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ADELANTO | Guerra, polarización y odio nos marcan: El mito de las tres transformaciones en México

15/03/2019 - 10:00 pm

El mito de las tres transformaciones es un paseo a lo largo de la historia y la psicología de los mexicanospara lograr una verdadera transformación y construir el mejor país posible.

Ciudad de México, 15 de marzo (SinEmbargo).– La historia no estudia el pasado, lo construye. Toda historia nacional es una mitología, y las mitologías sirven para estructurar la mente de un pueblo. La historia ha sido un arma, una herramienta política, un discurso psicológico, y eso es así porque siempre se ha escrito desde el poder para legitimarlo.

Hoy se habla de transformaciones en la historia de México: Independencia, Reforma y Revolución. Todas implicaron guerra, polarización y odio; cada una de ellas generó división y sembró las semillas de los conflictos posteriores. Para transformar a México, hay que tener un cambio colectivo de mentalidad, y con el bien común como premisa indispensable para encontrar la paz.

El mito de las tres transformaciones es un paseo a lo largo de la historia y la psicología de nosotros mismos para lograr una verdadera transformación y construir el mejor México posible.

SinEmbargo comparte un fragmento del libro El mito de las tres transformaciones, de Juan Zunzunegui (Grijalbo, 2019) por cortesía otorgada bajo el permiso de Grijalbo.

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LA GUERRA Y LA PAZ EN MÉXICO

México nunca ha vivido en paz. Nunca en toda su historia. Que los mexicanos aprendamos a hacerlo es la gran transformación que el país necesita, y la única que nos ofrece un futuro. Nuestro país ha tenido grandes oportunidades de trascenderse a sí mismo, de superarse, y de llegar a grandes alturas… Llevamos toda nuestra historia desaprovechando dichas oportunidades, precisamente por nuestro estado perpetuo de guerra.

Nunca hemos vivido en paz; es fundamental aceptar dicha premisa si queremos superar el estado de guerra interna en que estamos inmersos, si queremos salir de la espiral de violencia que nos envuelve, de los radicalismos que nos dividen, de la intolerancia que nos fragmenta, de la rabia que nos enfrenta, del rencor que nos carcome.

Nunca hemos vivido en paz porque no hemos forjado un país que invite a la paz, uno que permita que cada individuo viva con certezas y donde cada ser humano pueda vivir con plena dignidad su humanidad, un país sin abusos ni humillación, sin desposeídos invisibles y déspotas poderosos… un país con igualdad de oportunidades en el derecho inalienable de la búsqueda de la felicidad.

México nunca ha tenido una verdadera transformación. Aceptar esta premisa es la única forma en que podremos transformarlo realmente y convertirlo en algo mucho más grande de lo que siempre ha sido. Aceptar la realidad ayuda a transformarla; esconderla con discursos histórico-nacionalistas, sólo nos lleva al autoengaño y a la ceguera selectiva. Nada se puede transformar desde ahí.

Nunca hemos dejado de odiarnos unos a otros, por eso jamás hemos logrado transformar el país, y es difícil pensar que pueda ser trasformado por personas que han dedicado vida y carreras políticas a incitar ese odio y esa división con tal de tomar el poder, o por ciudadanos que están prestos al conflicto, al madrazo fácil, a la menor provocación. Ésa es la triste historia de nuestra clase política y de nuestro pueblo.

No más discursos nacionalistas para filtrar la realidad, no más falsa dignidad patriotera que se rasga las vestimentas cuando se señala el evidente lado oscuro de un país que marcha por el sendero de la autodestrucción. Si hay que transformar al país es porque está mal, y si está mal es porque lo hemos construido mal entre todos, porque hemos permitido llegar a estos niveles, con nuestra actitud, con nuestra inconsciencia, con nuestro abuso, con nuestra mentalidad, con nuestra agresión, con nuestra indolencia. Cada quien debe indagar dentro de sí para saber qué tanto construye o destruye a México.

