Dos historias de amor truncadas, una por la vida y la otra por la muerte en Días sin ti, de Elvira Sastre.
Ciudad de México, 15 de junio (SinEmbargo).– Días sin ti es una historia de complicidad a través del tiempo, la de una abuela y su nieto. Dora, maestra en tiempos de la República, comparte con Gael la historia que la ha llevado a ser quien es. Con ternura, pero con crudeza, confiesa sus emociones a su nieto escultor, un joven con una sensibilidad especial, y le brinda, sin que éste lo sepa todavía, las claves para reponerse de las heridas causadas por un amor truncado.
A través de la reflexión y de lo que enseña la melancolía, esta novela transita esos caminos por los que todos, en algún momento, tenemos que pasar para comprender que la vida y el amor son sublimes precisamente porque tienen un final.
*La información anterior pertenece a Grupo Planeta.
SinEmbargo comparte un fragmento del libro Días sin ti, de Elvira Sastre. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta.
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DÍA DOS SIN TI
NO SALGO DE LA CAMA. AÚN ESTÁS CONMIGO, TAN GUAPA, AUNQUE SEA EN MIS PESADILLAS
Habían pasado ya dos semanas desde que comenzara mi segundo año en el taller y el ritmo de las clases era bueno. Los estudiantes eran bastante aplicados, la mayoría de ellos mantenía la constancia y la paciencia que requieren los trabajos artesanales. El objetivo del curso era esculpir una figura humana haciendo hincapié en los detalles: las marcas de expresión, una mueca particular, la profundidad de la mirada.
Yo estaba muy motivado, como nunca. Llevaba tiempo buscando ese latido del que siempre me hablaba Dora y por fin lo había encontrado. La experiencia me había convertido en un buen profesor y, al enseñar, mi destreza también había mejorado.
Amaba la escultura porque sentía que a través de ella podía crear algo nuevo, algo antes inexistente. Esa libertad casi divina me daba poder, aunque también una cierta responsabilidad. Si bien es cierto que en el arte no hay acierto ni error, sino que todo es prueba, el artista debe ser fiel a lo que crea, pues sus creaciones le definen. Es necesaria, por tanto, la empatía; es preciso buscar la conexión con el que admira, con el que decide pararse a contemplar tu obra, sin saber bien por qué. En una escultura, una pintura o cualquier obra de arte que se exponga, se debe conseguir ese lazo invisible que atrapa la mirada del que pasa por delante. Igual que un libro no existe sin unos ojos que lo lean o una canción no sobrevive sin alguien que la escuche, una obra no cumple su función si no atrapa al espectador. Quizá ese propósito sea el más complicado de llevar a cabo. Ese propósito era el que yo buscaba insistentemente.
Marta llenaba de luz aquel taller. Hay personas que son como un destello e inundan los lugares que ocupan y los corazones de los individuos que las miran. Marta era una de esas personas. Para los tipos como yo, que ven pasar el tiempo despacio y observan todo con detalle pero pocas veces se atreven a agarrar la existencia con ambas manos y zarandearla para que caigan las oportunidades, las personas como ella, inmediatas y eléctricas, fugaces en su paso por nuestras vidas, imparables como los trenes que uno ve pasar, son un espectáculo. Observarla era como escuchar mi canción favorita en directo.
Dora solía decir que es breve el tiempo que lleva acostumbrarse a las sombras, pero que, sin embargo, uno nunca se hace del todo a la claridad, como si sólo nos sintiéramos a salvo en nuestros propios recovecos, allí donde nadie es capaz de llegar.
Marta prendía fuego en todos mis rincones. Su mirada, sus gestos, su piel vulnerable y a la vez indómita expuesta a la creatividad de mis alumnos conseguía que implosionara. Un día, olvidó su móvil y tuvo que regresar ya de noche al estudio, donde yo siempre me quedaba después de finalizar la clase para terminar mis figuras. Necesitaba soledad y algo de música para trabajar, la calma de un lugar caótico para hallar la concentración, y aquel sitio era perfecto.
Sería impensable no contar que Marta era lo contrario a todo aquello que yo necesitaba. Irrumpió en el taller como el primer día, haciendo ruido, con el gesto torcido y la respiración entrecortada, murmurando algo para sí misma.
—Estoy fatal, Gael. He perdido el móvil y me he dado cuenta ya en el autobús de camino a casa, he obligado al conductor a parar a regañadientes en mitad de la carretera y unas señoras han empezado a quejarse. —De pronto rompió a reír. Un destello—. Si las hubieras visto… Echaban espuma por la boca, te lo juro. ¡Qué locas! El tipo se ha jugado la vida parando, desde luego. No creo que sobreviva a la furia de esas brujas setentonas. En fin —volvió a torcer el gesto—, voy a buscarlo, ¡espero que esté aquí!
—Espera, que te ayudo.
Me acerqué con ella al rincón donde acostumbraba a dejar sus cosas, que estaba, cómo no, hecho un desastre. En esa parte, más estrecha, la luz era tenue. Marta rebuscaba concentrada y yo intentaba hacer lo mismo, sin dejar de mirarla. Había algo en el ambiente de aquel taller en esos momentos que me ponía nervioso, cierta soledad interrumpida, no lo sé, no estoy seguro.
