Omeapa aguarda el regreso de tres de sus hijos, tras un año de dolor y tristeza incurables

27/09/2015 - 12:00 am

Joshivani Guerrero de la Cruz, Everardo Rodríguez Bello y Emiliano Alen Gaspar de la Cruz nacieron en Omeapa, donde sus padres y todos ahí los esperan.

Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo
Los hogares en Omeapa, de puertas abiertas. Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo

Omeapa, Tixtla de Guerrero, 27 de septiembre (SinEmbargo).– Para llegar a Omeapa hay una camino de terracería en donde se pierde la señal de celular y los habitantes caminan en medio de la calle sin preocuparse por los vehículos.

Porque en Omeapa casi todos andan en burro o caballo y hay pocos automóviles. Las camionetas que circulan son para sacar leña del pueblo y venderla en Tixtla. Hay 380 habitantes. Las calles son de tierra y las casas permanecen con las puertas abiertas durante el día, porque todos se conocen y si llega un extraño, rápidamente le preguntan sus intenciones.

En Omeapa desde hace un año la comunidad espera a tres de sus hijos. Son jóvenes y forman parte de la lista de los 43 desaparecidos entre la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre en Iguala.

Los tres estudiantes de primer grado de la Escuela Rural Raúl Isidro Burgos (Ayotzinapa) vivían, antes de ingresar a la institución, en un radio de 50 metros. Sus padres se conocen de toda la vida y ellos crecieron juntos.

Gema Antúnez es la enfermera del pueblo desde hace 26 años. Ella les puso las vacunas y cuidó que no faltara ninguna en la Cartilla Nacional de Vacunación de cada uno. Los vio jugar a la pelota, crecer, trabajar cortando leña y aspirar a una vida mejor.

La desaparición de Emiliano le dolió en especial, porque el muchacho le confió su anhelo por mejorar su situación económica.

“Un día me encontró Emiliano muy triste: ‘Señorita enfermera no pasé el examen, no me quedé’, me dijo. Había hecho las pruebas para estudiar en Ayotzinapa y le dije: ‘el que persevera alcanza. Yo sé que te vas a quedar”.

Emiliano deseaba estudiar para ayudar a sus padres a salir de la pobreza. Al siguiente año, en agosto de 2014, volvió a intentarlo.

“Al otro año yo venía caminando y viene y me encuentra y me dice: “¡Señorita enfermera pasé el examen, usted tenía razón!’. Le contesté: ‘así es, si las cosas fueran fáciles, cualquiera las haría’. Como me puede ese muchachito”.

Gema es originaria de Tierra Caliente, Guerrero, y llegó para quedarse en una comunidad pobre, dice, pero de personas honestas y trabajadoras.

Un pueblo que espera impaciente la llegada de los tres muchachos. Aún con la noticia de que los restos de Joshivani fueron identificados.

Isabel Guerrero Tecoapa veía la televisión cuando dijeron que Joshivani, su sobrino, fue identificado. Se quedó helada. La mujer cuidó al normalista desde niño, cuando la madre lavaba ajeno.

La vivienda de los padres de Joshivani es la única casa pintada de azul del rumbo y está ubicada casi en frente de la casa de Isabel.

Desde su patio veía a Joshivani corretear a los perros y brincar de un lado a otro. Era, como la mayoría de los niños, muy inquieto, dice.

Aunque la noticia de que el muchacho puede estar muerto le afectó, asegura que no cree en esa verdad.

“Puede ser una mentira política, para tapar ya el caso. Yo hasta ver el cuerpo, porque para cenizas, nos pueden dar gato por liebre, como dicen”, comenta.

Lo mismo opina Francisco Ortiz, vecino de Celso Gaspar, padre de Emiliano.

“Nos impactó la noticia, pero no la creemos. Nuestra idea es que seguiremos en la lucha  hasta que regresen nuestro paisanos”, dice.

La casa de Celso está abierta y en su interior hay un niño de 10 años. Es el hermanito menor de Emiliano que se quedó al cuidado de sus vecinos, porque sus padres están en el Distrito Federal, buscando noticias sobre su hijo.

El pequeño se asoma y Francisco asegura que está seguro. Enfrente vive la maestra del pueblo y en el lugar, los vecinos se cuidan unos a otros.

