Jaime García Chávez
15/04/2024 - 12:01 am
El ayer llegó de repente
“Si recuerdo eso es porque me ata a la política pasión igual que la que amarra al pintor a su paleta y al lienzo, al músico a su pentagrama y las partituras y a los poetas a la palabra que vale oro y diamante y nunca a dinero”.
Tengo el gusto de anunciar a mis lectores de SinEmbargo la publicación de mi nuevo libro El Ayer llegó de repente, bajo el sello de Mubis. El libro abre con este prefacio:
“Una tarde de fiesta en la cabaña del arquitecto José Hernández Marroquín, en la calle de Bolivar 320, se armó una polémica sobre la autoría de la canción “Amapola” con el director del trío musical Petit Comité, Carlos Aguilar Weber. La chelista Mireya Pérez Ríos reservó sus opiniones porque lo suyo es la música profunda. Aguilar Weber afirmó, a botepronto, que pertenecía a Manuel M. Ponce por su sabor nacional a lo mexicano que se asocia al autor de “Estrellita”.
Sin más afán que develar la verdad, opiné que “Amapola” era fruto maduro de José María la Calle, que de antaño lo sabía. Me apoyó la mezzosoprano Paloma Salmón Trejo, lo que me pareció determinante.
Deliberamos fraternalmente. No habría ni ganador ni vencido, como en las buenas democracias, cuando se delibera con igual pasión para llegar a una decisión compartida. Fue en ese momento que nació la idea de hacer este libro”.
A su vez, la casa editorial reseña lo siguiente:
“El presente volumen condensa casi una década del pensamiento de un hombre de su tiempo y, a la vez, representa el testimonio de una época. Esta es, quizá, la obra mayor de la narrativa garciachavina de los últimos años, donde se funden la pasión por la política en su deber ser, en el amor a una patria que no termina por conciliarse, en el contexto de su ya larga promesa democrática, y en una vida inspirada en los más altos estándares éticos y derechohumanistas. Es la versión de primera mano de un ciudadano preocupado, en toda la extensión de la palabra, que ha incidido, desde la teoría y la práctica, en la vida pública y social de Chihuahua.
También es un guiño al pasado, un paseo por los pantanos del poder, a veces en solitario, y una excursión por las alamedas de la cultura, los jardines del arte, los laberintos de los libros que importan, las venturosas amistades; todo ello al calor de renovadas apuestas, entre el amor y el humor, sobre el presente, y una mirada en perspectiva hacia el futuro.
Y puede ser, si la sensibilidad de cada quien lo permite, una guía para los días difíciles en una nación nada fácil de comprender”.
Con esta entrega, reproduzco el texto inaugural del primer capítulo:
***
Caminar sobre la noche
“El hombre se ha hartado de cambiar la Tierra. Es tiempo de que la Tierra cambie al hombre”.
—Julio Cortázar. La vuelta al día en ochenta mundos.
Caminar sobre la noche. Con Borges, pienso: muchas calles están vedadas a mis pasos y otras son las que ya he recorrido en sumisión. Por motivos laicos, urbanos y de vecindad, llegué al atrio de la catedral barroca de Chihuahua. Aún no se había consumido el último segundo de la primera hora del domingo 29 de marzo. La noche no era primaveral, empero las estaciones mutaban, no se definían aún y el recuerdo del invierno era inevitable. El frío de nuestro hemisferio no había sido tan intenso como otros años, de hecho éramos testigos de que el hielo y la nieve nos habían abandonado. No era ese tiempo –inexistente– de antes, de crueles temperaturas bajas que sólo los muros del viejo templo colonial han resistido, con su cantera y mampostería colocada por ancestrales constructores de las catedrales que ancladas en la tierra se elevan a un cielo que conserva sus colores azules cobaltados y en ciertas tardes toman la tonalidad de un premonitorio arrebol sangrante, dando testimonio astral de que el Sol se guarda para reiniciar su presencia a las primeras horas de un nuevo día.
