Indecencia. Ignorancia. Incompetencia. Impunidad. Indolencia. ¿Por qué murió Cecilia? Las anteriores palabras responden la pregunta si esta pregunta cuestiona, a la vez, qué define la procuración de justicia en el Estado de México.
Porque, ¿cómo explicar que el asesino de esta muchachita iba y venía, varias veces al día, a bordo de su microbús destartalado frente a una oficinas de la Procuraduría de Justicia del Estado de México, cuando él y su vehículo habían sido descritos por una joven que sobrevivió a sus ataques seriales?
¿Son, en verdad, los asesinos seriales de mujeres hombres de impecable inteligencia y riguroso método como el cine de Hollywood suele presentarlos?
Si se conoce la historia de Cecilia, la respuesta es un tristísimo no...
Un asesinato cambia todo. Cuando estaba viva nunca odié a nadie, pero ahora el odio es todo lo que tengo. Sólo quiero que muera, ¡lo quiero muerto y frío! ¡Sin nada de sangre en las venas!
Mírame. ¡Mira lo que me hizo! ¿Qué soy ahora? ¿La niña muerta, la niña fantasma?, ¿la niña perdida?, ¿la niña desaparecida? ¡No soy nada!
Tlalnepantla, Estado de México, 30 de julio (SinEmbargo).- Ceci escuchaba el monólogo y se conmovía profundamente cuando “Susie” enlistaba a cada una de las nueve mujeres y niñas que su asesino serial había ultimado y luego enterrado en fosos o sumergido en aguas negras.
“Susie Salmon”, personaje principal de la película Desde mi cielo (Peter Jackson, 2009), hablaba desde un particular cielo al que llegó luego de su asesinato, donde sufría por la agonía de su familia por su pérdida.
“Fueron tantas cosas las que mi asesino destruyó”, escuchaba Ceci decir a “Susie” (Saoirse Ronan), y lloraba cuando la protagonista, a sus catorce años, descubría que nunca tendría un primer amor.
—Es muy extraño porque trata de un señor que violaba niñas y las mataba —apunta Karla, hermana de Cecilia, una de las siete jovencitas asesinadas por el Coqueto, feminicida serial del Estado de México.
Eva Cecilia Pérez Vargas nació el último día de 1994. Ganaba algunos pesos como maestra de natación entre semana en la escuela de Nelson Vargas en Ciudad Satélite, ocupación que extendía con niños de orfanatos durante los sábados y domingos sin ganar un peso.
Ceci murió a pocas semanas de cumplir diecisiete años de edad y cursaba el segundo año de preparatoria con buenas calificaciones. Era deportista, amaba jugar con el aro y corría con sus perros, Canela y Picky, a los que acariciaba, bañaba y alimentaba con dedicación maternal.
Su madre, Amparo, la describe: “Era tan bonita… Todo el tiempo andaba con una sonrisota, alegre, contenta, apapachando a sus amigos. Se tardaba en el espejo viéndose… Se sacaba fotos con su celular y salía con sus perros”.
Amparo pausa porque el llanto le ahoga la garganta.
“Llegaba y se me colgaba del cuello, y me besaba y me pedía lo que fuera y…”.
Imposible seguir.
***
De pequeña, Cecilia decidió que estudiaría Veterinaria. Mientras crecía, la niña se afligió por la pobreza que encontraba en la ranchería de la Sierra Norte de Puebla de donde es su madre.
“Seré partera”, resolvió con gesto valiente cuando supo que las mujeres del pueblo vivían a cinco horas de la clínica más cercana.
Con el tiempo regresó a la idea de los animales, pero resolvió que sería bióloga marina e imaginó una vida junto al mar, en Veracruz o Baja California.
Lo hubiera sido. Cecilia fue una muchacha que consiguió todo lo que quiso. Tocaba la guitarra, la batería y el teclado; patinaba, bailaba y estudiaba teatro. Conocía las letras de las canciones de Rocío Dúrcal que cantaba con gritos mortificados para satisfacer a su madre, verdadera admiradora de la española.
La música de Ceci era el hardcore, el reggae y la electrónica, y sus grupos Alika, Zona Ganga y Bob Marley.
La familia de Amparo está avecindada desde hace años en Tlalnepantla, a un costado del Periférico, casi frente a Valle Dorado. El matrimonio Pérez Vargas y sus seis hijos salieron adelante como contratistas de mantenimiento a casas, esforzados todo el tiempo en costear la necesidad de sus niñas por aparentar riqueza.
