Tras los pasos del misterioso mulá Omar, el hombre que mantuvo a raya al ejército de EU

31/07/2015 - 3:05 pm

El mulá Akhtar Muhammad Mansoor es, parece, el sucesor del mulá Omar. Todos los informes van en ese sentido. Mansoor gobernará a los talibán, el movimiento religioso y social que ha mantenido a Estados Unidos muy ocupado entre Afganistán y Paquistán, sobre todo desde que se le salió de su control y acogió a Osama bin Laden y al doctor Ayman al-Zawahiri, los dos padres de Al Qaeda.

La semana pasada, fuentes de inteligencia confirmaron que Omar había muerto desde hace un año. ¿Por qué esconder su deceso? Sami Yousafzai, periodista y corresponsal de The Daily Beast para la región, tiene su teoría: Mansoor fue preparando, con pasos tácticos, su asenso al poder.

El mulá Omar fue algo así como Presidente de Afganistán. Digo “algo así” porque nunca se asumió como tal, aunque por cerca de diez años mantuvo una estructura –con ministerios y direcciones– que dio viabilidad a su proyecto: un gobierno para servir a Alá en las formas más ortodoxas. Talibán es el plural de “talib”, que significa, básicamente, estudiante del Corán. Su movimiento nació en las escuelas del Corán, como veremos más adelante en este texto que escribí el 7 de septiembre de 2003, dos años después del ataque a las Torres Gemelas.

Lo que se sabe de Mansoor es que se unió a la segunda gran yihad del mulá Omar. La primera fue contra la invasión de los soviéticos; la segunda, para tratar de someter a un país hundido en la rapiña y la criminalidad. Se cree que es un fuerte cultivador de opio.

Omar, barbado y sin un ojo, fue una especie de leyenda en la región. Escribí mucho sobre él aquellos años.

Ahora les comparto esta selección de textos. No están actualizados. Quedan como lo publiqué en la revista Día Siete que, con Jorge Zepeda como comandante en jefe (bromeo: era el director general), dirigí durante más de una década.

El mulá Omar murió en libertad, aunque durante al menos dos décadas fue perseguido por el ejército de Estados Unidos. Las tribus locales lo protegieron. Para ellos, era un santo.

El enigmático mulá de un ojo.
El enigmático mulá de un ojo.

7 de septiembre del 2003

SOL DE AFGANISTÁN

En la primavera de 1994, hace casi 10 años, el mulá Mohammed Omar recibió visitas en su casa de Singesar. Nada raro: en esa pequeña villa, al norte de Kandahar, era ya un hombre conocido y respetado. Dos años antes había fundado allí su propia madrasa o escuela de Corán. Venía de la yihad, la guerra santa que expulsó a los soviéticos (que, en 1979, cometieron el error histórico de invadir Afganistán).

Cargado de honores, era, sin embargo, un mayuhidín cansado. Buscaba trabajo, pero la vida lo convirtió en líder religioso entre los pashtún, tribu con por lo menos mil años de historia.

Los visitantes, en aquella primavera, eran vecinos cuyos hijos estudiaban en su madrasa. Le contaron que guerreros o mayahidines habían secuestrado a dos adolescentes, que las habían rapado y las tenían como esclavas sexuales en un cuartel cercano. Mohammed Omar se puso furioso. De su propia escuela sacó a 30 talibán (plural de talib, o estudiante del Corán), y los armó con unos 16 rifles AK-47. Encontraron a los mercenarios y los mataron. Al comandante, al jefe de aquellos, lo colgaron del cañón de un tanque -a manera de escarmiento-, y se llevaron cuantas armas y municiones pudieron.

En el verano de aquel mismo 1994, el mulá volvió a aplicar justicia por su propia mano.

Según cuenta el biógrafo del movimiento talib, Ahmed Rashid, dos comandantes se disputaban a un muchacho al que querían sodomizar. Omar y sus talibán los rescataron violentamente, sin importar que el objetivo costara la vida de una docena de civiles.

La fama del religioso prendió. Fue combustible para un pueblo harto de rapiña y anarquía, con una estructura de gobierno casi inexistente tras 10 años de guerra contra los soviéticos.

Pronto, los principales señores de la guerra en todo Afganistán querían conocer al seductor mulá que nació en 1959 (hoy tiene 45 años) al norte de Kandahar, en una villa de nombre Nodeh. Les inquietaba ese Chucho el Roto o Robin Hood, fiel seguidor de Mahoma, leyenda muyahidín que perdió un ojo en un ataque de granada enemiga. Les atraía el barbado, de parche y turbante negros.