Frente al templo, la plaza pública, y en su derredor la presencia de los edificios que guarecen a los representantes de las instituciones. También está el comercio, a esa hora en el obligado receso de una ciudad con tintes de lejana provincia. Para mí las calles de Chihuahua han sido la casa comunitaria y política, donde con muchos otros, mis iguales, he querido resolver “contradicciones no aptas” –nos dijeron– para dar causa a la concordia con sacrificios. Esa noche, solitario y perplejo, quise hacer un viaje, recordar momentos, interrogarme sobre un futuro que ya nos alcanzó.
Una semana antes, había terminando de leer, con extremo cuidado y anotaciones precisas, un voluminoso libro que defiende la Ilustración, uno entre muchos. Sus postulados abonaron con cimientos a la idea del progreso, la razón y la ciencia. En realidad, ha sido un tema que me apasiona en el campo de la historia de las ideas: produce “gente peligrosa”, radical, generadora de reclamos y derechos que van mucho más allá de lo legítimo. Ese texto no fue lo que yo esperaba, me llevé sorpresas; de todas maneras me dejó en mejor condición en favor del optimismo y en contra de la estridencia que frecuentemente acompaña al discurso político corriente en estos días, más si se pronuncia desde las gradas de lo que se llama “izquierda”, aunque ese concepto es cada día más nebuloso, inexplicablemente.
Me enrumbé hacia el sur por la calle Independencia y recordé la vieja ciudad, la que no existe con su patrimonio construido, borrado por sucesivos gobiernos de trogloditas con piqueta en mano. Imaginé, girando sobre mis espaldas, la cantera del Hotel Hilton y sólo vi la perspectiva de una larga calle sin encantos. En el asiento del edificio que fue centro nervioso de las injusticias y las finanzas durante el siglo pasado, ahora está una oficina pública municipal. Ahí seguimos siendo tributarios, como antes y ahora, de un progreso cuyo perfil jamás nos preguntaron si estaba entre nuestros deseos primordiales. En ese lugar un déspota, adinerado, perdió la vida por truncar un amor a su hijo, beneficiado del mayorazgo, tema de una novela que algún día alguien, con diestra mano, plasmará en un libro. Como un espectro se me presentó lo que fueran dos salas de cine: el viejo Alcázar y el moderno Plaza, hoy convertidos en almacenes de vehículos. Recordé una librería de mediados del siglo XX, de grandes ventanales y muchos libros de una editorial argentina de nombre “Sopena” que sé ya no existe, ni aquí ni allá.
Ahí me hice de un libro muy importante para mi vida: el Discurso preliminar de la Enciclopedia, de Jean Le Rond D’Alambert, que fue iniciático, que prolongó una influencia recibida de mis maestros liberales. Recuerdo que el enciclopedismo, sin explicarlo a fondo, lo ponían como movimiento intelectual precursor de nuestra independencia nacional, de ahí el interés que me provocó. Entendí, para bien, que pensar con libertad no es fácil. Nunca ha sido fácil.
Pasos adelante está el lugar donde Silvestre Terrazas instaló su memorable periódico que develó el histórico robo al Banco Minero, con todas las consecuencias de un escándalo al interior de la oligarquía porfiriana, que a más de un siglo sigue con poder colocada donde mismo. ¿Están condenados los así llamados “de abajo” a permanecer en esa condición? ¿No hay redención posible?
Visité, cuadras arriba, la esquina donde murió, en su jonuco, el poeta Enrique Servín, a manos de un asesino impune. Vi la fachada del Hotel Cortéz donde me reuní con hombres de la guerrilla en los años sesenta y a la distancia el templo de La Trinidad, representación de otra visión de la religiosidad local. Recordé a mi amigo Daniel Cepeda, que murió joven y que en un año me educó para estar en condiciones de escuchar jazz; fue de nuestra predilección el de la banda de Dave Brubeck y otros de la época.
