Un sistema electoral que de forma continua deja insatisfecha a una gran parte de los electores no se puede considerar democrático.
La impugnación a los resultados de ese sistema es más que el capricho de un candidato, como de forma simplista y manipuladora se quiere hacer ver.
El sistema sencillamente no funciona. No lo hizo en 2006 y no ocurrió tampoco ahora en 2012. El común denominador en ambas elecciones presidenciales ha sido la serie de violaciones que pasan frente a las narices de los consejeros del Instituto Federal Electoral (IFE) y los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), sin que ninguna de ellas tenga consecuencias.
Consejeros y magistrados se asumen como árbitros y no como autoridades. No fueron capaces de detener al entonces presidente Vicente Fox y al Consejo Coordinador Empresarial para cesar su injerencia de hace seis años, que fue más para detener a Andrés Manuel López Obrador que para apoyar a Felipe Calderón.
Ahora contemplaron cómo Televisa iba construyendo una candidatura, cómo se usaron las encuestas como arma propagandística y cómo se compró el voto, presumiblemente con lavado de dinero, sin que hasta ahora haya tenido alguna consecuencia.
Felipe Calderón fue un presidente carente de legitimidad por la manera en que se le adjudicó la elección en el TEPJF. Enrique Peña se perfila a ser lo mismo, aun cuando la aritmética de los votos sea mayor.
No es el cómputo de los votos, sino la calidad de la votación. Los mismos argumentos que usó el PAN en su momento, ahora los está utilizando el PRI: los ciudadanos cuentan los votos y los cuentan bien. Ahora hasta con un recuento mucho mayor.
Autocontenidos en su función de arbitraje, el IFE y el TEPJF se escudan en que actúan con lo que el Congreso les ha dado. Se dicen defensores de la ley, pero no de sus principios.
Ninguna democracia pasaría una burda pero efectiva campaña negra como la del “peligro para México” de hace seis años, ni avalaría la compra del voto como lo hicieron el PRI y el Partido Verde con las impugnadas tarjetas bancarias y departamentales prepagadas.
Era claro que el PAN no iba a impugnar la elección presidencial porque, tal y como está diseñado el sistema electoral, puede ganar una próxima vez. Dependerá no de los electores, sino de la calidad de trampas que pueda hacer.
No impugnó la elección, sino sólo una de las trampas, en retribución a lo que hizo el PRI hace seis años. “Oposición responsable”, le llaman a este sistema bipartidista que han creado en la práctica.
Hace seis años fue un candidato impuesto. Ahora, una criatura telegénica. Ilegítimo uno como el otro. La ley tiene que ser legitimada. Para serlo, tiene que ser cumplida por el gobernado, así sea un ciudadano común, un candidato presidencial o un magnate mediático.
Pero la condición de ley legitimada viene también de su aplicación por parte de la autoridad. Cuando el IFE o el TEPJF se pasaron durante años perdonando las ilegalidades cometidas en torno de la figura de Peña Nieto, sus decisiones acaban sin ser aceptadas por una parte de la sociedad y no sólo por el candidato excluido de ese sistema electoral que sólo posibilita la alternancia del PRI-PAN.
En la ley legitimada, la autoridad sanciona. En México, no. Sólo se simula. Peña Nieto se promocionó por años, apoyado por la televisión y gastando millones de pesos en spots sobre los “logros” de su gobierno en el estado de México. Le dio la vuelta a la reforma electoral de 2007, aprobada para evitar las ilegalidades cometidas por Calderón en su campaña.
Ahora el PAN habla de una nueva reforma electoral para evitar mañas como de las que se valió Peña Nieto, sobre todo en el uso propagandístico de las encuestas.
No habrá reforma que valga si la autoridad no es la primera en legitimar la ley, como parte de un verdadero estado de derecho.
La izquierda no puede presentarse sólo como víctima. También con sus prácticas electorales clientelares ha sido comparsa del sistema electoral del que hoy se queja. Si la izquierda reclama al IFE y al TEPJF, también debe hacerse cargo de su incapacidad para superar la subcultura política que ha hecho posible la simulación democrática.
– Apro