El Presidente Andrés Manuel López Obrador cumplirá este 2021 tres años de su sexenio en medio de una serie de políticas que por un lado han beneficado a mexicanos y por el otro han generado críticas por parte del sector empresarial, político y grupos de la sociedad civil. Los detalles de este proceso lo describe el analista político Hernán Gómez en su más reciente libro AMLO y la 4T. Una radiografía para escépticos.
Ciudad de México, 15 de mayo (SinEmbargo).– La llegada de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de México y su movimiento llamado la "Cuarta Transformación" ha traído una serie de cambios, para algunos considerados como necesarios y para otros como una amenaza, que se hacen más visibles a casi tres años de su administración.
Pero, ¿cómo han sido estos años de un Gobierno de izquierda en el poder?, ¿ha generado polarización como acusan algunos? Los entretelones entorno al Presidente López Obrador y su movimiento los desvela Hernán Gómez Bruera en su más reciente libro AMLO y la 4T. Una radiografía para escépticos.
El lector podrá encontrar el retrato de un López Obrador lleno de claroscuros, complejo y pragmático, y de un movimiento sustentado en una variedad de agrupaciones sociales y alianzas políticas.
El texto transita por la trayectoria política del Presidente, los puntos más altos de su gestión en Palacio Nacional (como el combate frontal a la corrupción y a los grupos de interés, los programas sociales o las políticas laborales) y aborda su relación de diálogo y enfrentamiento con los representantes del poder económico, los medios de comunicación, los organismos autónomos y las organizaciones de la sociedad civil.
A continuación, SinEmbargo presenta en exclusiva para sus lectores un fragmento del libro AMLO y la 4T. Una radiografía para escépticos (Oceano, 2021), de Hernán Gómez Bruera, por una cortesía otorgada bajo el permiso de Oceano.
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LA LÓGICA DE LA POLARIZACIÓN
Los detractores de López Obrador lo han criticado desde siempre por “polarizar” a la sociedad a través de su discurso. “Todos los días, el Presidente de México elige un enemigo y lo embiste”, escribió Denisse Dresser. “Hasta hace unos años, los adjetivos chairo y fifí no estaban en nuestro vocabulario”, se quejaba amargamente otra columnista en El Universal que sentenciaba: “Esta inútil segmentación, esos sectarios grupos de mexicanos son creaciones de la clase gobernante”.
De forma análoga el periodista Joaquín López-Dóriga señalaba: “Nadie polariza más que el presidente de la República”. Pablo Hiriart ha ido incluso más allá: “La polarización galopa en México con el impulso que cada mañana le imprime el presidente de la República, para forjar lo que será lo peor de su legado: un país donde sus habitantes odian al que piensa diferente”. Hasta el poeta y activista Javier Sicilia ha criticado eso que denomina el “monótono y cansado lenguaje polarizador” del Presidente.
Si algo llama la atención es que, antes que tratar de encontrar las causas de esa polarización en una realidad social injusta y desigual, estas voces ponen el énfasis en la existencia de una suerte de agente empeñado en polarizar . Para estos y otros comentócratas escapa el hecho de que “para polarizar se necesitan dos”, como recordaba Jorge Zepeda Patterson: que polarizan tanto las descalificaciones del Presidente y su visión del mundo en blanco y negro como la conducta de quienes tanto lo desprecian y permanentemente buscan antagonizar con él.