Tomé un descanso frente a la exquisita Quinta Gameros, templo porfirista muy venerado, y cavilé sobre las afinidades que se iban perfilando en mí en aquellos años de juventud: predilección por las reflexiones éticas (la prisión kantiana era ineludible), la disputa con la religión dominante, las ideas de progreso y revolución, las cárceles sociales en las que vivíamos aprisionados y los barruntos de un marxismo adocenado del que siempre permanecí distante. Veía en la juventud el motivo esencial de una apuesta de transformaciones revolucionarias.
Seguí por la Avenida Ocampo, rumbo a la calle Aldama. Vi un edificio que fue escuela católica para señoritas y después lo que queda del Colegio Hidalgo donde, con remilgos, un cura admitió, hace más de un siglo, al niño Martín H. Barrios Álvarez a pesar de que no sabía rezar. Él, con el tiempo, fue un intelectual y educador generoso, cuya huella se ha ido borrando por el desprecio de algunos hacia las personas grandes que aportaron su talento y esfuerzo por la cultura en una tierra que les es inhóspita y, a lo más, decorativa y de coctel.
Más abajo, está el vestigio del FO Bar y el recuerdo –toda una cicatriz– del periódico Tribuna, abatido en un trágico derrumbe. Más que eso, sobre todo, recordé la presencia de un hombre grande y aguerridamente independiente: Luis Fuentes Saucedo, que un día llegó a Chihuahua a cubrir la fuente del juicio castrense escenificado en el Teatro de los Héroes, el original, que se le siguió con parcialidad, saña y consigna al general Felipe Ángeles, fusilado para vergüenza de la clase política triunfadora en la Revolución. Cuadras abajo llegué a la esquina donde se levantó la casa de Luis Terrazas, el longevo cacique y terrateniente que vivió para contar su fortuna y que hasta se ganó el mote de “Don”, que se da más por un acendrado sentido de servidumbre que por las consabidas reglas de la urbanidad, también cargada de hipocresía.
De esa esquina, donde ahora hay un restaurante llamado “La Casona” (¡vaya imaginación para bautizar!) que congrega a los poderosos, continué en mi ruta, ahora preocupado por la presencia de patrullas de la policía de la municipalidad que me interrogaron sobre mis pasos de noctámbulo inofensivo, que al final de cuentas, encogiéndose de hombros, sólo les pareció raro. No me causaron molestias, al contrario, el incidente me recordó lo que le sucedió a Ignacio Ramírez cuando estuvo aquí acompañando a Benito Juárez, evento que escuché de mis amigos, ahora historiadores distinguidos. Sin dificultades seguí hasta llegar a la calle Quinta y recordé el despacho de Augusto Martínez Gil, no sin antes eludir la trastienda del Casino de Chihuahua, donde una vez vi salir casi rabioso al matón Óscar Flores Sánchez, el gobernador. También, en una especie de vadeo, vi el antiguo edificio del PRI, hoy convertido en laboratorio, ya no son los tiempos en los que hasta Luis L. León fue su presidente estatal. Llegué, por la empinada calle al Paseo Bolivar y de ahí fui a la Plaza Hidalgo.
Vi el palacio viejo y lo contrasté con otro, el edificio gubernamental, nuevo y moderno pero sin la prestancia para contender con el de cantera, símbolo de muchas administraciones, las más enanas a mi juicio. El antiguo edificio del Instituto Científico y Literario, que alberga hoy la rectoría de la universidad, se levanta como legado de un esfuerzo en favor de la educación, en confrontación con los confesionales. Sin embargo para mí confirma que es testigo mudo de una promesa malograda. Inexplicablemente, el Instituto desapareció por decreto y hoy la universidad es un refugio de inválidos, como nos lo pregonó el Manifiesto de Córdoba del que tanto nos servimos en los debates del pasado. Ojalá nuevas manos la transformen si no en el gigante que requiere el estado, al menos en una institución de más altos vuelos.