Pocos imaginaban, hace 10 años, que ese hombre alto, fornido y profundamente tímido, crearía uno de los regímenes más crueles de la sangrienta historia universal reciente.

TALIBÁN COMO HONGOS

Cada vez que el mulá se quedaba sin soldados, los ulemas cerraban las puertas de las escuelas religiosas que estaban a su cargo en Pakistán. Los talibán –procedentes de una docena de países árabes– eran estudiantes pobres, influenciables, muy jovencitos y sin experiencia en las armas. Se enrolaban casi por inercia. Miles fueron llevados al frente norte, en camionetas Nissan donadas por Arabia Saudita. Morían por miles.

Era 1997. Un año antes, el ex presidente Najibulá y su hermano habían sido torturados, castrados y asesinados en público durante la toma de la capital, Kabul. El 70 por ciento del país se gobernaba ahora bajo leyes del Corán, y las mujeres habían perdido incluso el derecho de asomarse por la ventana.

En el norte, Mazar-I-Sharif mantenía una férrea resistencia. Las familias acomodadas, escondidas en este último reducto, se deshacían del dinero local y buscaban desesperadamente visas de cualquier país que las acogiera. La ciudad estaba llena de actores, pintores, escritores, cantantes, artesanos y estudiantes que habían huido de Kabul o Herat, donde sus profesiones estaban prohibidas. Algo así como Casablanca en la Segunda Guerra Mundial. Locales y recién llegados eran presas del pánico. Los defensores de Mazar perdían terreno a diario, y cómo no: los soldados del general Abdul Rashid Dostum, el defensor de la plaza, eran viejos lobos, pero los adolescentes talibán llegaban por miles directo de las madrasas, dispuestos a funcionar como carnadas o como escudos humanos, listos para morir sin haber disparado una sola bala.

Hoy, las madrasas siguen operando casi igual que en el pasado. Muchos guerreros de Osama bin Laden vienen de sus aulas. El presidente de Pakistán, Pervez Musharraf, ha entregado al ejército de Estados Unidos —desde octubre de 2001— a unos 500 supuestos miembros de Al-Qaeda. Se calcula, sin embargo, que hay unas 4 mil escuelas en su territorio, con algo así como 580 mil estudiantes.

DOSTUM Y LA ORUGA

El general Dostum llevaba tres años en el exilio cuando su suerte cambió, un 11 de septiembre de 2001. Uzbeco, con fama de mujeriego y borracho (hasta que se convirtió al Islam); con sangre helada de mogol (herencia de la invasión de los Khan, hace 800 años), este guerrero fue aliado de los soviéticos, de Irán, de Turquía, del gobierno muyahidín del presidente Rabani en los 90, de la Alianza del Norte y de lo que se acumule. Luchó contra los talibán.

En los años previos a la invasión estadounidense la pasaba muy mal. Por eso, después del S-11, se puso al servicio del Pentágono sin pensarlo demasiado. Con ayuda de bombarderos made in usa expulsó a los talibán de Mazar-I-Sharif. Corrió la sangre. La venganza fue cruenta: las primeras imágenes de ejecutados —que transmitieron las cadenas de tv por todo el mundo— llegaron de su frente. Sus hombres, se dice, fueron los que asesinaron por asfixia a unos 2 mil detenidos talibán a finales de 2001. Los encerraron vivos en contenedores del tamaño de un carro de tren, sin agua, bajo el sol de Afganistán. El portavoz de la misión de la onu en Afganistán, Manoel de Almeida, dijo, hace apenas unas semanas, que todas las sospechas recaen en Rashid Dostum, nacido en 1955 en Shibergha, ex fontanero, ex labrador y mercenario entrenado como tropa de asalto. Pero el presidente que defiende Washington, Hamid Karzai, mantiene al hijo de mogoles como consejero especial sobre Seguridad y Asuntos Militares.

El destino de Dostum, como el de muchos otros líderes sangrientos de Afganistán, está cambiando drásticamente en estos días. Los reportes señalan que, desde noviembre pasado, cuando se enfrentó por rencillas personales, en Mazar, a las fuerzas del comandante Atta Mohammad —otro ex muyahidín converso—, huye del gobierno y del ejército estadunidenses. Dostum ha vuelto a la rebeldía. El general se esconde con sus hombres en las montañas del norte. Allí espera nuevos aires. (Lo mismo hace, pero en el sur del país, el derrocado jefe talib, Mohamed Omar. En guerra de guerrillas abierta, pega y huye. Tira la granada y esconde la espoleta.)