¿O acaso no son formas de polarización todos los adjetivos que comentócratas y políticos pejefóbicos le han endilgado a López Obrador y a sus seguidores a lo largo de su vida política? Que el lector juzgue: “jodidos, prietos sin varo” (Pedro Torreblanca, 2014), “bola de renegados” (Vicente Fox, 2006), “huestes de carne de cañón” (David Romero Ceyde, 2006), “súbditos de un orate” (Diego Fernández de Cevallos, 2018), “feligresía irracional” (Isabel Turrent, 2018), “perrada” (Vicente Fox, 2018), “medida de miseria humana” (Enrique Krauze, 2008), “pejechairos” (Felipe Calderón, 2018), “legión de idiotas” (Ricardo Alemán, 2018), “bola de huevones” (Margarita Saldaña, 2006), “chairos huevones” (David Páramo, 2018), “violentos, macheteros amarillos” (Roberto Madrazo, 2006), “resentidos sociales, pobres y sin estudios” (Carmen Salinas, 2018), “prietos que no aprietan” (Enrique Ochoa Reza, 2018), “pejezombies” (Jaime Rodríguez, el Bronco, 2018), “zoológico” (Macario Schettino, 2018), “nazis violentos” (Francisco Calderón, 2008), “masa ignorante” (Víctor Trujillo, Brozo, 2019). Si AMLO fuera el protagonista de la novela polarizante, expresiones como éstas han desempeñado el papel antagónico que alimenta esa polarización.
La experiencia de los populismos de izquierda en América Latina muestra cómo la polarización no ha venido sólo de sus dirigentes, sino en gran medida del tipo de oposición que han enfrentado. Al final, como recuerda Casullo, todos los populismos sudamericanos de izquierda tuvieron serias amenazas a su gobernabilidad: manifestaciones y paros de los sectores agropecuarios prolongados; sublevaciones policiales o regionales de ciertas provincias o golpes de Estado como los que ocurrieron en Venezuela en 2002 y en Bolivia en 2019. Crisis de gobernabilidad se vivieron también en Brasil, con la destitución de Dilma Rousseff y la detención infundada contra Lula da Silva. En el caso de la Venezuela de Chávez, Chantal Mouffe recordaba en una entrevista cómo las élites siempre lo trataron como un intruso y nunca aceptaron su legitimidad. “Cuando tienes un opositor que te trata como enemigo, ¿cómo lo puedes tratar como adversario?”, se pregunta la autora. Por eso al denunciar la polarización no debemos olvidar que mucho depende del lugar desde el cual miramos al oponente.
Las voces que en México acusan al Presidente de polarizar olvidan, como escribe Zepeda Patterson, que la descalificación en contra de AMLO fue ejercida tiempo antes de que llegara a la primera magistratura, cuando era un opositor enfrentado a un sistema mucho más poderoso que él mismo, el cual buscó cerrarle las puertas a una participación equitativa y legal a través de las instituciones democráticas. Basta con hacer un poco de memoria: incluso antes de 2006 se instrumentó una auténtica operación de Estado para evitar que la izquierda representada por López Obrador ejerciera a plenitud sus derechos políticos mediante un escandaloso desafuero a través del cual, con la complicidad del Congreso, la Procuraduría General de la República y algunos jueces, se puso en marcha un plan para excluir al entonces candidato perredista de los comicios, “violando así todo compromiso ético con la idea de un país de pleno derecho”.
¿Acaso semejante actitud podría ser recibida de forma amistosa? ¿Y qué decir de lo que ocurrió más adelante, cuando quienes hoy están en la oposición calificaron como “un peligro para México” a quien entonces tan sólo era un adversario político con el mismo derecho que cualquier otro de competir en una elección? Como escribió entonces Adolfo Sánchez Rebolledo, esta forma por demás polarizante de referirse constantemente a López Obrador durante la elección introdujo un “dardo envenenado en la vida pública que distorsionó la visión del enfrentamiento político entre izquierda y derecha, como si en verdad se tratara de una guerra donde sólo esta última podía ganar con legitimidad”.
Los críticos de AMLO olvidan también que eso que llaman “polarización” se alimenta muchas veces de un resentimiento legítimo: de un orden social, económico y político injusto que excluye a más de la mitad de la población. Que este país ha estado profundamente dividido incluso antes de llamarse México, desde que el barón Alexander von Humboldt señaló al visitar la Nueva España que “México es el país de la desigualdad” y que “en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortuna, civilización, cultivo de la tierra y población”.