Hoy se habla de transformaciones en la historia de México, pero todas implicaron guerra entre los que deberían haber sido hermanos, polarización, muertes por millones, odios encarnizados, y por lo tanto cada una de ellas sólo pudo generar división y sembrar semillas de conflictos posteriores. Si hay que transformar México, es momento de hacerlo de manera diferente, con un cambio colectivo de mentalidad, con una mente serena, con el bien común como premisa indispensable para que el pueblo pueda encontrar la paz.

México ha tenido guerras y revoluciones, golpes de Estado, invasiones, reestructuraciones y reformas, dictaduras, sean personales o de partido, y fastuosas simulaciones de democracia; pero nada de eso ha significado una transformación. México nunca ha vivido en paz por muchas razones, quizá la más importante es que toda su estructura económica, política y social ha estado basada en la explotación, el abuso, el agandalle institucionalizado. Nuestro querido país siempre ha estado diseñado para que muy pocos vivan en una opulencia obscena que se sostiene en la miseria de millones.

Eso fue el virreinato, porque ésa era la intención, pero nada cambió con la guerra de Independencia, la de Reforma o la Revolución. La prueba más contundente de ello es que México sigue siendo un país con una estructura de injusticia y desigualdad, donde muy pocos viven en la exuberancia gracias a la indigencia de millones. Eso nunca se ha transformado.

México nunca ha vivido en paz porque esa estructura socioeconómica, sustentada por la jurídica y la religiosa, sólo puede generar rencor social. Somos, pues, un país lleno de rencor, y ahí donde el rencor anida está latente el deseo de venganza, normalmente disfrazada de justicia, o una idea de justicia que al final termina siendo vengativa.

Nunca hemos vivido en paz porque no tenemos una tradición de diálogo y acercamiento; nuestra mente colectiva, arrastrando cientos de años de condicionamientos absolutistas, sólo concibe la idea de una verdad absoluta, la propia, y condena como enemigo a todo aquel que no comparte esa única verdad, eso lo aplicamos desde lo religioso hasta lo político, en lo ideológico, en las relaciones laborales, familiares y de pareja.

No hemos logrado ser una verdadera amalgama. Siempre hemos sido una contraposición de tradiciones en vez de una fusión. Decenas de pueblos, etnias y lenguas coexisten en un país que nunca ha dejado de ser clasista, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, y nunca ha dejado de ser racista, pues ese arriba y ese abajo siempre han estado determinados por el color de la piel.

México nunca ha vivido en paz porque nunca hemos aprendido a respetarnos los unos a los otros, respetar que existen diferentes visiones de lo religioso, lo social, lo económico y lo político. Las diferencias siempre nos han arrojado a los brazos del conflicto y no a los del diálogo, y las hemos solucionado a través de la guerra.

Cuando han existido dos visiones distintas de nación o proyectos diferentes de país, cada facción ha asumido que eso sólo puede ser una lucha del bien contra el mal, sin importar qué etiquetas se impongan los unos a los otros para poder odiarse mejor: monárquico y republicano, centralista y federalista, liberal o conservador, rojos y mochos, patriotas y vendepatrias, nacos y pirrurris, chairos y derechairos. Nuestra identidad ha sido construida con base en el conflicto, por eso México nunca ha vivido en paz. En México la verdad se impone por la fuerza, ha sido así en cada periodo histórico que nos ha ofrecido la posibilidad de transformarnos y superarnos. Toda nuestra mitología nacional es un llamado a la batalla, toda nuestra narrativa histórica tiene que ver con un país polarizado y partido en bandos mutuamente excluyentes. México siempre ha sido intolerante.

Este país ha tenido tan sólo dos periodos de orden en dos siglos de historia, y ninguno tuvo nada que ver con la paz sino con la represión. Uno fue el Porfiriato (1876-1910), que dio orden y progreso pero nunca paz. Eso fue así porque el progreso lo disfrutaban unos y el precio lo pagaban otros, justo como fue el esquema decimonónico de la Revolución industrial en todo el mundo. Fue un periodo de esplendor, pero para muy pocos, pues nunca en el siglo XIX cambió la estructura fundamental de injusticia y desigualdad sobre la que descansa México.