Hice alto en una escala inevitable: frente al memorial Cruz de Clavos que es, bien miradas las cosas, un desafío subversivo al poder, a los convencionalismos, las buenas conciencias, a un cristianismo que se agotó en la iglesia, en el clero y las jerarquías. Es el testimonio que da la memoria y permite los recuentos de la barbarie del patriarcado en los tiempos de la depredación neoliberal y de la malvada delincuencia contra las mujeres. Me pareció escuchar el trajinar de los trabajadores acereros que un día se desnudaron en público para reclamar sus derechos y las voces de Irma Campos Madrigal, sin duda una esforzada vida en el complejo proceso de liberación de las mujeres. Cuando el flashback se empezó a tornar abrumador en mi cerebro, me levanté y tuve en deseo ver, por la Calle 13 y De la Llave, la fachada, en clausura cuarentenaria de mi oficina de abogado, aledaña al templo de la Sagrada Familia, dedicado en su origen a los pobres y a una filantropía que por más que se lo propusiera no alcanzaría, como lenitivo suficiente, para sobreponerse a la miseria.
Opté por enfilar, de nuevo, hacia la calle Aldama. A mi paso vi desolación. Los músicos que ahí suelen congregarse ahora no estaban. Los solicitantes de sus servicios se veían frustrados, esos que al influjo del alcohol quieren salir de su mal de amor o satisfacer su deseo de reconciliación con la amada o la pretendida, más si la han agraviado. Antigua área de lupanares, parte venérea de la ciudad, ahora opaca y espectral, está derruida; inspira miedo por el dolor que ahí se padeció a la distancia. Vi a un desarrapado que se acercó a pedirme unas monedas, seguramente para comprar, en sitio clandestino, algo de alcohol. Le di unos billetes azules, de esos que traen la imagen del Benemérito de las Américas. Me agradeció con atenciones y reverencias y me puso en las manos de un dios muy conocido, dios que tengo por cruel en sus versiones del Antiguo Testamento.
Marché por la calle Aldama hasta la Avenida Colón y evoqué los tiempos en que producíamos el periódico El Martillo, en la imprenta del siempre amigo y jocoso Uriel Villegas. Divisé la estatua porfirista que inició aquí el culto masónico y municipalista a Juárez. El legendario Hotel Victoria es un simple recuerdo, la casa palaciega de inequívoco gusto importado de los porfiristas ahí continúa. La Calesa, el legendario restaurante que nació a mediados del siglo XX sabía que ya no está. Pienso que Jaime Creel Sisniega, fundador de esa empresa, desde cuyo balcón y con cierta óptica nuestro acontecer fue observado, no lo habría clausurado. Los sucesores no siempre piensan igual y, frecuentemente, tampoco piensan, el paraíso en forma de herencia y abundancia, cuando cae del cielo, siempre es obra de los parentescos, más que de la inteligencia.
Quería llegar, en realidad, frente a los arcos góticos del Hospital Central, sentir que una obra inaugurada por Díaz hace más de un siglo sigue ahí, enhiesto, de pie. Deseaba verlo como una muralla infranqueable del mal que nos abate. Lucía sombrío en su sobriedad. Los que hacen guardia para apoyar a sus enfermos traían sus ojos enrojecidos y la huella inequívoca del deseo de dormir, de olvidar lo que aqueja, soñar para olvidarse del dolor y del duelo humano que ahí ronda cotidianamente, minuto a minuto. Una mujer altruista, solidariamente anónima, sin apariencia de vanidad alguna, repartía bebidas calientes en vasos de unicel, con los que se mitigaba el frío y se hacía más llevadera la duermevela.
Me lié en grata charla con un hombre que no ocultaba, en su apariencia, ser de alguna de las rancherías aledañas a la ciudad. Sus ropas y su acento así me lo decían. Todo en él denotaba al ranchero que pertenece a los que menos tienen para sobrellevar las dificultades de la vida, dotado de la inteligencia natural y hecho a las fatalidades que cuando se comprenden, enseñan que la vida se agota. Siempre se agota. Mostraba el sentimentalismo provocado por la posible muerte de un familiar cercano, querido. Me extendió su mano y me dijo soy Ramón, le contesté con mi nombre.