Cuestionado en una entrevista sobre la polarización en el país, López Obrador respondió: “Existe polarización política, ha existido toda la vida, es hipócrita pensar que no. Es más transparente decir que sí, que tenemos posturas distintas; es válido en todas partes”. Comparto esta visión porque, finalmente, una democracia necesita ofertas políticas diferenciadas y que se expresen con claridad. En el fondo, el miedo a la polarización tiene que ver con la preferencia por eso que Chantal Mouffe denomina “el consenso en el centro”, uno en el cual la centroderecha y la centroizquierda promueven una política tecnocrática que apenas se diferencia en aspectos menores, sin que exista una confrontación sustantiva. Bajo esa visión, se impone una suerte de centrismo radical donde las diferencias entre izquierda y derecha se reducen cada vez más. La polarización, en ese sentido, no actúa en detrimento de la democracia, como algunos creen.
El populismo no es la única estrategia política que apela a la polarización. Tanto el fascismo como el comunismo implicaron altas dosis de antagonismo: lo que representantes del primero llamaban “la raza” y los segundos “la clase” fue utilizado para demarcar la disputa política. Es innegable, sin embargo, que los populismos ciertamente apelan a este tipo de recurso como parte de una vía para dividir a la sociedad en dos campos antagónicos. En efecto, en la medida en que representa una estrategia particular de construcción de identidades políticas, la efectividad se mide por su capacidad de partir a la sociedad en bandos opuestos. Esa polarización es generalmente promovida por un outsider del sistema político y está marcada por la personalización, es decir, por la emergencia de un liderazgo que cuestiona no solamente a los partidos existentes sino también a otras instituciones del gobierno representativo, como el Poder Judicial o los medios.
Salvo para quienes tienen algo que perder o ven sus intereses económicos directamente amenazados, la polarización no debiera asustar, sobre todo cuando se trata de politizar nuestras desigualdades. A diferencia de lo que ocurría hace tan sólo unas décadas, hoy el tema es abordado por académicos, organismos internacionales y políticos de distinto signo. Sin embargo, no es lo mismo hablar desde una fría y cómoda distancia que hacer del tema parte del debate social y político. Se equivocó, al respecto, uno de los críticos de la “polarización” obradorista al escribir: “La desigualdad no se combate evidenciándola, sino con el esfuerzo conjunto de todas las áreas del gobierno y de la sociedad. Se repara con re-estructuras económicas [sic] que logren una sociedad más justa. La desigualdad la debemos combatir todos unidos”. Y se equivoca porque la desigualdad nunca se va a superar a través del “esfuerzo unido” de todos: simple y sencillamente, en la ecuación hay unos que tienen mucho que perder.
Han sobrado ejemplos de ello desde que AMLO asumió el gobierno. Basta con revisar, por ejemplo, la irritación que causó en ciertos sectores el que las vacunas no estén a la venta en el mercado o que durante el primer día en que iniciaba la vacunación a adultos mayores algunos tuvieran que hacer filas cuando hay que vacunar a toda la población. O la cantidad de veces que, frente a decisiones de esta administración, las respuestas de un sector pasan siempre por descalificaciones como las de “nacos”, “ignorantes” y otras que cité más arriba.
Lorenzo Meyer señala que, históricamente, han sido los momentos de polarización los que han permitido modificar la distribución del ingreso en nuestro país. En las épocas de ausencia de polarización política, como fueron las de la pax porfiriana y la pax priista, se ahondaron las diferencias socioeconómicas. Esa tranquilidad que algunos hoy echan de menos descansaba en un orden social que fomentaba el mantenimiento de la marginación y la explotación de las grandes mayorías. De ahí que la polarización sea tan necesaria para politizar las desigualdades, esto es, debatirlas sin subterfugios, ponerles nombre y apellido; generar una movilización social y política para contrarrestarlas. Implica llevar la discusión más allá de la esfera de ciertos círculos cerrados para convertirla en un tema de todos y obliga a cuestionar las razones de que algunos grupos tengan más ventajas que otros. Que los de arriba puedan razonar sobre las implicaciones concretas de vivir en una sociedad donde, en vez de premiar el talento, la productividad o el esfuerzo, se enaltecen los vínculos familiares, los compadrazgos, el origen social o el tono de piel. Implica también que los de abajo se hagan más conscientes de que su condición no es un hecho natural o inevitable.