El periodista Ahmed Rashind recuerda la tarde en que lo entrevistó por primera vez. Al entrar al cuartel, narra, sintió cómo sus zapatos chapoteaban en el piso de barro entre sangre y trozos de carne bien picada. Inocente, preguntó si se habían sacrificado cabras. Un oficial atento le explicó que no, que Dostum había castigado a un soldado por robo. “Lo ató a la oruga de un tanque soviético”, le dijo. “Luego dio vueltas por el patio con el reo amarrado, hasta que sólo quedó carne molida”.

Se cree que esta foto es de él, años después de la invasión de Estados Unidos.
Se cree que esta foto es de él, años después de la invasión de Estados Unidos.

31 de agosto del 2003

DE PESHWAR AL MIDWEST

Hubo un momento probable, entre septiembre y octubre de 2001, en el que los tres personajes se despidieron. Todo indica que estaban en Kandahar. Se habrán abrazado y besado, según sus costumbres.

Se puede asumir que el mulá Omar decidió quedarse en su base de apoyo natural. Osama bin Laden, sin embargo, se fue hacia Kabul, donde lo esperaban miembros de Al Qaeda y del todavía gobierno talibán, y de allí, conforme la evolución de los eventos, se movió a Jalalabad, con posible parada en Tora Bora, con destino claro en Paquistán. Ayman Al-Zawahiri, por su parte, se encaminó —se sabe ahora— a la provincia de Nimruz, para brincar a Irán en cuanto le llegara la lumbre a los aparejos.

Disfrazados de mujeres o de nómadas; con guaruras y sin ellos; armados o a pelas; de noche principalmente y siempre tapados, huyeron de sus perseguidores por veredas entre las montañas. Apenas si habrán pegado pestaña en un año y más. Seguramente perdieron sus kilos.

Pero encontraron un lugar donde durmieron dos, tres, cinco días seguidos, y decidieron alargar su estancia, con breves y estudiadas escapadas. Quizás Al-Zawahiri esté bajo arresto domiciliario en Irán, pero ya dejaron de huir y se toman sus precauciones. Tienen más tiempo que cuando andaban a lomo de camello. Comerán arroz rico de vez en cuando, meditarán, armarán y desarmarán escenarios.

Antes de abandonar Kandahar, en medio de los bombardeos, el mulá tuvo un sueño en el que se veía inmolado mientras defendía el último muro de la ciudad. Ahora tiene otro sueño, que quizás tampoco cumplirá: reorganizar una resistencia armada, revolucionaria, como antaño, que expulse a los invasores y le devuelva el poder.

Osama, más cerca de China, hará mapas en la tierra con un palito. Hablará solo y en voz baja. Se alimentará de agua y odio. Hará planes a futuro, y hasta tendrá ya una lista preliminar de invitados para celebrar el siguiente atentado. La espera es una llama y Osama pensará, ardiendo, que los Khan entraron como soldados y regresaron como creyentes del Corán. Contará los meses como días para no desesperarse.

Eso: no desesperarse. Porque, hasta donde se sabe, ni Ayman, ni Osama, ni Omar tienen un plan de jubilación.

El mulá Omar murió en libertad.
El mulá Omar murió en libertad.

23 de septiembre del 2004

MORIR EN AFGANISTÁN

1
Dos días antes del 11 de septiembre de 2001, Ahmed Shah Massud, de 44 años, aceptó recibir a dos periodistas Tora Bora. Lejos, muy lejos la zona Pashtún, en donde, ahora sabemos, ya se tejían redes de escape para dos personajes clave: Osama bin Laden y Ayman al-Zawahiri.

Eran dos. Traían cámara de video y presentaron credenciales de una televisora. Se sentaron en una alfombra. Acordaron los términos de la entrevista. Luego, uno de ellos dijo que encendería la cámara. Bum.

Pobre león acorralado; no tuvo tiempo de rugir una vez más. Osama sabía lo que estaba por venir, justo dos días después. Massud, muyahidín incómodo. Y al final, león sin garras.

2
Pat Tillman nunca dio entrevistas. Estrella del futbol americano, renunció al cine, a la televisión, a las biografías y a un contrato de 3.6 millones de dólares con los Cardenales. En lo mejor de su carrera en la NFL, se enroló como voluntario en las fuerzas armadas de su país. Silencioso, misterioso, romántico, descrito por algunos como patriota, tenía una afición: subirse a meditar a la torre de luz de 60 metros del Sun Devil Stadium de la Universidad Estatal de Arizona. Así aparece en una de las pocas fotos que quedaron de él.

El año pasado, Pat entró a Bagdad con una unidad especializada de Rangers. Con tiempo cumplido en campos de guerra, ya en Estados Unidos, se casó con una joven de nombre Marie y se fue de luna de miel a Bora Bora. A su regreso, sin pensársela demasiado, él y su hermano decidieron enrolarse otra vez, ahora en Denver, Colorado. Su nuevo frente: Afganistán.