Es un matrimonio curtido, pero nunca lo suficiente para enfrentar, luego de veinticinco años, la pérdida de Cecilia.
***
Antes de salir el 26 de noviembre de 2011 al ensayo de una obra teatral escolar, Cecilia llenó la lavadora con su ropa y la dejó tendida.
Volvió a las cuatro de la tarde. Comió, tomó sus patines y salió al encuentro de unos amigos en Ciudad Labor, en el municipio mexiquense de Tultitlán. Sus padres la acompañaron, a las cinco en punto, a la parada de autobuses: ahí se reunió con un compañero de la escuela y de la obra de teatro.
Amparo Vargas, madre de Cecilia, gesticuló de alguna forma que hizo al joven comprometerse con el cuidado de la muchacha cuando discutieron la hora en que la chica debería volver a casa. Los muchachos pidieron una hora más.
—Bueno —convino Amparo, alerta hasta la hosquedad. Cecilia obtuvo permiso para llegar entre ocho y media y nueve de la noche.
Los chicos terminaron de patinar y el muchacho que la había esperado a tomar el bus la acompañó debajo de un puente sobre la avenida López Portillo a aguardar el transporte de vuelta a casa, con dirección a Ciudad Satélite.
Llegaron las nueve y media, pero no la niña. La madre buscó explicaciones en el teléfono celular de la muchacha.
—Oye, ¿está contigo Ceci? —averiguó Amparo por teléfono con el amigo de su hija.
—No, señora. Tiene veinte minutos que la acompañé a subir al micro.
Para ahondar en la preocupación, era un momento de la semana y de la noche sin tráfico en esa parte conurbada del Distrito Federal. La muchacha debió llegar cinco o diez minutos atrás.
—¿Qué crees? No ha llegado —se quejó la madre.
—Señora, la subí a un microbús verde con gris de la ruta 27.
Los cinco hermanos de Ceci estaban en casa. Los dos varones mayores subieron a sus autos y condujeron hacia la terminal de Chapultepec, ya en el Distrito Federal. Supusieron que el vehículo había sido asaltado, situación frecuente en el transporte público del Valle de México.
Si fuera el caso, sólo era asunto de encontrar al conductor y averiguar los detalles tras el atraco. Había transcurrido poco tiempo —aún no daban las diez de la noche— y sería fácil encontrar pistas: los conductores están obligados a reportar con supervisores, quienes llevan control por escrito de llegadas y salidas; seguir el curso de un vehículo de este tipo se antojaba fácil también porque los concesionarios colocan inspectores a lo largo del recorrido para paliar el robo hormiga del que son objeto por parte de sus choferes.
Y el gobierno del Estado de México posee, en teoría, un registro puntual de concesionarios, unidades y conductores. Sin embargo, las referencias del último microbús de Cecilia terminaban en pared: ninguno de los supervisores ofreció pista alguna.
Amparo buscó a una abogada que era su comadre, madrina de Cecilia; la defensora tenía conocimiento del funcionamiento y ubicaciones de las agencias del Ministerio Público. Ambas presentaron una denuncia por la desaparición de la chica. Antes, la madre de la niña se acercó a un grupo de policías judiciales: no había terminado de explicar la situación cuando uno de ellos la interrumpió.
—Le ayudo a buscar a su hija, pero… —el policía demandó alguna cantidad de dinero.
Amparo recuerda el momento: “Levanté el acta y en el Ministerio Público me dieron un pésimo servicio. No había sistema... no había interés… Había una lista de cincuenta personas antes que yo”.
Luego esperó a sus otros hijos y se internaron en Cuautitlán.
Buscaron por los baldíos, se acercaron con desconfianza a la Casa del Migrante y caminaron junto a las vías del tren por las que viene y va La Bestia, el ferrocarril que atraviesa México con trabajadores centroamericanos en dirección a Estados Unidos. Amparo sintió horror junto a ese tren de almas en pena y mutilados. El miedo es un teatro de mil escenarios: la muchacha rota bajo las ruedas de acero, la niña prostituida en un burdel de Tijuana, su hija hecha pedazos para el tráfico de órganos.