Carlos Bravo Regidor ha planteado que no es posible asemejar la polarización con la politización. Para él, uno y otro términos no son equiparables porque “polarizar es extremar las discrepancias, partir a una población entre dos grupos distantes y excluyentes”, mientras que “politizar es crear conciencia sobre el carácter político de un asunto, visibilizarlo como problema público, impugnarlo como relación de poder”. El autor señala que, mientras que la polarización nos obliga a escoger entre dos opciones incompatibles en una dicotomía amigo/enemigo, la politización convoca “escuchar otras voces, a ponderar perspectivas desconocidas o distintas, canalizando el conflicto por una senda más constructiva: la de admitir la legitimidad de las diferencias y la necesidad del diálogo”. En su lógica, “polarizar es dividir; politizar es discutir”. A su juicio, lo que ha sucedido con la 4T es que la polarización llevada a su límite tiene un efecto “despolitizador” en la medida en que desaparece la pluralidad, nos obliga a tomar partido y “cancela la conversación”. Al analista le preocupa, en ese sentido, que “la polémica parece cada vez más reducida a una guerra de posiciones, o mejor dicho de poses, a su favor o en su contra”.
Ciertamente, la polarización simplifica el debate político, anula los matices e impide que ciertas voces que buscan ubicarse en posiciones centristas adquieran resonancia. Sin embargo, el analista recurre a una terminología a modo, al atribuir al concepto “politización” una definición propia del deber ser —la que a él le gustaría quizá desde una perspectiva liberal—, donde se presenta una gran diversidad de posturas, voces plurales que se escuchan respetuosamente en un espacio público racional y muy kosher, como si todas ellas tuvieran el mismo peso político, la misma fuerza y representatividad social. Lo que es más, el autor parece dispuesto a aceptar la politización siempre que sea en sus términos y deje fuera cualquier expresión que desestabilice su entendimiento sobre los límites del statu quo. Antes que ser conceptos antagónicos, la polarización es la forma que adquiere la politización en una lógica populista, cuya naturaleza, parafraseando a Ernesto Laclau, tiene que ver con la agregación de una serie de agravios y demandas dispersas. La polarización, en ese sentido, es su reducción a una lógica de adversarios donde se sitúan en veredas opuestas las élites y el pueblo.
El discurso en contra de eso que llaman “polarización” en el fondo encierra un rechazo y una fobia a discutir un orden social que favorece los intereses de las élites o las oligarquías y en el que, más allá de lo que algunos quisieran, siempre hay un vencedor y un vencido. En el llamado a “no dividir” que formulan hoy varias plumas conservadoras yace un profundo temor a que se revele políticamente todo aquello que nos divide material y socialmente; una intención por mantener todo eso fuera de la discusión pública; un evidente miedo a que los grupos sociales desfavorecidos se asuman como un sujeto colectivo, que se empoderen. Y que al hacerlo pongan en riesgo no sólo sus condiciones materiales de privilegio, sino, sobre todo, su papel como guías de la opinión de “las mayorías” y de la clase gobernante.
La comentocracia mayoritaria que maquila estos discursos insiste en que hay un líder, un movimiento y un grupo de intelectuales afines que buscan “dividir a los mexicanos”. Se engañan porque esa división y esa polarización frente a la cual se dicen tan preocupados han estado por años entre nosotros. Están directamente asociadas a nuestra desigualdad, ese “tatuaje histórico que nos marca”, como bien escribió Tomás Eloy Martínez.