El otro periodo fue la “buena etapa” del Partido de la Revolución (1934-1970), que generó instituciones y desarrollo, pero nunca paz, pues una vez más dicho orden estuvo sustentado en la represión. El orden siempre se ha logrado en México porque un poder más fuerte está listo para aplastarnos, no porque cada uno de nosotros haya aprendido una vía pacífica para la resolución de los conflictos. El orden es mejor que el caos, pero orden no es sinónimo de paz.

Que los únicos lapsos sin guerra interna estén relacionados con la represión política, habla de nuestra violencia intrínseca. El orden a costa de la represión deja que el odio siga germinando. La verdadera paz es cuando la represión es innecesaria. México siempre ha necesitado la represión porque siempre ha sido campo fértil para el abuso y la injusticia, la explotación y la tiranía.

En 1810 comenzó el proceso que desembocó, sin mucho plan ni proyecto previo, en la independencia. No fue la guerra entre un ejército mexicano y uno español; fue el ejército insurgente, formado por criollos, mestizos e indios, contra un ejército realista, integrado por criollos, mestizos e indios. Ningún bando tenía claro por qué causa peleaba, pero no dejó de ser el pueblo contra el pueblo para definir si se aceptaba o no el control por parte de la corona española. Muy pocos países, hay que decirlo, han obtenido su independencia sin violencia.

México nació como imperio de la mano de Agustín de Iturbide en 1821. Hubo entonces monárquicos y republicanos, posturas contrarias, jamás se buscó recurrir al diálogo, y en medio de una serie de guerras y mutuas traiciones, triunfó el bando de la república. Mexicanos tuvieron que matarse contra mexicanos por establecer un régimen que nada cambió para la población en general, que no veía que un rey o un presidente cambiaran su situación precaria de vida. Que el explotador resida en Madrid o en la Ciudad de México poco cambia la vida del explotado.

Los republicanos impusieron su razón sobre los monárquicos. México nació como república, pero un nuevo conflicto nació con ello: centralismo o federalismo. Incapaces de dialogar, nos lanzamos a las armas hasta que la violencia dio la razón a los federalistas, aunque desde entonces hasta hoy nuestra federación siempre ha sido muy centralizada.

Una república federal había nacido, pero las ideologías seguían dividiendo a México: liberales o conservadores. El diálogo entre estas posturas opuestas fue imposible. Por un tiempo los conservadores impusieron su razón a la fuerza, hasta que la guerra dio la razón a los liberales. Los mexicanos siguieron al grito de guerra entre ellos. Los que estaban a favor o en contra de Santa Anna, los que eran favorables a la Iglesia o los que estaban en su contra; los que buscaban alianzas con los estadounidenses y los que se decantaban por Europa, los que trajeron a Maximiliano y los que repudiaban dicha idea. Esas diferencias siempre significaron guerra entre mexicanos. Dado que la historia la escriben los vencedores, parece que los buenos siempre ganan, aunque en realidad lo que sucede es que los que ganan siempre se convierten en los buenos. La historia que nos cuentan y nos contamos no está constituida por hechos sino por narrativas.

En un México dominado por liberales, los bandos comenzaron a dividirse: los que están con Juárez, los que están con González Ortega, los que optan por Lerdo de Tejada y los que prefieren a Porfirio Díaz. Se impuso la razón con las armas, el asesinato, el golpe de Estado y la traición.

La revolución que, según la leyenda, nos trajo democracia en 1911, se había transformado en una carnicería de todos contra todos para 1914, y con el andar de esa terrible guerra civil fue naciendo el partido que se apoderó de la democracia durante el siglo XX. En dicha revolución estaban los carrancistas, los obregonistas, los villistas y los zapatistas; diversas ideas, distintas posturas e ideologías. Siempre guerra, nunca diálogo.