Pragmática y comprensiva del valor del tiempo, la madre pagó a policías judiciales para aparecer en los paraderos de camiones, preguntar a supervisores, entrevistar choferes, averiguar con policías de tránsito y, pronto, indagar en salas de urgencias y morgues. Por trabajar.
Recorrieron oficinas, hospitales y anfiteatros en Cuautitlán, Atizapán y Tlalnepantla.
Amparo indicó el camino y los detalles: el microbús, el conductor joven y de tamaño mediano a pequeño, el microbús en ruta por Periférico hacia Chapultepec, el camión con un vidrio roto. Dijo que su niña era de tez blanca, alrededor de 1.65 metros de estatura, ojos miel y cabello castaño claro. Su ropa: botas cortas negras, mallas negras, blusa holgada, sudadera azul marino marca Hollister.
—Si la ves o sabes, reporta. Es mi familiar, es mi ahijada, es mi sobrina, es mi amiga, es mi vecina.
Los momentos anteriores fueron los últimos de la niña. Antes de llegar a Satélite, el conductor del microbús que ella abordara, César Armando Librado Legorreta, el Coqueto, retornó en dirección hacia la autopista México-Querétaro, y en algún lugar de Cuautitlán Izcalli la violó y estranguló.
Se detuvo debajo de un puente vehicular, atorado en el vértice de la base superior de la cuneta. De día es un lugar seco y de noche es un suave arroyo de aguas negras.
***
Mi asesino empezó a sentirse seguro, sabía que la gente quería seguir, necesitaban olvidar. Se sintió tranquilo, le reconfortaba saber que nadie sospechaba de él.
Pero había algo que mi asesino no entendió. No entendió cuánto puede amar un padre a su hija.
La familia dirigió sus primeras sospechas hacia el novio de la muchacha, chavo al que habían echado de la escuela por un asunto de drogas, pero esa posibilidad pronto se ahogaba por la certeza de que ese muchacho no pudo tener participación en la desaparición de Cecilia.
Familiares y amigos se organizaron en la búsqueda. Escogieron un par de fotografías de la muchacha e imprimieron veinte tipos distintos de volantes. Hasta medio centenar de compañeros de Ceci subían al metro desde las seis de la mañana y llegaban a las doce de la noche: repartían alrededor de mil quinientos papeles diarios, unos cuarenta y cinco mil durante el primer mes de la desaparición, en una docena de municipios del norponiente del Estado de México y siguieron a Toluca, Pachuca y Querétaro.
La familia asumió un gasto de entre quinientos y mil pesos diarios para la impresión de volantes con los datos y foto de Ceci, la mayoría repartidos en microbuses con el mismo trayecto que el supuestamente seguido por el último utilizado por la chica, y colgaron mantas de los puentes en el mismo recorrido.
Con sus propios medios, la familia de Ceci buscó en aeropuertos y terminales de autobuses, donde pegaron fotos de la muchacha. Era un mantra interminable: “Si la ves”, “si sabes”, “si escuchas”, “si llega no la dejes ir”. El rastreo terminaba en la madrugada y reiniciaba a las primeras horas de la mañana.
No había un solo agente del Ministerio Público de Naucalpan a Cuautitlán Izcalli que no estuviera enterado.
Entre los agentes, sólo el desembolso de dinero mantenía encendida alguna luz, pero la justicia en el Estado de México es un fósforo encendido en medio de la tormenta.
Nada.
“Así anduvimos durante un mes. Yo conseguí a todos los amiguitos del parque adonde fue a patinar, para que los entrevistaran. En los ministerios públicos jamás nos hicieron justicia. No hubo seguimiento. No hubo nada.”
***
Mi asesino puede seguir viviendo durante mucho tiempo, puede alimentarse de recuerdos una y otra vez. Es un animal sin cara, infinito.
De repente lo siente. El vacío regresa a él y la necesidad vuelve a surgirle.
“George Harvey” (Stanley Tucci), el feminicida de Desde mi cielo, es un depredador paciente que utiliza la trampa y el cebo para atraer a sus víctimas. Obsesivo con el cuidado de los detalles, el personaje se esconde en la discreción.
El Coqueto es un asesino de oportunidad, a quien bien le venía la necesidad de los pasajeros de viajar en un transporte público mal vigilado, utilizado por mujeres sin más opción que la de cruzar por sitios sin alumbrado público. El sujeto se guarecía en la negligencia de la autoridad.