Aunque el espíritu del pueblo cambió después de la desaparición de los 43 normalistas: en el aire hay dolor, desgano, miedo y una tristeza incurable.

Este año los jóvenes de Omeapa que salieron de la preparatoria, prefirieron quedarse en el pueblo a cortar leña.

“Les bajó los ánimos, no quisieron seguir estudiando, si el gobierno desapareció a esos jóvenes, desaparecerá a los demás”, dice Francisco.

Ahora los muchachos de Omeapa se entretienen en lo alto de una de las colinas en donde llega la señal de celular. Ahí se reúnen para conectarse al mundo a través de sus teléfonos. Los padres ya cooperan para mandar hacer un techo de lámina galvanizada y colocar unos troncos para que se sienten con más comodidad.

Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo
La escuela rural recuerda a los desaparecidos. Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo
Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo
Francisco Ortiz, padre de Emiliano. Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo

***

Omeapa está ubicada a unos 15 minutos de la escuela Normal de Ayotzinapa. Hasta ahí viajan todos los días los padres de los tres muchachos para esperar noticias sobre el paradero de sus hijos.

Como ellos, lo hacen varios padres de los 43 desaparecidos. La semana previa al primer aniversario la mayoría se trasladó al Distrito Federal para reunirse con el Presidente Enrique Peña Nieto y organizar varias actividades de protesta.

Pero algunos se quedaron en Ayotzinapa. Uno de ellos, Bernardo Campos Santos, padre de José Ángel Campos Cantó, originario de Tixtla.

Bernardo está sentado enseguida de un librero viejo y trae puesto su sombrero para cubrirse del sol mientras trabaja en el campo. Taciturno observa los 43 pupitres colocados al centro de la cancha de la escuela.

Los pupitres tienen la fotografía de cada uno de los desaparecidos. Bernardo se encamina hacia donde está el de su hijo y lo acaricia. El pupitre tiene una camiseta y una cartita de su hija de nueve años.

Hola me llamo América y soy una hija de un desaparecido y toda su familia lo estamos esperando con vida. Lo que siento es mucha tristeza, mi sueño que quisiera tener y que a lo mejor se me cumple, es que quiero verlo. No nada más a él, sino a los demás compañeros desaparecidos, dice la carta escrita a mano con la letra de una niña de cuarto año.

NormalAyotzinapa-43
Los pupitres vacíos en la Normal de Ayotzinapa, a donde niños del lugar dejan mensajes para los 43 desaparecidos. Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo

Frente a los pupitres cae un lona con los rostros de los 43 muchachos y un altar rodeado de santos y flores.

El hijo de Bernardo tenía 33 años cuando desapareció. Empezó a estudiar adulto y ya casado con una hija de nueve años.

“De repente me dijo que quería estudiar. Era campesino como yo, conoce algo de albañilería, anduvo de peón. No había querido estudiar, pero ahora ya casado se animó y dijo que se iba a inscribir para hacer el examen”, dice.

José Ángel pasó la prueba y se subió a uno de los autobuses que salieron de Ayotzinapa aquel 26 de septiembre. Ese día se empezó a escribir una nueva historia para Bernardo y su esposa.

“Siento desesperación, coraje. A veces me dan una ansias de gritar, ¿por qué le hicieron esto a nuestros hijos?”, grita.

El desconocer el destino de su hijo lo atormenta. Le duele, lo desgarra, dice.

Su esposa enfermó. Hace unas semanas fue operada de ambos ojos, pues debido a una plaga, le cayó una infección.

“El dolor es más fuerte, porque al no saber nada de nuestros hijos, sufrimos más. Siendo ellos chamacos inocentes los desaparecieron, eso da mucha tristeza”, dice.

Hoy, a un año, los expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), le regresaron a Bernardo la esperanza de encontrarlo con vida, al descartar que los estudiantes fueron incinerados en el basurero de Cocula.

“Somos campesinos. Me la he vivido en el campo, con mis padres sembraba, esa versión nunca fue cierta. ¿Cómo van a quemar a 43 cuerpos en un espacio tan chiquito?”, cuestiona.

Bernardo cree que su hijo está secuestrado en algún lugar y su esperanza descansa en que si no están en las fosas, ni fueron incinerados en el basurero, ¿en dónde están?

Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo
Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo

***

–Hay un cuerpo en la morgue de Chilpancingo. ¿Pueden ir a verlo? ¿A identificarlo?–, le preguntó uno de los miembros del Comité de Ayotzinapa a Tomás Ramírez Jiménez.

–Sí, vamos. ¿Es uno de los estudiantes?–, preguntó.

–No dijeron, nomás que tenían un cuerpo.

Tomás sintió un dolor en el pecho y tuvo un presentimiento: que era su hijo Julio César Ramírez Nava, normalista de Ayotzinapa desaparecido en Iguala hacía cuatro días.

Tomás y su esposa se alistaron y salieron apresurados hacia Chilpancingo. El dolor en el pecho aumentaba más y más. Cuando entró a la morgue fue el clímax: sintió que el corazón le explotaba.

Entonces le señalaron el camino a una habitación. Tomás sentía que se tambaleaba y le faltaba la respiración cuando le mostraron el cuerpo: era su hijo.

“Tenía un balazo aquí”, se lleva la mano a la frente. “Y le salía por acá”, apunta a su nuca.

Tomás solloza.

“De no ser por el balazo, parecía que estaba dormido, como cuando estaba en su cama”, dice.

Ese día fue el peor de su vida. Reconoció el cadáver de su hijo asesinado a quemarropa cuando ofrecía una conferencia de prensa la noche del 26 de septiembre en Iguala. De acuerdo el informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), sus asesinos le dispararon a escasos 15 centímetros.

Julio se trasladó en una comisión de apoyo a Iguala cuando los normalistas avisaron a la escuela que eran atacados por policías municipales. Fue uno de los tres muertos junto con Julio César Mondragón de esa noche.

Pero su padre se enteró cuatro días después, luego de pasar horas de angustia por desconocer el paradero de su hijo.

“Gracias a Dios no se lo llevaron a él con los otros. No entendemos porqué no se lo llevaron entre los muertos y los heridos. No cupo, o no sé, porque todo fue tan rápido.

A las seis de la tarde de ese día, Tomás llegó con su hijo y lo veló en la escuela. Hasta ese momento, su madre aceptó que estaba muerto. Durante la noche le llevó sus pertenencias y colocó su trompeta sobre su ataúd.

“Ella decía que estaba vivo, porque habló con él a las 11:44 de la noche y le dijo que estaba bien, dando una conferencia”, recuerda.

Eran los últimos momentos de vida de Julio César Ramírez. El muchacho que quería ingresar al grupo de guitarristas y que al igual que sus compañeros de primero, celebraba el haber pasado aquellas pruebas de admisión.

Aunque Tomás encontró a su hijo, todos los días acude a la escuela donde Julio César vivió y soñó con la superación.

En Ayotzinapa se reúne con los padres de los 43, les ayuda en las marchas, les hace compañía y apoya en todo lo que puede.

Busca, dice, encontrar un poco de su hijo entre los muros, las aulas y los patios de la escuela que conoce como la palma de su mano desde que era niño.

PROMO_TIXTLA

***

En la cancha principal están formados alrededor de 140 jóvenes de nuevo ingreso. La generación de primer grado que le sigue a la de los 43 desaparecidos.

Son jóvenes campesinos, de ropas humildes que se forman para recibir instrucciones de los normalistas de segundo grado. Durante la mañana realizaron labores: lavaron los baños, barrieron los pasillos, limpiaron sus dormitorios.

En esta ocasión hay hasta 30 muchachos de primer grado hacinados en un dormitorio.Rompen formación cuando el estudiante mayor les ordena y las risas y conversaciones no se hacen esperar.

“Aquí los muchachitos de primero se bañan en estas pilas. Yo a veces les doy jabón. Poco a poco los voy conociendo”, dice Guadalupe, una mujer que lava la ropa en Ayotzinapa desde hace 27 años.

Los muchachos de primero sufren de todo tipo de carencias: se bañan al aire libre, en las pilas de los lavaderos. Los de tercero, cuarto e incluso los de segundo, los que forman parte del Comité, viven en condiciones mejores. Sólo ellos tienen derecho a pagar para que les laven la ropa, dice Guadalupe.

Los de primero, como están a prueba, se lavan su ropa. En ocasiones la mujer les regala un poco de jabón y les enseña a tallarla mejor. Incluso toma de los tendederos las prendas para tallarlas un poco más y evitar que quede sucia.

