones en México y nos vimos nueve meses antes de que lo mataran, y me dijo: no pasa nada, son agentes de la DFS que quieren ver qué andamos haciendo”, relata Jordan. Pero no era tan sencillo. Quintero ya sospechaba de algo.
Camarena sobrevoló el rancho junto al piloto Alfredo Zavala. La DEA dio aviso al Ejército Mexicano y para noviembre de 1984 el negocio entero estaba en llamas. Se quemaron más de 10 mil toneladas de droga en los predios de El Búfalo, y se destruyó el costoso equipo de riego instalado en el Rancho El Álamo.
Quintero estaba en su natal Badiraguato cuando se enteró de la pérdida. El primero que vino a su mente fue Kiki, “el compadre”. Mandó llamar a Juan Ramón Matta Ballesteros, un hondureño que servía como contacto en Colombia para el tráfico de cocaína.
“Caro Quintero le dijo que investigara por qué el Ejército sabía tanto de ese rancho y de todo el dinero que se movía”, relata Jordan.
Y luego la confirmación: es él, es un espía de la DEA. Caro Quintero pidió que fuera secuestrado, torturado y asesinado. Y así fue. Alrededor de las tres de la tarde del 7 de febrero de 1985 una camioneta bloqueó el paso a Camarena y a Zavaleta, que caminaban frente al Consulado de su país en Guadalajara. Les dijeron que el Comandante los quería ver. “Kiki se imaginó que algún comandante de la DFS, con quienes se veía seguido para acordar movimientos. Pero era el Comandante Quintero”, explica Phil Jordan. El 5 de marzo del mismo año fueron encontrados los cuerpos de Camarena y Zavaleta en un pequeño pueblo con el nombre de La Angostura, en Michoacán.
Dicen que Caro Quintero no quería matarlo. Que solo quería darle “una calentadita” para que dijera a quién había entregado información y qué tipo de información. Pero a su gente se le pasó la mano. Dicen que cuando se enteró, Quintero comenzó a lagrimear. Sabía que era el fin de aquel título que le había costado, el de ‘narco de narcos’. Huyó a Costa Rica. Según documentos de la época, partió del Aeropuerto Internacional de Guadalajara el 17 de marzo de 1985, 40 días después de la muerte de Camarena. Para la tarde del 4 de abril, las manos de Caro Quintero ya estaban atadas y salía en avión de regreso a México donde recibiría 40 años de prisión.
Sin embargo Caro Quintero fue un hombre bendecido por las leyes mexicanas: a Quintero le tocaban 199 años de prisión, pero la legislación mexicana de 1985 impedía sanciones mayores a 40 años. Se buscó inútilmente su extradición por que la Suprema Corte de Justicia Mexicana solo avalaba entregas temporales. Con 10 años de condena por delante, Quintero recibió su última bendición la madrugada del pasado viernes 9 de agosto: debido a que fue juzgado bajo el fuero Federal, y su víctima no tenía calidad diplomática o consular, finalmente quedó libre.
EL PROGRESO
En la época del ‘narco de narcos’ nadie se imaginaba que los trabajadores “del rancho de manzanas” estaban produciendo marihuana. Además a nadie le importaba. De donde fuera que aquellos miles de pesos estuvieran saliendo no podía estar mal.
Y es que aquellos días eran tan buenos que el negocio de la hierba no solo derramaba dinero en Jiménez, sino que además -lo mejor de todo- es que en diez años se escuchó un solo disparo, que finalmente no mató a nadie.
“En todo ese tiempo le dispararon a una casa, no más”, cuando dice ‘nomás’ arquea las cejas, lo pronuncia lento, separando bien las dos palabras. Lo que quiere decir Jorge es que el beneficio era mucho y el sacrificio humano poco, a comparación de años recientes. Apenas el año pasado renunciaron todos los policías de la ciudad, no se arriesgaron a correr la suerte que corrieron 14 de sus colegas asesinados.
La señora Carrejo tiene las mismas memorias. “Eran otros tiempos”, una frase que repite cada habitante cuando se les pone de frente el nombre de Caro Quintero.
“Solamente se veían los camiones hacia los cerros. No llevaban placas. Pasaban cerca de 12 camiones diarios, iban llenos pero no sabíamos de qué”, relata.
“Después de que lo arrestaron, en el 85, todo se vino pa’bajo, de seguro ya viste que hay muchos locales cerrados, ‘pos fue desde entonces”. Ahora Jiménez se cuelga de esos recuerdos mientras atraviesan una ola de violencia y desempleo. Una de las tres fábricas que operaban allí, cerró recientemente y las otras dos, de electrónicos, trabajan a medias.
Así fue la historia de Jiménez en aquellos días. Pero Búfalo, el poblado más cercano a los ranchos de Caro Quintero, tiene otra historia para contar.
Alberto, o ‘Don Beto’ como le dicen los del pueblo, es un anciano de facciones españolas. La barbilla afilada, las orejas grandes y un bonete gris sobre la cabeza calva. Él es el dueño de la tienda de abarrotes ‘El Progreso’, que también es carnicería. “Aquí esa gente no se paró ni para comprar una cajita de cerillos”, se queja aventando el brazo al aire.
Sin que Don Beto tuviera que decirlo, la pobreza en El Búfalo se nota en las calles, en las casas y en su misma tienda, una bodega con productos de hace más de diez años que jamás nadie compró.
“Y eso que ya el Gobernador nos ayudó poquito, eh”, aclara Don Beto. En 1986, recién elegido como Gobernador del estado de Chihuahua, Fernando Baeza Meléndez visitó El Búfalo tras escuchar las historias que se esparcieron al arresto de Quintero: decían que Búfalo se forró de dinero del narco. Sin embargo lo que encontró fue una sorpresa. El tesoro que dejó Caro Quintero tras su captura fueron pantalones de mezclilla, sarapes y latas de atún.
