Sandra Lorenzano
15/04/2018 - 12:00 am
El lujo de soñar
“En México el carnaval convive con el apocalipsis” escribe Juan Villoro en el libro La ira de México. Siete voces contra la impunidad (Debate, 2016), y yo me hundo en esas páginas desgarradas en las que a Villoro se suman Lydia Cacho, el siempre extrañado Sergio González Rodríguez, Anabel Hernández, Diego Enrique Osorno, Emiliano Ruiz Parra y Marcela Turati. El prólogo es de Elena Poniatowska y la introducción de Felipe Restrepo Pombo. En otras palabras, me hundo en las páginas escritas por algunos de los mejores cronistas de México, que es lo mismo que decir de algunos de los mejores cronistas de la lengua.
“En México el carnaval convive con el apocalipsis” escribe Juan Villoro en el libro La ira de México. Siete voces contra la impunidad (Debate, 2016), y yo me hundo en esas páginas desgarradas en las que a Villoro se suman Lydia Cacho, el siempre extrañado Sergio González Rodríguez, Anabel Hernández, Diego Enrique Osorno, Emiliano Ruiz Parra y Marcela Turati. El prólogo es de Elena Poniatowska y la introducción de Felipe Restrepo Pombo. En otras palabras, me hundo en las páginas escritas por algunos de los mejores cronistas de México, que es lo mismo que decir de algunos de los mejores cronistas de la lengua.
“…el carnaval con el apocalipsis…” Y vuelvo a pensar en la función ética que tiene hoy el periodismo. En esa función que pone tan nerviosos a los poderes, tanto que, para contrarrestarla, han convertido nuestro país en uno de los más peligrosos que existen para ejercer la profesión. De acuerdo con datos de Artículo 19, organización independiente dedicada a “promover y defender la libertad de expresión y el libre ejercicio del periodismo, durante le sexenio del presidente Calderón cada 48 horas un periodista era agredido (…), hoy se agrede un periodista cada 26.7 horas. Uno de los datos más preocupantes es que alrededor de la mitad de estas agresiones las llevan a cabo sujetos que trabajan para el Estado” (p. 32). Somos el país del mundo con más periodistas desaparecidos.
Los trabajos de quienes se dedican al periodismo crítico y comprometido son a la vez denuncia y construcción de la memoria, aquello que seguramente quedará –si es que algo queda- del horror en que vivimos. Todos ellos tienen conciencia absoluta de su papel de testigos y de la obligación moral de transmitir ese testimonio.
Recuerdo aquel comienzo doloroso de Anna Ajmátova en su poema “Réquiem” cuando, formada ante la puerta de la cárcel de Leningrado con otras muchas mujeres que iban a ver a sus seres queridos, alguien la reconoció y le preguntó en voz baja (“todas allí hablábamos en susurros” escribe la poeta): “¿Usted puede describir esto?’ Y yo dije:
‘Puedo’. Entonces algo similar a una sonrisa se asomó en lo que una vez había sido su rostro”.
Los escritores de México hoy (narradores, poetas, periodistas) son interpelados por la sociedad toda. “¿Ustedes pueden describir esto?”
Y sus páginas funcionan también como un memorial en tanto espacio simbólico donde poder enterrar más de cien mil muertos y más de treinta mil desaparecidos, donde ir a recordarlos, donde ir a conversar con ellos, o a llorarlos, o a todo eso al mismo tiempo. ¿No es eso acaso lo que hacemos con nuestros muertos?
Todos los días aparecen fosas clandestinas a lo largo y ancho del territorio. Tal como lo imaginó Juan Rulfo, nuestro país todo es Comala y las voces que escuchamos son las voces de los difuntos.
Me detengo en una de los capítulos del libro: en la dolorosa crónica de Marcela Turati, “Reportear desde el país de las fosas”. La primera persona se vuelve colectiva en su escritura. Partiendo de la imagen inicial de su libro Fuego cruzado (2010), Marcela cuenta –con la sensibilidad que la caracteriza- el modo en que fue acercándose al tema de los desaparecidos, y especialmente a los familiares que buscan en medio de la angustia y la desesperación a ese ser querido que no ha regresado a casa.
Como dice el comienzo de una de las más conmovedoras obras de ficción escritas sobre el tema, Antígona González de Sara Uribe:
Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío. El cuerpo de uno de los míos. Para no olvidar que todos los cuerpos sin nombre son nuestros cuerpos perdidos. Me llamo Antígona González y busco entre los muertos el cadáver de mi hermano.
Un país completo busca entre los muertos a sus hermanos. Marcela Turati acompaña a las Antígonas mexicanas –la mayoría de quienes están en esa búsqueda son mujeres- [1], rodea con ellas las fosas, se estremece ante el hallazgo de los cuerpos (o de los más escalofriantes aún fragmentos de cuerpos) que la máquina de la muerte ha sembrado en nuestro territorio.
“Acompañé a las madres de los desaparecidos en sus marchas que luego derivaron en caravanas, plantones o huelgas de hambre. (…) Invariablemente las encontraba siempre que se anunciaba el hallazgo reciente de alguna fosa común clandestina. Solían pedir informes sobre las características de los cuerpos, querían ver las fotografías, intentaban asomarse a la fosa para ver si reconocían alguna pertenencia, alguna prenda de vestir, algún diente o tatuaje que les permitiera identificar a su ser querido y llevárselo a su población para enterrarlo con dignidad” (p. 171).
El horror no tiene fin. Todo puede ser peor: cuerpos descabezados, cabezas sin cuerpos, cuerpos disueltos en sosa cáustica, torturados, desmembrados.
Ante la negligencia de las autoridades, las madres y los padres han aprendido a buscar
solos a sus muertos. Con un método rudimentario que incluye varillas, mazos y el olfato que se ha ido entrenando para percibir el olor a muerte, en cada fosa han encontrado decenas de cuerpos. Se hacen llamar “rastreadores”, “sabuesos”, “cascabeles”.
De a poco “descubrirían que la desaparición de personas era una epidemia. No faltaban sólo los suyos, eran miles” (p.178). Algunos de ellos (¿cuántos?) están en campos de trabajo, los pocos que pueden escapar, relatan el horror.
“Llegan flacos, maltratados, horrorizados porque los tuvieron ‘trabajando’. No siempre pueden hablar [Walter Benjamin había escrito, refiriéndose a la Primera Guerra Mundial: “Los hombres vuelven enmudecidos del campo de batalla”] y si lo hacen es con terror de lo que vivieron en esos hoteles, bodegas o almacenes donde los tienes, donde veían llegar a la policía. Algunos fueron torturados, otros llegan casi con pérdida de personalidad”, cuenta el padre Pedro Pantoja, fundador de la Casa del Migrante de Saltillo (p.187).
El 10 de mayo, Día de la Madre en México, se ha transformado –señala Marcel Turati- en un día en que marchan juntas las madres de hijos desaparecidos exigiendo justicia, expresando su dolor y enojo; mexicanas y centroamericanas acompañándose.
Entre el carnaval y el apocalipsis se van construyendo también espacios de solidaridad, de apoyo, de compañerismo; se tejen alianzas, cadenas de información y de cariño. A ese resquicio de luz y esperanza que nace de compartir el dolor se aferran ellas; a ese mismo resquicio nos aferramos todos.
Escribe Diego Enrique Osorno en el poema-declaración que encabeza las páginas del libro, y al que tituló “Nuevo manifiesto del periodismo infrarrealista”:
“Hay más de 100000 mexicanos ejecutados en este primer cuarto de siglo
A ellos ya los instalamos en nuestra memoria e indignación.
¿Y quiénes y qué tipo de mexicanos son los otros 100000 mexicanos que los ejecutaron,
los echaron al torton,
los cocinaron,
los colgaron en el puente? (…)
No es que haya barbarie en nuestra democracia:
La barbarie es nuestra democracia.”
En el discurso que pronunció al recibir el Premio Nacional de Periodismo, Elena Poniatowska, valiente y crítica como lo ha sido siempre, dijo: “Recibir el premio a los 41 días de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa apachurra el corazón. ¿A ellos quién los premió? ¿Qué les dio México? Los premios nunca les tocan a los que más los merecen, a los pobres, a los que atraviesan el día como una tarea sin más recompensa que el sueño” (p.32). Y recordó entonces una historia vivida por el astrónomo Guillermo Haro, su marido, quien al darle un aventón a un campesino en la carretera México-Puebla le preguntó “¿Y usted qué sueña?”, a lo que el campesino respondió: “Nosotros no podemos darnos el lujo de soñar” [2].
La ira de México es un libro para gritar de dolor, de rabia, de indignación. Un libro para llorar de bronca y de tristeza. Al leerlo tuve una sensación parecida a la que me dio el acercarme al Nunca más, el brutal Informe preparado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas en la Argentina de la posdictadura. En aquel caso como en éste, la lectura es casi imposible por los horrores que cuenta, y sin embargo leerlo es una responsabilidad ética a la que no podemos ni debemos renunciar.
Como dicen los versos de Osorno debemos “escribir más que nunca y sin parar…” porque “No basta con encender una vela por la paz”.
No basta para responder “podemos” ante la sociedad que reclama; no basta para que en nuestro territorio todos, absolutamente todos, podamos recuperar “el lujo de soñar”.
[1] El otro artículo de Marcela Turati incluido en La ira de México, se llama “La guerra me hizo feminista” y habla justamente de esta presencia constante de mujeres en la búsqueda de los desaparecidos y en la exigencia de justicia. [2] El fragmento de discurso lo retoma Felipe Restrepo Pombo en su estupenda introducción a La ira de México.
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