Así vivían los 43 estudiantes desaparecidos. Guadalupe no tuvo tiempo de grabarse sus nombres, pero sí sus caras. Como le ocurre con la nueva generación.

“En este año, aquí he tenido además de los estudiantes, a los padres de los muchachos desaparecidos. Aquí vienen a veces a platicar conmigo. Ya están muy desesperados”, dice.

Los rostros de los hijos de campesinos de distintos lugares de Guerrero se mezclan.

Víctor Flores, de 18 años, es uno de ellos. El muchacho es originario de Apango, de donde es Miguel Ángel Mendoza Zacarías, uno de los 43 desaparecidos.

Víctor conocía a Miguel Ángel porque era el peluquero del pueblo. De los primeros que empezó a cortar el cabello. Era nueve años mayor que él.

“Tengo dos hermanos egresados de aquí. Mi paisano esta desaparecido y me motivó para venir a esta escuela y luchar”, dice.

Sus padres lo apoyaron, afirma, a pesar del temor por la desaparición de los estudiantes en Iguala.

Lo mismo ocurrió con Andrés Sánchez, también de 18 años y originario de Tlapa, ubicada a tres horas y media de Ayotzinapa.

“Se siente miedo, nadie va a negar, pero pues en este tipo de cosas hay que ser fuerte más que nada. La verdad hay que tener precauciones para que no vuelva a pasar lo mismo”, dice.

Andrés siente temor por la primera vez que el Comité lo envié a “botear”, como le ocurrió al grupo de primero que terminó en Iguala hace un año.

“No me ha tocado salir. La primera vez quizás sentiré miedo, pero después debo agarrar valor y entrarle duro a las actividades”, indica.

Los padres de Andrés no aceptaron rápidamente que su hijo se inscribiera en Ayotzinapa, pero terminaron por apoyarlo.

El caso de Fredy, otro joven de primer grado, fue similar. Sus padres se opusieron. Varios familiares también. Pero la necesidad de superación fue más fuerte que el miedo.

“A veces son más las ganas de superarse. Al estar aquí adentro, saber que son 43 vidas, personas, compañeros que pueden ser mis hermanos, me duele y siento ganas de apoyar esto”, comenta.

Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo
Las humildes casas en Omeapa esperan a tres de sus hijos. Foto: Francisco Cañedo, Sinembargo

***

La vivienda de Joshivani en Omeapa está sola. Sus papás pasan la mayor parte del tiempo en Tixtla con su hermana Nayeli o en Ayotzinapa, esperando noticias sobre él.

En Tixtla también vive Alma Guerrero de la Cruz, la sexta hija, de siete de la familia. Joshivani es el séptimo, el menor.

Alma tiene 26 años. Le lleva seis años a su hermano. Cuando el joven desapareció estaba embarazada y hoy tiene una niña de siete meses a quien llamó Joshibeth.

El miembro de la familia que más ha sufrido por Joshivani es la mamá, dice. Ambos eran muy unidos.

“Mi mamá no podía estar sin él, no él sin ella. A donde quiera que iban, siempre los dos. Mi hermano tenía mucha ilusión de tener una profesión, no le llamaba tanto ser maestro, pero quería estudiar para ayudar a mis papás”, cuenta.

La única opción para Joshivani fue Ayotzinapa. Hizo sus exámenes y quedó. La mayoría de los hijos de campesino que demuestran que pueden aguantar largas jornadas bajo los rayos del sol, en el campo, lo hacen.

Él lo demostró.

Hoy de acuerdo con la Procuraduría General de la República (PGR) y aunque no haya 100 por ciento de certeza, es el segundo normalista desaparecido identificado.

Lo anunció de esa forma Arely Gómez González, Procuradora General de la República, unos minutos después de decírselo a Margarito Guerrero, padre de Joshivani.

No les dio tiempo de nada, ni a él, ni a su abogado. Tenía a los medios de comunicación reunidos y debía salir con el anuncio, dice Alma.

Minutos más tarde su madre, en Tixtla, escuchó en la televisión el nombre de su hijo desaparecido.

Se derrumbó de la impresión. Nadie la preparó para escuchar que su hijo estaba muerto y era parte de las bolsas con cenizas rescatadas del Río San Juan.

PROMO-PERITOS-ARGENTINOS

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas