Difícilmente existe algo nuevo en la vida criminal mexicana. Hace un siglo, una banda dirigida por el más notable delincuente de la época, Higinio Granda, realizó varios escapes de las siempre porosas cárceles mexicanas. Y, con las siempre endebles autoridades, celebró los pactos que hicieran falta para delinquir a placer.
Como ahora El Chapo, Granda untó con oro cuanta mano de un jefe policíaco o militar hubo de untar para robar, violar, secuestrar y asesinar. Su historia, que es la leyenda de la Banda del Automóvil Gris, muestra la vulnerabilidad de las instituciones y su histórica propensión a actuar de la mano de la delincuencia y contra su ciudadanía.
Ciudad de México, 30 de julio (SinEmbargo).– Una pared de la prisión de Belem vuela en pedazos. La cárcel nunca ha dejado de ser una verdadera covacha, adyacente a los juzgados, “tugurios donde se arregla el estira y afloja de la justicia”, se dice en la época, hace un siglo.
Así que si de la corrupción de la justicia nada es nuevo y nada es viejo.
Higinio Granda se sacude el polvo de la camisa y mira a los suyos. Lo siguen Santiago Risco y Ángel Fernández Teixero, españoles y reos como él. Detrás vienen el francés Mario Sansí y seis mexicanos.
Respiran el aire rociado de pólvora y salen a la Ciudad de México. Los ladrones escapan de la cárcel de Belem, en declive ante la flamante nueva Penitenciaría, el Palacio Negro de Lecumberri, de donde huirá con poco éxito posterior el narcotraficante Javier Sicilia Falcón.
Es 9 de febrero de 1913 y Granda está nuevamente libre y una vez encabeza una banda.
Inicia de la Decena Trágica. Victoriano Huerta usurpa la Presidencia de la República. Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, Presidente y Vicepresidente depuestas, mueren asesinados por órdenes de Manuel Mondragón, ascendente del futuro Jefe de la Policía de la Ciudad de México.
Los uniformes de Granda y su grupo son los del Ejército zapatista, que a la caída de Huerta controla la Ciudad de México.
Los prófugos se refugian en la miseria del oriente de la ciudad, a donde la policía no llega, ni le interesa llegar. Iztapalapa, Chimalhuacán, Chalco e Ixtapaluca, pueblos lejanos de la capital mexicana, serán devorados en algunas décadas por la urbe y sufrirán el mismo abandono y desinterés, la misma fama de albergar a los sin ley.
Se escurren a la cantina El Grano de Arena y Granda traza el futuro de los demás.
El hermano mayor de Higinio, Juan, con quien llegó siendo niño de Cangas de Tineu, Asturias, es militar. Higinio entiende la oportunidad de enrolarse en la comandancia que patrulla la ciudad. Se enlista y le otorgan el grado de capitán. Las llaves del tesoro están en sus manos: uniformes, información oficial y órdenes de cateo para buscar armas y a quienes estuvieran fuera de ley. La delincuencia es dueña de la capital del país. La vigilancia es mínima. Por todas partes ocurren robos, asesinatos y violaciones.
¿Cuántos ladrones, violadores, secuestradores, asesinos y contrabandistas de cualquier cosa prohibida por la ley robarán, violarán, secuestrarán, asesinarán y traficarán al amparo de una placa de la ley? Imposible responder. Miles. Decenas de miles.
A sus 30 años, Higinio Granda ha entrado y salido 20 ocasiones de todas las formas posibles de las cárceles mexicanas. En la elaboración del lenguaje criminológico, a los de su especie se les llamará reincidentes múltiples y sus nombres serán Nicolás Andrés Caletri, Joaquín Guzmán Loera…
Granda es un fantasma que posee varias mujeres para escoger dónde pasar la noche. Al igual que Marcos Tinoco Gancedo El Coronel, notable secuestrador y comprador de autoridades de los noventa del siglo XX, Higinio entiende que un buen delincuente no debe parecerlo, así que viste con elegancia, su porte es distinguido, habla con corrección.
En su mundo, en su doble mundo, en el de los policías y en el de los ladrones, él síntesis de uno y otro, es respetado y temido.
El 7 de abril, Granda uniforma a la banda y consigue un poderoso auto último modelo. Lo conduce El Japonés. Esperan la noche. Tocan la puerta del comerciante español Luis Toranzos, avecindado frente a la Alameda Central.
Higinio, con uniforme de general, habla con gravedad. Muestra la orden de cateo debidamente autorizada. Apenas traspasan la puerta cuando ya saquean la casa.
La fórmula funciona por decenas de veces, tantas que en los diez del siglo pasado se escucha un corrido:
Señores tengan presente
lo que les voy a contar
sobre esa batida de gente
que asalta la capital.
Será qu’el diablo la ayuda
a tanta mala acción
o los mismos generales
de la Revolución.
***
Los ladrones caen presos en la misma cárcel y del mismo reclusorio se vuelven a fugar, esta con la oportunidad del abandono que hacen del encierro los custodios, quienes siguen a villistas y zapatistas hacia el norte y hacia el sur ante el arribo de las fuerzas de Venustiano Carranza a la Ciudad de México.
Carranza designa como Gobernador del Distrito Federal a Pablo González. La ciudad ha perdido la seguridad gozada durante el régimen de Porfirio Díaz, recuerda el historiador Alejandro Rosas en una monografía sobre la Banda del Automóvil Gris:
“Cuando entraron por vez primera a la capital, los constitucionalistas saquearon de tal forma las casas y comercios que pronto fueron conocidos como ‘carranclanes’ o ‘consusuñaslistas’ y el verbo robar encontró rápidamente un sinónimo ‘carrancear’”.
La banda de Granda escala del asalto al secuestro. Escogen a Alice, la joven hija de François Thomas, un rico francés, según refiere Agustín Sánchez González en La Banda del Automóvil Gris (Byblos, México, 2007).
Granda le encarga a Mariano Sansí, un “apache”, un proxeneta de origen francés que enamore a Magdalena González, sirvienta de Alice. El chulo es eficiente y consigue la agenda de Alice.
La banda se reúne en el Grano de Oro. Deciden hacer el levantón —aunque de esta manera se le llamará cuando el plagio sea una empresa generalizada— el 10 de julio y Granda distribuye las funciones del equipo: vigilancia de la residencia Thomas y en el barrio; la misma cantina se convertirá durante los siguientes días en casa de seguridad, mientras que Francisco Oviedo y Santiago Risco son designados como cuidadores.
El grupo sube a su automóvil. Alice y Magdalena son interceptadas en la esquina de Colón y el grupo enfila por Paseo de la Reforma. En la glorieta del monumento a Cristóbal Colón liberan a Magdalena y le hacen saber el rescate: 100 mil pesos en oro.
La niña mimada es arrojada al mugroso sofá de una pocilga y allí 12 tipos la violan 23 veces en menos de 72 horas, apunta Tere De las Casas en su Crónica de la Banda del Automóvil (Gris, Selector, México, 2003, pp. 28-29).
Thomas busca al encargado de negocios de Francia en México y, de la mano de éste, presenta la denuncia.
La autoridad es incapaz de hacer algo y el empresario reúne el dinero en tres días. Lo entrega en el Bosque de Chapultepec. Esa misma noche, Alice retorna o, mejor dicho, vuelve lo que de ella queda.
Iracundo, Thomas regresa con las autoridades. La sirvienta detalla que los secuestradores vestían uniformes oficiales, que uno de ellos hablaba con acento español.
No hay duda: es Granda.
A los meses, de manera circunstancial, la banda de Granda es detenida. También aprehenden a dos oficiales que, desde su cargo, daban protección a la banda. Uno era el primer jefe de las Comisiones de Seguridad de la Policía Reservada y uno más el subjefe.
Pronto, Granda y los suyos regresan a la calle. En vez de pasar como militares, ahora lo hacen como agentes de la Policía Reservada. Otros, también convictos en fuga, causan alta en el Primer Regimiento de Artillería —los bandos de la Revolución en pugna se mantienen sedientos de hombres y alista a quien sea sin mayor trámite que la petición.
Sólo Granda conoce a todos y cada uno de los hombres que delinquen para la pandilla. Es, para sus tiempos, una adelantada estructura del crimen organizado.
No son farsantes, como no lo serán los policías federales que, en 2008, marcarán el alto al auto en que viajará el joven Alejandro Martí para cobrar el rescate y luego asesinarlo.
Uno de los bandidos, Francisco Oviedo, ha obtenido la comisión de espiar para el jefe de la policía a los subalternos. Desde esa posición dice a los demás qué casas asaltar sin mayor problema. Van y vienen por la ciudad con órdenes de cateo firmadas por Pablo González y sustanciadas en supuestas denuncias de casas utilizadas como escondite de armas y sediciosos.
Los asaltantes trascienden el asalto y, una vez dentro de las casonas, arrasan, golpean, torturan. Llegan a extremos como el de colgar de los pulgares a un hombre en su propio pórtico.
Rosas refiere a una carta abierta escrita por Zapata a Carranza en 1916:
“Esa soldadesca... lleva su audacia hasta constituir temibles bandas de malhechores que allanan las ricas moradas y organizan la industria del robo a la alta escuela, como lo ha hecho ya la célebre mafia del ‘automóvil gris’, cuyas feroces hazañas permanecen impunes hasta la fecha, por ser directores y principales cómplices personas allegadas a usted o de prominente posición en el ejército”.
Se corrió la voz que asaltaron la Tesorería General de la Nación, a espaldas de Palacio Nacional. Los medios se ocupan del asunto una y otra vez. Y, cuando el asunto se ha hecho un escándalo, como por arte de magia, Pablo González detiene y presenta a los delincuentes. Varios miembros de la banda son presos en la lastimada cárcel de Belén; algunos son personados por el propio González y otros fusilados en la Escuela de Tiro de San Lázaro.
Granda no es uno de ellos. Se habla que goza de la protección de un encumbrado general carrancista, beneficiario de cada botín tomado por la Banda del Automóvil Gris. El español muere libre y de viejo.
***
La historia de Granda es la del Automóvil Gris y fue llevada al cine en 1919 bajo la dirección de Enrique Rosas, quien editó en su filme algunas escenas reales de los fusilamientos tomadas por él mismo.
Al menos desde entonces, los ladrones entran y salen de las cárceles a placer y se convierten en secuestradores, los policías secuestran, los secuestradores entienden el valor de la información y la tecnología, en este caso un auto Lancia gris cuatro puertas, y las autoridades muy poco hacen al respecto.
Y noventa años antes de la aparición pública de la francesa Florence Cassez, México y Francia tuvieron su primer conflicto diplomático ocasionado por el tema de secuestro.