En octubre de 1914 la razón pareció asomarse por encima del conflicto, y en medio de tanta matazón, las diversas fuerzas armadas buscaron dialogar. Se reunieron en Aguascalientes en octubre de 1914 para buscar elegir un gobernante, que evidentemente fue desconocido por los que no votaron por él, y volvimos a la fuerza bruta por una década más.

Tras una serie de guerras, asesinatos y traiciones surgió, en sus diversas etapas, el Partido de la Revolución, donde se monopolizó el poder, los privilegios y la democracia, se impuso el orden por la fuerza, y por primera vez en nuestra historia se comenzó a escribir, de manera deliberada, una narrativa histórica, una mitología nacional, un discurso que fuera capaz de brindarnos una identidad. Lamentablemente dicha identidad estuvo basada en el conflicto, fuera de indio contra español, o de obrero contra proletario, según dictaban las ideologías europeas de la época.

México pasó de la dictadura personal a la dictadura de partido; con el tiempo, evolucionamos a la dictadura de partidos que hasta la fecha confundimos con democracia. Pero el país sigue siendo una estructura de explotación, de dominio, de abuso, y sigue siendo por lo tanto el perfecto caldo de cultivo para el rencor social.

Ha evolucionado mucho la economía, se genera más riqueza que nunca, y también más desigualdad. México no ha dejado de ser un país sustentado en la explotación, donde muy pocas elites privilegiadas viven en la abundancia gracias al poder económico de la miseria, que es de hecho nuestra ventaja competitiva, donde la clase política es reciclable pero inamovible, y donde todo cambia para seguir igual.

El siglo XXI, con sus redes sociales y comunicación instantánea, con tecnología para interconectar a todos, con cámaras y micrófonos en cada celular, con jueces autoerigidos tras cada perfil virtual, nos deja ver mejor que nunca el estado de rencor en el que seguimos viviendo. Basta manifestar una postura a favor o en contra de alguna idea, proyecto o candidato, para que cada medio electrónico se convierta en un gran vertedero de odio.

Muchas cosas tienen que ser transformadas urgentemente en este país si aspiramos a que sobreviva, pero la transformación inmediata, la urgente, es aprender a dialogar entre nosotros, a dejar de odiarnos y a vivir en paz. Reconciliación nacional es lo que necesitamos, declarar la paz entre nosotros.

La transformación de un país es imposible sin la transformación individual de la mente de cada uno de sus habitantes, pues es ahí donde están los condicionamientos psicológicos y patrones de conducta, la intolerancia, los prejuicios, el gandallismo, los odios y rencores, y ése es el verdadero campo de batalla que nos hace vivir en guerra.

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LA HISTORIA COMO MITOLOGÍA

La historia no estudia el pasado, lo construye. Dicha construcción está sustentada en hechos, o en lo que se sabe de los hechos, y ante todo, en documentos. Pero lo cierto es que lo único que podemos saber es lo que está escrito, pero es imposible saber si los hechos narrados ocurrieron o no, o si se desarrollaron de una u otra forma.

No existe la objetividad en la historia, de ser así sólo haría falta un historiador y los debates serían innecesarios. A ciertos regímenes políticos les encantaría que así fuera, ya que la narrativa histórica siempre ha servido para construir y moldear la mentalidad de un pueblo. Pero la realidad es que la historia nacional, toda historia nacional es sólo una narrativa, un discurso, una interpretación, una determinada visión de los hechos que siempre está compuesta por algo de verdad, algo de mito, y una buena dosis de necesidades políticas.