EL TESORO DE CARO QUINTERO
En noviembre de 1984 unos 700 miembros del Ejército Mexicano llegaron a Búfalo. Rodearon la plaza y más tarde aterrizaron helicópteros en el campo.
Minutos antes, Don Beto, junto a otros habitantes de Búfalo habían visto cientos de “jovencitos y jovencitas” corriendo desde las montañas. “Pasaban por aquí todos perdidos, se escondían en las zanjas o tras los arbustos”, relata Don Beto, quien además, días después, ofreció agua a un grupo de mujeres que llevaban varios días escondiéndose sin saber a dónde ir. “Andaban todos perdidos, pobrecitos, es que ninguno era de aquí”, dice el anciano.
Caro Quintero decidió no invitar a la gente de Búfalo a trabajar en su rancho. A todos los 7 mil empleados los trajo de su pueblo natal, Badiraguato y de Mazatlán, Sinaloa. Probablemente lo hizo así para que en el pueblo cercano a sus tierras no se corriera el rumor, o para darles trabajo a sus paisanos.
Los había traído con engaños. Les prometió un pago que sonaba en miles de pesos, les dijo que solo sería una temporada y regresarían a sus casas. Pero el sofisticado sistema de riego del Rancho El Álamo lograba el milagro de producir marihuana todo el año. Incluso durante esos inviernos que llegan a reventar las tuberías de agua. Finalmente se les pagaba poco menos de 500 pesos, cuando recibían algo. Si a alguno se le ocurría salir del rancho, había órdenes de matarlo, ¿Quién se iba a enterar de un par de cuerpos en un terreno tan amplio? Pero luego del decomiso del rancho, miles de ellos viajaron a Parral, Chihuahua para tomar un autobús que los llevara a Sinaloa, a casa. Javier, un chofer de autobuses desde hace más de 30 años y quien ahora conduce la ruta de Ciudad Juárez-Chihuahua, cuenta: “en el camión iban todos contentos porque se regresaban a sus tierras, ya eran libres”.
Cuando el Ejército Mexicano llegó a quemar las más de 10 mil toneladas de marihuana encontradas aquí, decomisó el terreno y lo entregó al ejido Felipe Ángeles. Ya convertidas en tierras ejidales, el municipio las dividió y las entregó a los ejidatarios. Guadalupe es una de las propietarias de una parte del rancho. Una mujer de unos 60 años con una hija que vive en Ciudad Juárez. Ha acondicionado la antigua finca uniendo todos los cuartos que anteriormente estaban divididos en tres partes. El antiguo establo lo desmanteló e igual hizo con la bodega donde encontró el tesoro.
“Al menos nos dejó algo: ese invierno no pasamos frío”, dice Guadalupe entre una risilla tímida con el acento de la gente de aquí que pronuncia suave la letra ‘s’. Del fondo de la habitación saca un par de sarapes raídos. “‘pos ya están viejos, verdá’. Imagínese, tienen más de 28 años”. Además de los sarapes, y el terreno, Guadalupe se quedó con un libro de medicina de 1980 que encontró dentro de la propiedad.
Veintiocho años después las cobijas se hicieron viejas, la mezclilla se fue acabando, y también las latas de atún. Búfalo, Chihuahua regresó pronto a la carencia y al olvido.
LOS AMIGOS DE KIKI
Phil Jordan es un monumento. En otros tiempos fue un hombre rubio, fornido y jefe del centro de inteligencia más grande de los Estados Unidos, el EPIC (El Paso Intelligence Center). Ahora sigue siendo gigante, con las manos de piedra, pero su cabello, lo que queda de él, se ha vuelto gris. Usa unas gafas con aumento que agrandan sus ojos cansados. Los tiene así porque ha llorado dos muertes en diez años, la de dos hermanos: Bruno Jordan, en 1995 y Enrique ‘Kiki’ Camarena en 1985.
Nueve meses antes de que aquel auto de policía le pidiera a Camarena y a su piloto subir para ver al “comandante”, Jordan lo vio en el aeropuerto de la Ciudad de México. Se dieron un largo abrazo, reconociéndose en otro país, felices de que ambos estuvieran aún con vida. Jordan, como su jefe y amigo, vigilaba todas las operaciones que hacía Kiki en México. Esa semana visitaron consulados y embajadas estadounidenses en varios estados para ver que todo marchara bien.
Una tarde de mayo se pararon a comer en una finca en Guadalajara, Jalisco. Jordan estaba nervioso. Había dos hombres que los seguían desde hace unas horas. Ambos armados con pistolas calibre .45. “Me dijo Kiki, no te apures son de la DFS nomás nos vienen siguiendo para contarle a los cárteles de lo que estamos haciendo. Kiki en ese tiempo me dijo que no había peligro”.
28 años más tarde, la liberación del hombre que mandó asesinar al agente le ha reabierto la herida. Cuando Jordan describe cómo se siente, dice que es “un chingazo al corazón”. Piensa luego en que la historia pudo haber sido distinta: “Kiki era ex Marine, si hubieran estado nada más los tres -Rafael Caro Quintero, Miguel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca-, se los hubiera chingado a los tres, pero eran muchos”.
Y luego se abre la otra herida. “Es un dolor muy personal, porque era como mi otro hermano, como mi hermano de sangre, Bruno, que también me mataron”.
EL COMIENZO DEL FINAL
Esta historia termina a las dos de la mañana de un viernes de verano con un hombre saliendo de un penal de máxima seguridad. Como todos los grandes relatos, el nudo inició con un asesinato. Y comenzó aquí, en un rancho de mil hectáreas.
@LuisKuryaki
@jessus_salas