No lo encontrábamos, así que le propuse llamarla desde mi móvil para ver si la vibración de su teléfono nos conducía al escondite. Perseguimos entre risas el soniquete por todo el estudio hasta que finalmente lo localizamos, ya tirados en el suelo, husmeando como dos sabuesos, detrás de la escalera que conducía al altillo. De repente, Marta comenzó a gritar, a chillar de una manera histérica, aullaba como un lobo con luna llena. Me agarró la mano y la apretó con fuerza, estaba fría, congelada, y continuó desgañitándose durante diez o quince segundos. Yo estaba perplejo, pero se volvió hacia mí, apremiándome con la mirada, y me uní a sus gritos.
Entonces paró.
—¿A que sienta bien? —me preguntó, muerta de risa—. Lo hago cuando me agobio. Es que me pongo nerviosa fácilmente. Hasta las situaciones más ridículas me encogen el estómago. Es la primera vez que lo hago con alguien. Con lo tranquilo que tú eres siempre, Gael… No sé si te han dicho esto alguna vez, pero gracias por gritar conmigo.
Entonces, Marta se acercó lentamente y me besó. Fue un beso de esos que no sabes si son el preámbulo de una cascada de saliva ajena por tu cuerpo o se quedarán en una caricia en la mejilla. En ese momento, bajo aquella luz suave, fui capaz de apreciar todos los azules que se mezclaban en sus ojos. Eran azules exactos y precisos. Uno de ellos era como el cielo de un pueblo de interior el 15 de junio. Otro se parecía a las aguas de la orilla de la playa de Bolonia el 19 de enero. Un tercero era igual que la pared de la casa de Frida y Diego al sol de la mañana el 29 de marzo. Otro me recordó a la cubierta de un cuaderno de bocetos que acabé el 4 de marzo. Y un último lo creí igual que el que miró Bécquer el 3 de diciembre. Marta y su estallido de azules me besaron.
Otro destello.
Aquél se convirtió en un beso interminable que no acabó hasta mucho después. Marta sólo me miraba; yo callaba y la observaba. La acaricié con las manos llenas de arcilla seca, le quité la ropa mientras perseguía con los dedos la silueta que trabajaba cada tarde, traté de aprenderme de memoria aquella figura, imprimir en mis huellas su tacto. Llegué a su rostro tratando de encontrar la mueca que hiciera diferentes sus rasgos. Con cierto asombro, descubrí un detalle que había pasado desapercibido en las sesiones de modelaje. Marta llevaba tatuada una rama de olivo en la nuca. Era pequeña y quedaba escondida con facilidad entre los mechones que no llegaba a recogerse en el moño. Parecía un boceto, como hecho a medias, pero era bonito. Me pareció curioso. Algo propio del destino. Aquello era un símbolo. No quise preguntarle por qué lo llevaba. Recordé entonces un gesto recurrente de Marta que no podía evitar hacer mientras posaba y en el que yo me había fijado: sin darse cuenta, se acariciaba la parte de atrás del cuello. Entonces me di cuenta de que lo que tocaba era aquel dibujo de tinta. Parecía que hacerlo la tranquilizaba, puede que la conectara con algún recuerdo armonioso que le hacía recuperar el equilibrio. No me equivocaba. Como si careciera de vista, quise aprender el lenguaje de su cuerpo con mi cuerpo, leer su historia, buscar un hueco para dejar la mía. Fue la primera vez que conocí la calma de Marta, la primera vez que la vi rendida y sin escudo, tranquila, en silencio, como un animal dormido.
Allí, sobre aquella mesa larga de madera, abrazados con la piel, dejamos respirar al mundo mientras nosotros nos quedábamos sin aliento. Hicimos el amor en todos los rincones del taller. Marta los iluminaba y yo me bebía sus llamas.
Al terminar, con el color del delirio todavía latiendo en las mejillas, recuperamos la respiración. Los dos temblábamos.
—Me tengo que ir —dijo Marta, de repente con expresión seria, mientras se abrochaba la camisa de la que yo, momentos antes, la había despojado. Tenía el cabello revuelto, el flequillo totalmente alborotado. Apenas podía intuir sus azules ahora.
—¿Te acompaño? —le pregunté.
—No, no te preocupes. Oye —señaló el móvil—, gracias por esto. Nos vemos mañana. —Se inclinó y me dio un beso en la mejilla—. Y por los gritos, gracias por eso también —susurró.
No nos permitían estar juntos. Nadie: ni mis padres ni los suyos ni la escuela ni siquiera los vecinos. Murmuraban, nos miraban, nos obligaban a escondernos. La diferencia de edad y mi puesto de trabajo les molestaban. Qué absurdos. Los que condenan no se dan cuenta de nada, cielo mío. Prohibir amar a un enamorado es empujarle a hacerlo. El ser humano tiene la estúpida manía de decidir sobre las vidas de los demás, de obligar y de vetar desde un falso altar moral, como si eso le diera el poder que tanto ansía y que nunca llegará a conseguir. No creo en el que mira desde arriba y niega. Los grandes triunfos de la historia se han conseguido a pesar de que alguna vez alguien los quiso impedir, ¿no es así?