Es imposible estudiar el pasado dado que no podemos estar en él. Es posible estudiar versiones del pasado, y es fundamental recordar que en cada momento histórico, dichas versiones fueron escritas respondiendo a las necesidades políticas e ideológicas de cada época, que en cada época del pasado se han escrito las narrativas convenientes y se han hecho las interpretaciones necesarias, que en cada momento del pasado se han generado mitos históricos acordes a las necesidades de cada régimen y respondiendo al espíritu de su tiempo, y que en cada momento presente, lo único que se puede hacer es nuevas revisiones, versiones e interpretaciones de las revisiones, versiones e interpretaciones desarrolladas en los diversos momentos del pasado.

En resumen, hoy se escribe la historia con base en las ideas de hoy, la visión del mundo de hoy y las necesidades políticas de hoy. Y esa narrativa se basa en lo que se escribió en el pasado, que cuando fue presente, también dependía de las ideas, visiones y necesidades de entonces. La historia siempre ha sido un arma, una herramienta política, un discurso psicológico, y eso es así porque siempre se ha escrito desde el poder, precisamente para legitimarlo.

A esto agreguemos que a lo largo de la historia humana y de cada país han existido distintos regímenes de gobierno: imperios, monarquías, dictaduras, repúblicas, y que cada uno en su momento se ha considerado legítimo y ha escrito las versiones necesarias para dejar clara esa legitimidad. Cada sistema de poder en la historia humana ha necesitado de historias y mitologías que legitimen dicho sistema y a las elites que lo encabezan.

Una constante en la historia humana es pelear por el poder, desde las guerras directas, las conquistas y las revoluciones, hasta la guerra encubierta e institucionalizada a la que llamamos democracia. Cada conflicto por el poder ha requerido de la fuerza, en cualquiera de sus manifestaciones, pero ha requerido también de un discurso con dos vertientes, el que deslegitima el régimen contra el que se pelea, y el que otorga la validez al nuevo.

Los grandes cambios de sistemas de gobierno han estado generalmente fundamentados en la violencia. La instauración de la monarquía absoluta en Europa, por ejemplo, con el discurso del derecho divino como legitimación, costó que todo el siglo XVI estuviese marcado por guerras de religión. La caída de dichas monarquías y el nacimiento de los sistemas republicanos causó una serie de guerras y conflictos que comenzaron en 1789, se acrecentaron a lo largo del siglo XIX y finalmente devinieron en las guerras mundiales.

Desde el siglo XX, la constante política en la civilización occidental es la democracia, pero la aceptación de dicho sistema no ha significado nunca la paz política, ya que la democracia no es otra cosa que institucionalizar y reglamentar las formas en que diversos grupos, con distintas visiones e ideologías, pueden luchar por el poder. Esto es, dentro de la democracia el conflicto continúa, sólo que organizado por el propio sistema.

Aun así, la democracia enfrenta a diversos partidos, a liberales y conservadores, religiosos y laicos, los que están a favor o en contra de las relecciones, los sistemas parlamentarios o presidencialistas, capitalistas, socialistas, nacionalistas, comunistas, globalifílicos y globalifóbicos, intervención del Estado o mano invisible del mercado, centralistas y federalistas. Grupos con diversas formas de entender un país, la política, la economía y el mundo, grupos que dependen del voto y por lo tanto de la división de la ciudadanía… grupos que siempre usan la historia, en teoría formada por hechos objetivos, para justificar sus visiones opuestas.

La historia es una narrativa escrita desde el poder y, desde luego, un discurso con una versión distinta es sostenida por aquellos que aspiran a obtenerlo. El grupo en el poder es una mafia, lo es desde el inicio de la civilización, y esta realidad es particularmente cierta en el caso de la democracia.

El poder es una mafia, y todo aquel que llegue a él y pretenda conservarlo será una nueva mafia que, al igual que la anterior, hará todo lo posible para permanecer y afianzarse. La historia y sus interpretaciones pueden hacer parecer justa cualquier causa, cualquier cambio de sistema, cualquier revolución y cualquier guerra. Ésa es otra constante en la historia de la humanidad.