El tema obligado, como ahora en todas partes, fue la pandemia, el terror que provoca, los grandes miedos que larva inexorablemente. La charla se abrió rápido. En Ramón había el dejo de quien ha profesado una religión sostenida en tradiciones milenarias y habla de resignación ante la adversidad. “Que se haga lo que dios quiera”, dijo muy serio y adusto. “Dios –lo afirmó con mirada extraviada– nos puso un límite”.
Pensé, sin expresarlo, en la famosa frase que se atribuye a Marx sobre la relación entre el opio y el adormecimiento social y que el filósofo sólo tomó en préstamo de otro muy desconocido, dándole una fama hoy apocada. Quién se recuerda de eso. Claro que no me adentré por esa ruta y me atreví a decirle que veía su pensamiento sencillo y valiente, con una utilidad depositada en un “más allá”, para él, la estación final del viaje. Y le dije además que otros muchos pensaban diferente.
La charla terminó. Me dejó cavilando mientras se internaba en el edificio del hospital para cerciorarse del estado de su enfermo y auxiliarlo. Cavilando…, que para mí siempre significa escepticismo, duda, perplejidad… lo conjetural. Pensé en adecuar para ese encuentro el terceto final de un soneto de Borges: “En el oriente se encendió esta guerra / cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra”. Pero el ajedrez cósmico al que alude el poeta no me es dado cambiarlo, sería una desmesura.
Continué mi callejoneada nocturna por otras rutas y sitios. Ya no quise detenerme para revivir recuerdos y pronto me encontré en la colonia Santo Niño, más adelante en la Ciudad Deportiva, que crucé por sus áreas verdes y sus pinos hasta llegar, en círculo, a una sola cuadra de mi casa, donde estoy en cuarentena. Pensé en la fragilidad que nos azuela, en la ruptura de la solidaridad necesaria, y me hice cargo a borbotones en mi cerebro, de mi pasado, de todo lo que fueron mis convicciones, en el progreso que todo lo soluciona con mecanismos de relojería, no a la hora ni a la carta como serían nuestros deseos en este momento.
Entonces recordé a un olvidado líder de una utopía deshonrada durante la era de los totalitarismos que fue el siglo XX, lepra del alma que no se ha ido del todo. Pensé, como ese hombre, hoy casi no pronunciado, que “la salida está en hacer la vida más densa espiritualmente, en reconsiderarla como una actitud ante la naturaleza, ante sus semejantes y ante sí mismo. Urge revolucionar las consciencias…”. Fueron palabras tardías, palabras que se traicionaron una y otra vez, mas no carentes de su profundo sentido. Ahora viven, pero sin ellos.
Si recuerdo eso es porque me ata a la política pasión igual que la que amarra al pintor a su paleta y al lienzo, al músico a su pentagrama y las partituras y a los poetas a la palabra que vale oro y diamante y nunca a dinero.
Al llegar a casa, los primeros rayos de sol empezaron a aparecer por el rumbo de la cordillera de Nombre de Dios, ubicada en una ladera del Río Sacramento que une al magro caudal del Chuvíscar. Con el poco ánimo que me quedaba, ya en mi estudio abrí el libro La vuelta al día en 80 mundos de Julio Cortázar que había colocado tres días antes en mi escritorio y por azar lo abrí en la página donde él en ese collage notable acumuló palabras igualmente notables de escritores que dejaron huella. Escojo dos:
De Lezama Lima:
“Ahora, ya sabemos que la única certeza se engendra en lo que nos rebasa”.
De Antón Arrufat:
“Sin embargo estoy aquí, la puerta abierta.
Después saldré, saldremos, a conquistar la ciudad.
El que está disponible para la hora futura
Sabe que la vida vale la pena”.
Cercano escuché un tren que se alejaba simbolizando el eterno movimiento, vi que las bugambilias ya estaban aquí pasando lista de presente en nombre de la naturaleza que no muere y una bandada de tordos pecho amarillo que nos visitan anualmente hacían grato ruido en el tejado de mi recámara.
Me envolví entre las sábanas y dormí. Hasta mañana. Porfío: hasta mañana.
En busca del alba, caminemos por la noche.
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