El primer ataque del Coqueto ocurrió a mediados de 2010: aún era gobernador Enrique Peña Nieto. Jazmín subió al camión del feminicida casi frente a la casa de Cecilia. En ese año se registraron tres o cuatro asesinatos, en 2011 ocurrieron cuatro más. El gobierno del Estado de México sólo cuenta con la confesión de Librado Legorreta para afirmar que ese hombre no cometió otros feminicidios.
Es cierto que nadie reconoce simpatía con un feminicida, pero cuando un par de conductores de microbuses aceptan hablar de él parecen honestos cuando refieren su desagrado por Armando Librado Legorreta: vanidoso, imbécil, mentiroso, cobarde.
—A mí se me suben y solitas se me ponen. Más las fresitas —decía en referencia al tipo de mujer joven, de piel blanca, cabello claro y rasgos finos de su predilección.
Librado Legorreta conducía un microbús al que su conductor anterior pegó una calcomanía con el letrero de “COQUETO”. De ahí surgió el apodo, sobrenombre reforzado con su fanfarronería respecto de las conquistas que presumía.
Pareciera que existe vigilancia sobre las decenas de miles de latas oxidadas que ruedan en el Estado de México a manera de transporte público, pero no es así. “Los pulpos del transporte”, como se llama al puñado de beneficiarios de las concesiones otorgadas por la autoridad, son un gigantesco poder político en la entidad, poder que acarrea a la gente a los mítines de los candidatos priistas, quienes una vez en el poder, nada hacen para ordenar a sus patrocinadores, los que en su vida han enfrentado toda clase de acusaciones sin mayor trascendencia.
Uno de ellos es el líder de la Confederación Nacional de Transportistas, Guadalupe Uribe Guevara, dueño de transportes públicos donde han violado y asesinado a mujeres y también de antros en que otras son explotadas sexualmente.
Lupe es un homicida a quien se le impusieron dos años y medio de prisión por el asesinato a mansalva de un enemigo político. Es un priista fiel al gobernador mexiquense en turno y no hay uno que no le agradezca que sus eventos de campaña se conviertan en mareas de camisas rojas con las siglas del PRI.
Cosas de la vida, cosas de la muerte: una hija de Lupe Uribe fue asesinada en Tlalnepantla.
Es en ese mundo construido a partir del cacicazgo y la mordida donde Cecilia y otras siete mujeres fueron violadas y casi todas asesinadas.
***
No hubo un solo día en que la madre no se presentara en el Ministerio Público y ahí, empecinada, sostenía la mirada a los funcionarios públicos con cara de fastidio hasta que aceptaban atenderla.
—¿Cuándo van a encontrar a mi hija? —preguntó una vez más, al mes de la desaparición, en la oficina de Tlalnepantla, a pocos metros del Periférico, en la misma ruta seguida varias veces al día por el Coqueto.
—¿Sabe qué, señora? Si quiere encontrar a su hija búsquela usted, porque nosotros no podemos hacer nada.
“Yo pedía de favor a los judiciales que me ayudaran. Uno me decía: ‘no tengo crédito’, el otro ‘no tengo gasolina’, uno más: ‘no tengo coche’. Debíamos invitarles la Coca-Cola, los tacos, meterle gasolina a sus carros. Cuando pedíamos su compañía, debía ser en nuestro auto con el argumento de que el suyo estaba descompuesto. Se subían al coche y manejaban.”
—¿Por dónde quiere que vayamos? —preguntaban los agentes a Amparo.
—Si es el trabajo de ustedes, no el mío; si pudiera yo lo hago, ¿y pa qué los quiero a ustedes?
Un día, uno de los hermanos de Cecilia recibió un mensaje en que se le informaba de manera anónima que la chica estaba secuestrada en una casa del municipio de Nicolás Romero.
“Debí darles dos mil pesos a los policías judiciales para que fueran conmigo”, relata Amparo. “Y otros quinientos pesos para la gasolina y para los tacos y quinientos pesos más para el crédito de sus teléfonos celulares, que para hablarle al comandante y enviara apoyo.”
La casa indicada era una obra negra de tres pisos con una panadería en la parte baja. Cuando bajaron de los autos, los agentes observaron la fachada y entraron al negocio, escogieron algunas piezas de pan y comenzaron a comer. Amparo entró a la casa: su hijo y su comadre, la abogada, intentaron detenerla.
—¡Si están ahí, te van a matar!
—¡Pues de una vez! ¿De qué sirve traer a los malditos cerdos si no apoyan en nada? ¡Pinches gordos de cien kilos! ¿Cuándo van a subir tres pisos?
***
Casi al mes de la ausencia de Cecilia, el 23 de diciembre, un hombre marcó al teléfono de su hermana Karla, uno de los indicados en los volantes repartidos.
—Yo tengo a tu hermana. Necesito dinero para entregarla —se escuchó la voz un viernes al mediodía.
—No están mis papás, andan en la calle, déjame hablar con ellos y a ver cuánto te pueden dar.
Cayó una tormenta de mensajes: “¿Sabes qué, cabrona? Ya me cansé de esperarte, me respondes o a tu hermana se la va a llevar la chingada”.
La mujer volvió al Ministerio Público. El edificio estaba prácticamente vacío.
—Tienen secuestrada a mi hija —dijo sin mayor saludo a un funcionario con la vida amargada por la guardia en Navidad—. ¿Qué hacemos?
—Psss... dígale al secuestrador que se la pase —sugirió otro con bolsas en los ojos.
—“Psss” —remedó la mujer—, tú atiende el caso, “psss” son especializados en secuestros. “¡Psssssss!”.
El otro regresó la cara dentro de alguno de los periódicos de nota roja del Valle de México, que no rara vez llevan en la portada la imagen de una mujer asesinada y al lado la de una modelo semidesnuda.
Amparo no tuvo más alternativa que esperar el timbrado del teléfono con la reclamación del rescate, y cuando pararon amenazas e insultos, puso verdadera atención.
—Me das cincuenta mil... —reclamó el tipo.
—¿Tienes a mi hija? ¡Pásamela! —exigió Amparo.
—Sí. Tiene un lunar, es güera, tiene ojos claros, está grandota y trae expansiones en la oreja. Ahora son doscientos mil... ¡No: quinientos mil! —bullía de codicia.
—¡Pásamela!
—¡No!
La mujer perdía la paciencia y la plática iba hacia una rutina conocida por ella.
—La única forma de que te pague es que si la tienes ahí cerca, le preguntes cómo se llama su mascota. Nomás me das el nombre de la mascota y yo ahorita te aviento una bolsa negra con dinero.
—Quiero setecientos mil.
—¿Qué crees? —rugió la madre—. No eres el único que me ha hablado y me han salido con puras tranzas. No pienso darte nada.
—¡Está bien, está bien! Dame quince mil pesos —suplicó el extorsionador.
—¡Estás bien pendejito y nomás te quieres ir de fiesta a mis costillas! Ya tengo tu número, ahorita te voy a rastrear y donde te encuentre te voy a dar en tu madre.
***
Quien conozca a Amparo Vargas sabe que esa mujer de rostro moreno y cuerpo delgado y nervudo se guarda poco.
—¡Qué poca madre tienen, porque no es su familia! —acusaba a gritos a los funcionarios que le repetían cada ocasión lo mismo: “No hay nada”.
—Señora, ya le dije que no esté molestando. Cuando tengamos algo relacionado con su hija, nosotros mismos le llamamos. Están todos de vacaciones, no lo podemos atender —le explicaba alguien ahora con el pretexto del descanso navideño.
El 26 de diciembre, justo al mes de la falta de Cecilia, un auto con sonido anunciaba un periódico que contenía la noticia de una chica hallada estrangulada, violada antes de morir; se sabría luego que pertenecía a la misma lista de Ceci.
Al día siguiente, 27 de diciembre, Amparo reapareció en la Subprocuraduría de Justicia, junto a la cárcel y juzgados de Barrientos.
Apenas la vieron llegar por la mañana, los funcionarios se encogieron de hombros. Intercambiaron alguna mirada como para advertirse que la loca furiosa estaba de vuelta y
—Me vale madres. Quiero entrar con tu jefe, porque tú eres un pendejo y no me das el servicio que necesito.
—Señora, estamos de vacaciones hasta el 15 de enero; el 18 o 19 llegan mis jefes. ¿Qué hago? —Al funcionario en turno se le notaba cada vez más la falsa amabilidad.
—Si estando veinte ahí durmiendo no hacen nada, pues ahorita que está uno de guardia menos.
Amparo se cruzó de brazos y amenazó con sitiar la recepción de la oficina de gobierno. El empleado público levantó el auricular y alguien del otro lado le pidió que indicara a la mujer subir al tercer piso; al llegar le pidieron volver a la planta baja, y ahí le instruyeron ir al segundo nivel.
A las tres de la tarde, Amparo entró a la oficina de Feminicidios. Un hombre sin mucho trabajo le pidió sentarse al otro lado de su escritorio. Le habló del dolor de cada noche que se le hendía como una punta de hielo en la garganta; la mujer le contó toda su vida.
—Si quiere, mire, allá al fondo está el archivo. Si gusta, pásele y revise usted misma los expedientes —dijo el funcionario con gesto conmovido.
Amparo caminó hacia la caja metálica con uno de sus hijos y la abogada.
Deslizó una de las gavetas y paseó la mirada por los cartoncillos amarillos con las hojas desordenadas adentro; abrió el pulgar y el índice y tomó los primeros cinco archivos. En uno de los manojos encontró una descripción de ropas: sudadera marca Hollister azul marino con capucha, mallas negras, botas, cinturón.
“Era mi hija.”
***
“Encontraron a mi hija el 24 de diciembre en un puente de Cuautitlán Izcalli, en el Circuito Mexiquense. El desgraciado la metió debajo de un puente; en la noche la cubría el agua. Cuando la encontramos, la niña no estaba más que un poquito maltratada de su cara, pero se veía bien. Nos entregaron su ropa interior, todo, todo… Ese maldito no pudo violarla…”. Amparo se aferra como al aire a esta idea.
“Mientras encontraban a mi hija, este tipo estaba matando a otra y a mí me intentaban extorsionar: todo, ese mismo día de Navidad. El 26 de diciembre salí de casa y un carro con un sonido voceaba a una chica violada y asfixiada también; igual. Mi hija desapareció el 26 de noviembre y, justo al mes, una chica que trabajaba en Mundo E. Ceci fue la quinta y después de ella hubo tres más”, resume.
“Anduve día y noche buscándola y nadie del gobierno me ayudó, jamás; hasta que encontré a mi hija muerta todo mundo me quiso ayudar.”
El gobernador Eruviel Ávila habló por teléfono con Amparo y le envió un automóvil para que acudiera a la Procuraduría.
—¿Ustedes creen que me van a reparar el daño? —preguntó al funcionario con cara arrugada por la tristeza que le pusieron enfrente.
—¿Qué quiere, cuánto quiere? —reviró el otro.
—Devuélvame a mi hija: así de fácil. Lo pudieron hacer, lo tuvieron en sus manos. Llegó la primera chica violada y no hicieron justicia, ¿por qué permitieron que pasaran siete, ocho asesinatos más? El primer ataque del Coqueto ocurrió en 2010 y ese año hubo tres o cuatro asesinatos. Aún era gobernador Enrique Peña Nieto: desde entonces.
***
Durante los dos meses siguientes al hallazgo del cuerpo de Cecilia, su madre se aferró ahora a encontrar al asesino. Ya habían aparecido los cuerpos de cuatro o cinco mujeres del mismo tipo: piel blanca, cabello castaño claro, ojos claros, jóvenes; todas desaparecidas en el tramo de Periférico entre Ciudad Satélite y Cuautitlán Izcalli.
Amparo buscaba cualquier microbús con la ruta de Valle Dorado a Chapultepec; revisaba con obsesión los ventanales de cada unidad para encontrar algún vidrio roto, como describiera el amigo de Cecilia que la acompañó aquella noche a tomar el camión. Se ponía en alerta cuando descubría detrás del volante a un hombre joven, de talla pequeña y complexión delgada.
Mientras rastreaba a su hija, Amparo envió mensajes que, básicamente, ofrecían un acuerdo: “Si tú la tienes, no la toques, no le hagas nada, ahorita te consigo cincuenta mil pesos”. Elevó la oferta económica hasta los ciento cincuenta mil pesos e insistió durante los siguientes treinta días, cuando el Coqueto había estrangulado a Cecilia en menos de dos horas luego de que la niña abordara su microbús.
Tras asesinarla y arrojar su cuerpo, tomó algunas de sus pertenencias, entre estas su teléfono celular. Esa noche, cuando llegó a su casa, en el municipio mexiquense de Tultitlán, se lo obsequió a su esposa.
Este hecho tendría relevancia en el caso. Aunque la fiscalía mexiquense pretendió presentar la captura del feminicida como consecuencia de un arduo trabajo de investigación, familiares y policías ministeriales confiaron que no fue así, que si el Coqueto cayó fue porque su mujer encontró en la memoria del aparato fotografías de una muchachita cuya imagen estaba pegada por todos lados. Ella lo habría delatado.
“Cuando dicen las autoridades que fue una labor de inteligencia la que los llevó a hacer la detención, varias familias tenemos la seguridad de que la mujer lo denunció, que se topó con uno de los volantes y en el teléfono había fotos de mi hija”, insiste Amparo.
El 19 de febrero de 2012, según las familias entrevistadas, la policía detuvo al Coqueto mientras caminaba por una calle de Tlalnepantla; el arresto sería informado días después por las autoridades mexiquenses. Se conocería también que la captura ocurrió en medio de las rutinarias irregularidades en que incurren las policías de investigación mexicanas: ausencia de orden de cateo y de aprehensión, intimidación, negación de abogado durante el interrogatorio.
Amparo acudió el lunes siguiente, a las nueve y media de la mañana. Le mostraron un teléfono celular y le preguntaron si lo reconocía.
—Es el de mi hija, ¿qué pasó? ¿Lo agarraron? —indagó la madre de Cecilia.
—Eso creemos —respondió un funcionario.
—Si trae el teléfono de mi hija, ¿quién más podría ser?
—Lo pudo haber vendido.
A unos metros, Amparo observó que la policía rodeaba e interrogaba a un hombre de baja estatura, cara alargada con barba de candado y ojos somnolientos.
—¿Es ese el desgraciado?
Amparo interpretó el silencio como una confirmación; caminó hacia él y apretó los puños. Se abrió paso entre los agentes. En el último momento se contuvo.
—¡Qué poca madre tienes! ¡No sabes lo que le hiciste, lo que nos hiciste! No acabaste nada más con la vida de mi hija, sino con la de mis hijos, de sus padres, todos.
“Ni siquiera... ni siquiera me volteó a ver…”, recordaría Amparo. “Se quedó con la mirada abajo. Hablaba de cómo había acabado con la vida de una niña, luego de la otra y de la otra y de la otra. No lo soporté y me fui.”
***
Amparo muestra las cosas de su hija. Acaricia a sus perros. Recibe a madres de mujeres desaparecidas y busca resolver su duelo. El padre de la niña observa con recelo; el hombre parece agobiado.
“Las autoridades son cómplices”, opina Amparo. “No puedes pensar de otra forma. No pagas cinco pesos de impuestos. Cuando me mandó a llamar el Alfredo [Castillo, procurador de justicia en ese momento], le dije: ‘Oye, págales un peso más, tú tienes tres o cuatro perros cuidándote. Nosotros por necesidad tenemos que salir a las cinco o seis de la mañana a trabajar, y tú tienes veinte cabrones que te cuidan para cruzar de un cuarto al otro. Yo le dije eso de frente a Alfredo Castillo.”
—¿Y qué le respondió? —preguntamos a Amparo en entrevista, en la sala de su casa, con la foto de Cecilia de fondo.
—Muchas veces lo busqué para pedirle que me ayudara y nunca me atendió. Mandó una patrulla con chofer y perdí la oportunidad de decirle sus verdades y en su jeta, porque para mí eso es como un desahogo porque no puedo…Tanto que se meten a la bolsa y no pueden pagar a alguien decente que te cuide. Con Peña Nieto estuvo peor la cosa porque nunca se había escuchado tanto de asesinato: una, dos, tres, cuatro asesinadas por aquí y por allá. Hay muchos asesinos muy listos o muchas autoridades muy tarugas.
—¿Cómo ha cambiado su vida?
—¡Újule!... —Silencio y llanto—. No podíamos ser más felices. Lo teníamos todo... Por más fuertes que seamos —la mujer busca comprensión a su propensión a derrumbarse cada cinco minutos.
“Nos ha cambiado bastante. Esa niña era la felicidad… Es la que nos hace falta, porque ella nos apapachaba, nos abrazaba; la que contaba cuentos y chistes. Toda la vida traía algo nuevo. Ahora la tenemos lejos, en el cielo.”
Nadie notó cuando nos fuimos, es decir, el momento que escogimos para irnos, si acaso quizá sentiste un susurro, o la ola de un susurro, ondulando.*