Aunque el conservadurismo se indigne de que se divida a los mexicanos entre “pueblo” y “señoritingos” —y por más que la señora Dresser se enfade porque no la consideremos parte de la categoría “pueblo”—, hacerlo tiene una utilidad discursiva desde una lógica populista: sirve para generar identificaciones políticas, para delimitar los campos de una disputa de un conflicto inevitable si se trata de cambiar una realidad tan desigual como la nuestra. Esa división adquiere cabal sentido cuando reparamos en la propia lógica divisiva entre conservadores y fifís, que se revela claramente en su tendencia a la segregación —social, residencial y educativa—, al adoptar un modo de vida que busca apartarse de las mayorías y que incluso se manifiesta en la terminología que adoptan en su lenguaje público y privado, a través de términos coloquiales como “gente como uno” o “zona vip”. Todo ello sugiere que lo que les molesta en realidad no es que se divida a la sociedad —en el fondo eso no les parece mal porque lo han buscado siempre—, sino que en esa división ellos no lleven las de ganar.
Numerosas voces le reclaman a un presidente que los llama “fifís”. No deja de extrañar que el empleo de esa terminología los lleve a conformar una cruzada de unidad nacional antipolarización, cuando por años les hemos escuchado hablar en contra de los “nacos”, los “ñeros”, la “chacha” o el “godín”. En el colmo del absurdo, algunos se dicen sujetos de “discriminación”, un término cuyo significado evidentemente no entienden, tal vez por desconocer que hace muchos años quedó zanjado el debate sobre la “discriminación al revés”; que si el integrante de un grupo en desventaja niega un derecho a alguien que pertenece a un grupo históricamente aventaja- do no está ejerciendo discriminación. Será otra cosa, quizás un sentimiento de frustración y resentimiento justificable y entendible, y mientras no esté acompañada de una violación efectiva de un derecho —como sí lo está la discriminación—, podrá causar una molestia, pero nada más.
La fuerza antisistema que tomó el gobierno por la vía electoral en 2018, recuerda Lorenzo Meyer, se ha propuesto cambiar la orientación del poder enarbolando un leitmotiv: “Primero los pobres”. Intenta formar una estabilidad política que ya no encubra las complejas contradicciones de la sociedad mexicana del presente, sino que las disminuya. “Tamaña operación no puede tener lugar sin herir a intereses creados, sin despertar el desconten- to e irritación de los acostumbrados a que los escalones bajos de la sociedad acepten como natural soportar el peso de los superiores”.
En una entrevista que hice en 2005 al escritor argentino Rafael Bielsa, quien fuera canciller durante el primer gobierno de Néstor Kirchner, le pregunté acerca de las críticas que recurrentemente hacían al expresidente de esa nación por abrir numerosos frentes de conflicto, y por qué permanentemente se generaba toda suerte de éstos. Su respuesta bien puede extrapolarse al México de 2021:
No siempre debemos darle a la idea del conflicto una connotación negativa. La política de transformación requiere de un cierto grado de conflicto. Es difícil no ser conflictivo cuando se trata de dejar atrás lo que estamos tratando de dejar atrás. Debemos aprender a convivir con la lógica del conflicto, sin que ello nos genere demasiado desasosiego. En definitiva, un conflicto sabia- mente manejado es indispensable para hacer posible una realidad distinta. Si la política siempre es confortable se vuelve conservadora. Es evidente que si queremos cambiar las cosas de manera estructural no podemos evitar dosis de conflicto. Tenemos que dejar atrás ese miedo patológico al conflicto y aprender a pensar que el conflicto tiene una lógica. ¿Cómo salir de la boca del volcán que durante años nos magnetizó para que hiciéramos lo que no debíamos, si no es con una fuerza de sentido inverso que nos permita hacer lo que es debido? A ese proceso los adoradores de las formas lo llaman “exceso de conflictividad”, y los asusta que haya “demasiados frentes abiertos”. No hay lugar para la cosmética aquí, ni tenemos tiempo. Es hora de poner fin a esa democracia taciturna. El conflicto sirve. No podemos negar temblorosamente su existencia bajo el paraguas de un forzado consenso. No debemos satanizarlo por mero ritual de confort, sino entenderlo para mejor administrarlo. Tenemos que hacernos a la idea de que el conflicto estará entre nosotros por mucho tiempo y hay que hacer algo con él. Yo me pregunto, ¿y si el conflicto fuera la energía que necesita nuestra sociedad para dinamizar los cambios?, ¿y si lo usáramos dialéctica y provechosamente? ¿Y si nos llevara hacia el futuro elegido en vez de hacia el pasado tan temido? Tenemos conflictos porque estamos cursando una bisagra de la historia.
Los que hoy tanto temen el conflicto y la polarización son los mismos que ayer celebraban y endiosaban un supuesto consenso entre posiciones centristas al que hoy debemos muchos de nuestros problemas. El lenguaje de la transición glorificó tanto esa palabra que acabó por imponer el silencio a millones de mexicanos. El ejemplo más acabado de esa lógica tan poco conducente a la pluralidad democrática fue el Pacto por México, una alianza entre las cúpulas partidistas que terminó por pervertir la palabra consenso para ocultar detrás de ella acuerdos nefastos: desde aquellos que facilitaron los llamados “moches” en el Legislativo hasta la imposición de ministros en la Suprema Corte y otros funcionarios en una lógica de cuotas y de cuates en la que se negociaron beneficios personales a favor de ciertos políticos.
Los límites de nuestra grieta
La importancia de administrar el conflicto y aceptar el carácter inevitable de la polarización es innegable. Sin embargo, esto no implica que el conflicto no deba tener límites. Vale la pena, entonces, preguntarnos cuáles deben ser. Del tema habló Alberto Fernández durante su campaña a la presidencia de Argentina en 2020, al referirse a esa “grieta” que se hizo visible durante el gobierno de Cristina Kirchner y se ensanchó aún más durante el macrismo, a instancias de la propia derecha. El término captura la distancia que separa a millones de argentinos y que ha establecido una división ideológica muy profunda. Vocablo importado de la geología, grieta da la idea de un temblor y una ruptura irremediable y definitiva en una suerte de enfrentamiento perpetuo e insuperable.
Fue el periodista Jorge Lanata —paradójicamente un periodista antikirchnerista caracterizado por su discurso polarizante— quien en agosto de 2013 acuñó el término de esta manera:
Hay como una división irreconciliable en la Argentina, a esa división yo la llamo la grieta y es lo peor que nos pasa. Y va a trascender al actual gobierno, que se irá. La grieta igual va a permanecer, porque ya no es política, es cultural en sentido extenso, tiene que ver con cómo vemos el mundo. Ha separado amigos, hermanos, parejas, compañeros de laburo. Esta historia de que quien está en contra es un traidor a la patria [...] Creo que todos somos la patria, creo que todos somos el país, creo que nadie tiene el copyright de la patria, la Argentina no es una marca registrada de nadie, de ningún partido, de ningún movimiento, de ningún gobierno, sea el que sea, y nadie tiene el copyright de la verdad. Y ojalá alguna vez podamos superar esta grieta, porque dos medias Argentinas no suman una Argentina; dos medias Argentinas son dos medias Argentinas, no suman una Argentina entera.
Desde 2006 en México hemos vivido algo similar a una grieta entre obradoristas y antiobradoristas, que se ha ampliado a partir de la elección de 2018 y que continúa ensanchándose. En alguna medida la grieta política es in- evitable porque surge a su vez de una profunda división social y económica. Ciertamente la polarización causante de esa grieta es útil en la medida en que politiza las desigualdades, les pone nombre y apellido, y visibiliza en el debate público el drama silencioso que se vive en la sociedad. De la grieta que vivimos no hay un solo responsable. Como ya he señalado, se equivocan quienes afirman que sólo AMLO polariza. Lo mismo lo hacen él, sus segui- dores y sus simpatizantes que sus opositores en la comentocracia y la política partidista.