Escucha esto que te digo, Gael mío: el amor es libertad, y en ningún momento consiguieron hacerme creer que lo que tu abuelo y yo hacíamos estaba mal, porque jamás me he sentido tan libre como cuando estaba con él. No trates nunca de obligar a nadie a que se quede a tu lado: dale alas para que pueda decidir libremente cuándo irse y cuándo volver. Ésa será la única manera de asegurarte un amor real y auténtico. El pájaro que vuelve a casa es el que vuela.
Las primeras palabras de amor aparecieron en cartas que tu abuelo escondía en los trabajos que yo les mandaba en clase. Era tan testarudo… La primera me sorprendió una tarde mientras corregía unos ejercicios. Yo ya andaba notando sus miradas por los pasillos, las excusas acumuladas para ser el último en abandonar la clase y su sonrisa de pillo. Sin embargo, no hacía cuentas; aún no había encontrado mi sitio en aquella ciudad y otros asuntos ocupaban mi cabeza.
En la primera carta me trataba de usted y me suplicaba una reunión ese mismo día a última hora, ya que tenía que darme algo con extrema urgencia. Pensé que sería algo relacionado con el colegio, así que esperé a que se presentara. Parece que lo estoy viendo ahora mismo, tan guapo, con su melena larga repeinada para atrás, su traje de los días importantes y esa sonrisa tan bravucona. Tenía ese «aguaje» irresistible que dicen los cubanos. Te pareces tanto a él… Ésa fue la primera vez que nos vimos a solas. Allí, plantado en mi despacho, sacó algo envuelto en papel atado con una cuerda y lo dejó sobre la mesa. «Me he fijado en que tiene heridas en las manos. El frío. Yo no los uso, no me hacen falta, así que pensé que quizá le vengan bien a usted para protegerse las manos y cuidarlas. Las tiene demasiado bonitas como para que el frío se las eche a perder.» Se marchó y abrí el paquete: eran unos guantes de lana, enormes, de color marrón. En ese instante, algo se agrandó dentro de mí.
A esa primera carta le sucedieron quince o veinte más; te las enseñaré, las tengo a buen recaudo. En ellas me hablaba de su día a día, me contaba sus aspiraciones, me confesaba que quería dejar de trabajar en las tierras de otros que guardaban sus padres, que su sueño era amasar pan y abrir una tahona como la que tenían en Cuba para que a su familia no le faltara nunca de comer, que le fascinaban mi ternura e inteligencia, que nunca había conocido a alguien como yo. Yo le contestaba con suma prudencia, le preguntaba por su gente, le reconocía que echaba de menos mi pueblo, que me notaba desorientada en Madrid, que yo tampoco había conocido nunca a alguien como él. Su madurez y sinceridad, las palabras que me decía… Todo ello tocaba mi corazón y lo conmovía. Poco a poco, su delicadeza fue ganando un espacio dentro de mí y su presencia se me fue haciendo cada vez más necesaria.
Tu abuelo ya había conseguido despertar mi amor, una atención romántica que llevaba toda la vida dormida, pues mi pasión era el trabajo y no tenía hueco para nada más. Pero el amor no tiene forma, mi vida, ya lo descubrirás, no se coloca en un rincón de nosotros y busca su espacio. El amor te agarra de las manos, te eleva y te suelta sin paracaídas. Ese vértigo es maravilloso. Y después… Durante el descenso ves los paisajes más bellos del mundo, ves tu vida clara y limpia, como una nube, y nada más importa. Dime, ¿qué más da el suelo cuando ya lo has visto todo en la caída?
El primer beso fue detrás del colegio, en un patio estrecho que conducía a una capilla de piedra. En aquellos tiempos, la enseñanza religiosa era obligatoria y todos los muchachos tenían que acudir a la iglesia a rezar. A tu abuelo le daban igual esas cosas, él decía que no creía en nada que no pudiera ver o tocar, que por eso creía solamente en mí. Nos habíamos citado allí en la última carta y yo lo esperaba ansiosa, expectante por nuestro encuentro. Tu abuelo apareció, apresurado y despeinado, como si acabara de escapar de un campo de minas. Me cogió de las manos y me abrazó. «Mi padre ha leído nuestras cartas. Dice que va a hablar con el director, que esto es algo que no se puede permitir, que va a hacer que te despidan y que, si no lo consigue, me sacará del colegio y me pondrá a trabajar la tierra. Estoy enamorado de ti, Dorita, y tengo miedo. No quiero que nos separen, quiero estar a tu lado para siempre.» Nos besamos. Fue un beso lleno de angustia y calma al mismo tiempo. Un beso rebosante de tiempo y de ganas. Nuestro primer beso, torpe y apresurado. En ese instante, ambos cruzamos una puerta que no volveríamos a atravesar. A partir de entonces, todo lo que veíamos por delante era futuro.