Si volvemos a México, los federalistas que se oponían a los centralistas en 1824 tenían una visión de la política y una narrativa histórica que la sustentaba; el bando contrario, desde luego, tenía lo mismo. En los primeros treinta años de vida independiente, el conflicto eterno de México, como ya he dicho, fue entre conservadores en el poder y liberales que aspiraban a él. Cada facción se justificaba en la historia, y para ello celebraban determinados acontecimientos y denostaban otros, encumbraban a determinados personajes y mancillaban a otros. Esto nunca ha dejado de ser así.

En México los liberales se hicieron del poder, y toda la visión y versión de la historia que sostuvieron giraba en torno a legitimarlos a ellos, y dado que en general los cambios de régimen requieren de violencia, guerra y asesinato, es menester crear una versión histórica que justifique la matanza y los excesos. Eso siempre se logra resaltando y exagerando la oscuridad del régimen caído y las luces del que ha tomado el poder. Esto es en México y en el mundo.

La guerra comenzó en México en 1810, con el llamado a las armas del cura Hidalgo, no se detuvo con la firma de la Independencia en 1821 y continuó en diversas etapas y con distintos pretextos a lo largo de todo el siglo XIX, hasta la llegada de don Porfirio, que impuso el orden, mas no la paz. La estabilidad generada por un sistema personal que se prolonga más de tres décadas permitió que por vez primera se buscara una narrativa histórica que lograra generar una cultura unificada, una identidad nacional que nos diera cohesión.

Dicho esfuerzo académico e intelectual, encabezado desde el gobierno, se manifestó en la primera magna obra de historia nacional: México a través de los siglos, donde evidentemente, toda la narrativa justifica la dictadura porfirista como la culminación pacífica y gloriosa de la penosa y violenta construcción de un país a lo largo del siglo XIX. Como dato interesante cabe resaltar que es la narrativa porfirista de la historia la que encumbra, glorifica e incluso endiosa a Benito Juárez.

Pero el viejo Porfirio cayó junto con todo su sistema en 1911. Por cierto, Francisco Madero, quien encabezó el esfuerzo por derrocar al régimen, escribió un libro que muchos mexicanos citan, pero pocos han leído: La sucesión presidencial de 1910. En su obra, hace una revisión histórica del país que llega a la conclusión de que no hay nada más legítimo, más ético y más moral que derrocar a don Porfirio. No podía ser de otra forma.

La caída del viejo dictador y la ausencia de su puño de hierro despertó al tigre, según su propio vaticinio, y México se envolvió en dos décadas de guerra civil de la cual eventualmente surgió un grupo que tomó el poder. Dicho grupo construyó una narrativa histórica que convirtió la guerra civil en revolución y hasta nos obligó a escribirla con mayúscula, la dotó a posteriori de una ideología y convirtió el partido emanado de la Revolución en el garante de los grandes valores y principios de esa imaginaria revolución que sólo existe en la narrativa.

El partido quedó finalmente establecido y encumbrado en 1934 con la persona de Lázaro Cárdenas y con la estabilidad política que comenzó a proporcionar el nuevo régimen; nuevamente se comenzó a construir, con académicos, intelectuales y artistas, una nueva narrativa, esa que quedó plasmada en los murales de Diego Rivera, esa que nos convirtió en aztecas conquistados por españoles y convirtió el conflicto social, llamado ahora lucha de clases, en el cimiento del sistema. Una lucha de clases donde el gobierno, garante de los valores, ahora sociales, de la Revolución, se convierte en el paladín de los desposeídos y en el único capaz de mantener la justicia social.

Como en toda la historia humana, el régimen funcionó por un tiempo y dejó cosas buenas, construyó instituciones, muchas de ellas de evidente compromiso social, encauzó el conflicto que no ha dejado de bullir en la sangre mexicana, pero lejos de eliminarlo, lo convirtió en el combustible de la nueva dictadura en la que la cara del dictador cambiaba cada seis años, pero estaba siempre respaldado por el pueblo, y por el partido que en su tricolor emblema dejaba claro que era el único en representar a la patria.