Con todo, la grieta no puede crecer hasta el infinito. El Presidente y la clase política, todos en general (en cuanto esta polarización nos involucra cada vez más), tenemos que aprender a distinguir entre los conflictos inevitables y necesarios, de los innecesarios e inexplicables. Debemos ser capa- ces de preguntarnos: ¿hasta cuándo y hasta dónde? Y es que la grieta puede hacerse visible en determinados momentos, pero llega un punto en que debemos comenzar a suturar. La grieta mexicana está causando que dejemos de hablar con quien no piensa como nosotros. Ha generado rupturas familiares, ha convertido a viejos amigos en adversarios o —más triste aún— en enemigos. No podemos vivir peleados entre nosotros para siempre. Recientemente, también ha dividido a la propia izquierda: entre quienes creen que el obradorismo es una oportunidad histórica y quienes lo ven como un lastre. Las rupturas incluso se viven dentro de los propios bandos enfrentados, don- de aquel que promueve la crítica interna o no se ubica en un extremo de radicalidad es inmediatamente visto como pusilánime o traidor por quienes se reivindican como ideológicamente puros.
El problema de esta situación es que ahoga los matices e impide una discusión política racional. En un escenario como el que hoy tenemos quienes participan en el debate público tienden a adoptar posturas extremas y utilizar un lenguaje impostado como estrategia para no desdibujarse en el debate público. Pareciera que polarizar genera rating. Al final, la grieta que estamos viviendo nos afecta a todos porque impide hallar puntos de encuentro, impulsar agendas comunes, adoptar políticas susceptibles de avanzar a través del convencimiento y la persuasión (y, como tales, capaces de perdurar) e incluso sumarse a una crítica constructiva que en ciertos asuntos es indispensable para lograr cambios positivos. Más aún, elimina ex ante la posibilidad de dar continuidad a políticas, instituciones y horizontes benéficos, al convertir toda arena en política y toda acción en revancha.
No se trata de relativizar las posturas políticas de cada uno o situar- se en la inexistente Corea del Centro. La disputa política está y estará situada, inevitablemente, en dos principales bandos, nos guste o no. Unos y otros, sin embargo, tienen que encontrar la manera de dialogar, deliberar y pensar juntos. La grieta debe tener límites para no llevarse al país en medio. Alberto Fernández lo entendió así en la última campaña electoral, cuando en una entrevista señaló: “Yo estoy acá para cerrar la grieta y voy a hablar con to- dos los que tenga que hablar para lograrlo. Estoy terminando con los símbolos de la grieta, después de eso está el nosotros como sociedad y la necesidad de respetarnos”.19 En última instancia, polarizar hasta el infinito puede tener sus consecuencias. Una de ellas —la más seria de todas— es la posibilidad de que el péndulo eventualmente oscile de la izquierda hacia la extrema derecha, encontrando una postura aún más polarizante que la propia, como ocurrió en Brasil con el triunfo de Bolsonaro o en Estados Unidos con el de Donald Trump.
En suma, si bien la polarización es útil en determinadas coyunturas o ante ciertas situaciones, igual que hay momentos para amar y momentos para haber amado, también los hay para polarizar y para haber polarizado. Vivir en un pleito eterno convertido en condición normal y natural, en práctica de todos los días, nos conduce a una situación de Pedro y el Lobo: hace que cuando debamos dar una pelea para algo que realmente importe y valga la pena nuestras energías se hayan consumido en nimiedades y no tengamos la credibilidad suficiente para utilizar el conflicto de manera productiva. Al mismo tiempo, hacer de cada tema, por pequeño o grande que sea, una batalla campal, simplemente para mantener la lógica divisiva, es caer en una trampa terrible. Semejante lógica puede llevarnos a defender cuestiones aberrantes sólo porque quien las plantea está de “nuestro lado” u obviar las necesarias y rechazar las positivas únicamente porque quien las dice se sitúa en la vereda opuesta. Necesitamos recuperar un terreno común en torno a una serie de agendas y valores fundamentales que no sean parte y víctima de la grieta y que no nos permitamos ensuciar. No es difícil encontrar ejemplos: los derechos humanos, la dignidad humana o la salud de todos los mexicanos son algunos de ellos.