Para principios de mayo de 2004, Pat era parte de la Operación Tormenta en la Montaña, que persigue a los voluntarios de Al Qaeda y de los talibán que se esconden en la frontera con Pakistán. Eran las 7:30 de la tarde cuando su patrulla ubicó a miembros de la tribu Zandran, partidarios de Osama, Ayman y el mulá Omar. Atacaron. Les respondieron. Un miliciano islámico murió; dos norteamericanos también. Pat Tilman tenía 27 años.

3
En febrero de 1997, el personal femenino de las oficinas centrales de Bridas en Buenos Aires recibió una orden: vestir mangas y faldas largas al día siguiente. Una comisión de mulás del gobierno talibán llegaría a la ciudad para revisar el proyecto del gran gasoducto internacional que cruzaría Afganistán de norte a sur. Eran los años del éxito. Arabia Saudita y Pakistán ya reconocían su gobierno como legítimo, no así la ONU.

Los aires de la montaña cambiaron pronto. Osama abandonó sus tres relojes en la mano izquierda por temor a ser detectado. El doctor Ayman al-Zawahiri se trajo a su familia de Egipto. Dos años después del episodio en Argentina, Estados Unidos anunció una ronda de pláticas con el gobierno de los talibán para presionar la entrega de los terroristas escondidos en Afganistán. El Departamento de Estado estableció una línea directa con Omar, que, con un traductor, respondía monosílabos.

En 1998, dos bombazos sacudieron las embajadas de Estados Unidos en Kenia y en Tanzania, matando a 224 personas. Poco después, una lancha con explosivos hirió gravemente el portaaviones USS Cole. En Yemen y en Canadá se frustrarían dos atentados, y una pequeña carga explosiva anunciaría, a los pies del World Trade Center de Nueva York, que algo más grande se preparaba.

Los talibán anunciaron que Osama y Ayman habían suspendido sus actividades en el territorio; soltaron el rumor de un pleito a muerte con Al Qaeda, e incluso hablaron del aseguramiento de las armas y el equipo de comunicaciones en manos de los radicales. Para que no quedaran dudas, el 17 de febrero de 1999 Kabul emitió un comunicado en el que anunciaba que “él (Osama) ha dejado la región”.

En diciembre de 2001, Al Hayat, diario árabe editado en Londres, anunció la muerte de una mujer y sus cuatro hijos, todos con pasaporte egipcio, que estaban escondidos cerca de Kandahar. La invasión iniciaba por el norte. Las bombas de Estados Unidos los alcanzaron mientras huían.

Ayman, para entonces escondido en las montañas, quedó viudo.

4
Ismail Khan aprendió a leer cuando era un hombre maduro. Mal la pasó en su juventud. Ah, pero pocos como él. Corazón de kalashnikov. Cuando los soviéticos entraron a Herat, en marzo de 1979, ya era gobernador de la provincia. Por eso nadie dijo pío cuando pidió a los ciudadanos no oponerse a los invasores; miles vieron cómo entraban los tanques a sus calles.

Y cuando estaban adentro, Ismail encabezó una rebelión. Las familias desmembraron los cadáveres de batallones de soviéticos, que fueron abatidos en una semana.

En los meses siguientes, las bombas hicieron de Herat las ruinas más lamentables del planeta. Moscú no tuvo compasión. Khan logró escapar, llevándose a miles de combatientes con los que formó un orgulloso ejército de muyahidín que terminó derrotando a los invasores.

Ismail Khan, corazón de kalashnikov. Sobornó a sus guardias en 1997 para huir de una prisión en Kabul. Secuestró un avión y voló a Irán, o a Turkmenistán. Y después volvió a Herat, muchas veces, con intenciones de recuperar sus tierras y vengarse de los talibán. En octubre de 2001 recibió su oportunidad: cuando Bush inició la invasión de Afganistán, se levantó contra los fieles del mulá Omar. Los hizo pedazos. Así retomó Herat, que había perdido en 1995.

***

En marzo pasado, las kalashnikov volvieron a resonar. Ahora el muerto fue el ministro de Aviación, Mirwais Sadeq, hijo de Ismail. El gobernador inició una cacería. Dio con los asesinos y los mató en el acto.

Pero Ismail, que tuvo una adolescencia difícil, no pudo devolver la vida a Mirwais, su hijo querido, el que sí fue a la escuela y era, Dios primero, la promesa del apellido Khan en un mundo nuevo.

Alejandro Páez Varela
Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx
en Sinembargo al Aire

Lo dice el Reportero

Opinión

Opinión en video