El PRI construyó la narrativa histórica del México moderno, y con ello estructuró la mente colectiva del mexicano. Nos dotó de una mitología —porque eso es cada historia nacional— y fue así como moldeó gran parte del inconsciente popular, por eso el pueblo mexicano tiene esa neurótica relación de codependencia con el PRI, por eso extraña sus viejos modos, y quizá por eso votó por un grupo formado por priistas, con maneras y estrategias priistas, con la visión priista de la política y que, aunque no se llama PRI, ofrece básicamente lo mismo.

Es fundamental comprender el gran valor de una mitología. El pensamiento humano siempre ha sido abstracto y simbólico; construimos símbolos, los dotamos de significados y valores que se aceptan socialmente, y desde entonces toda la comunidad comparte los símbolos y sus significados. Así es como se construye la idea de comunidad; compartiendo símbolos.

Las mitologías son relatos simbólicos. No pensemos en ellas como relatos fantasiosos de las culturas antiguas y que cuentan historias extrañas de luchas entre dioses. Ésas son mitologías, desde luego, los símbolos con los que pueblos del pasado han buscado explicaciones, se han educado y forjado, han establecido valores que se comparten y han construido comunidades. Pero el ser humano nunca ha dejado de construir mitologías.

Así pues, es mitología la historia de los dioses griegos, romanos o nórdicos, también la Ilíada y la Odisea, la Divina Comedia, así como los relatos bíblicos, las historias de ángeles y demonios, de luchas del bien contra el mal. Son mitologías las películas de Star Wars, las historias de los Avengers y la Liga de la Justicia, y lo es la historia nacional de cada país. Relatos con símbolos que pretenden inculcar ideas y valores, establecer sueños y aspiraciones comunes, marcar el camino que debe seguir una comunidad, las tentaciones en las que debe evitar caer. La mente humana no puede funcionar sin símbolos y mitologías.

En Italia no dejan de contarse la historia de Rómulo y Remo, que los hace descender de los grandes héroes troyanos, así como los griegos siguen pretendiendo ser esos semidioses del pasado.

Los españoles se cuentan las glorias caballerescas y los franceses su lucha titánica contra el mal, representado en la monarquía, para hacer triunfar al bien, simbolizado en la República. Los ingleses no dejan de vivir del mito de ser la cumbre de la civilización y los estadounidenses se cuentan una serie de mitologías que los convierten en los defensores de la humanidad a través de la maravillosa e infalible democracia.

Una historia nacional tiene personajes y acontecimientos dotados de significado; es una narrativa que le enseña a los ciudadanos de un país quién es el bueno, quién es el malo y quién es el feo, quién el máximo héroe y cuáles sus grandes valores, así como señala al gran tirano y sus terribles defectos que representan lo que todo buen ciudadano debe evitar. Dicha narrativa enseña cuáles acontecimientos fueron gloriosos y cuáles lamentables, cuáles encauzaron al país por la senda correcta y cuáles amenazaron con desviarlo del camino del bien.

La historia es una mitología, una construcción simbólica que nos cuenta lo que somos. Al final no importan los hechos objetivos, imposibles de determinar, sino el valor de los símbolos. El Partido de la Revolución creó una mitología basada en la Conquista, una historia de victimización y derrota que ha generado una mentalidad colectiva esquizofrénica, rencorosa, gandalla y que, como niño inmaduro, se exculpa de todo mal, señalando a los culpables siempre afuera; un mitema común en toda versión nacionalista.

El sistema político del siglo XX que creó esa mitología y se sustentaba en ella comenzó a desmoronarse desde 1968, vivió una terrible fractura entre ese año y 1989, y pareció renovarse con el cambio de siglo y milenio, cuando nos quisieron convencer de que el cambio de partido en el poder es equivalente a democracia. Esa mitología de conquista y derrota, hay que decirlo, fue útil para sostener un régimen político, pero no permite ningún tipo de renovación en un pueblo.

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