Carlos A. Pérez Ricart
14/12/2023 - 12:04 am
AMLO y los jóvenes de Celaya
“La crisis de homicidios en México sigue siendo el tema pendiente de esta administración y la respuesta no puede ser, una vez más, como en el Calderonato, culpar a los jóvenes”.
Una de las características más nefastas del sexenio de Felipe Calderón fue el desprecio por la vida.
En el imaginario público resuena todavía la voz del expresidente acusando a dos estudiantes del TEC de Monterrey de ser criminales y estar “armados hasta los dientes”. Era marzo de 2010.
La acusación era infundada: Jorge Mercado y Javier Arredondo eran dos estudiantes de excelencia que tuvieron la mala suerte de encontrarse en un fuego cruzado afuera de su universidad antes de ser baleados por soldados del Ejército mexicano. Para cubrirse de lo que a todas luces había sido una ejecución extrajudicial, los militares reconstruyeron la escena del crimen y les colocaron un rifle entre los brazos. No contaron con la cámara de seguridad que daba fe de sus actos. La mentira fue desmontada.
No era la primera vez que Felipe Calderón hacía de las suyas. Dos meses antes, en enero de 2010, el expresidente aseguró que los 15 jóvenes asesinados en el fraccionamiento Villas de Salvárcar en Ciudad Juárez, Chihuahua, eran “pandilleros”. Falso. Eran estudiantes de bachillerato asesinados sin piedad y sin razón por un grupo criminal. Calderón tuvo que pedir disculpas, pero el estigma quedó para siempre. La irresponsabilidad de sus dichos lo seguirá toda la vida.
Resulta inevitable —y muy triste— que los comentarios de López Obrador alrededor de lo acontecido en Celaya la semana pasada se asemejen tanto al 2010.
La noche del 3 de noviembre de 2023, como se sabe, fueron asesinados cinco estudiantes de medicina de la Universidad Latina. Ninguno había cumplido los treinta años. Sus cuerpos fueron encontrados en las inmediaciones de la Universidad de Guanajuato, campus Celaya-Salvatierra. Excepto que fueron secuestrados en un balneario y asesinados con un tiro de gracia, poco más se sabe del caso.
Sin evidencia alguna, en una de sus mañaneras, el presidente López Obrador señaló que “esos muchachos que asesinaron hace dos días en Guanajuato fue por el consumo”. Y agregó: “Fueron a comprar a alguien que estaba vendiendo droga en un territorio que pertenecía a otra banda”. Esa fue su manera de justificar su trágica muerte. Volver a la voz de Calderón en 2010 es inevitable.
Como hace trece años, no hay manera de defender la palabra presidencial. Las pruebas toxicológicas de los jóvenes dieron negativo a cualquier tipo de drogas y las investigaciones de la Fiscalía de Guanajuato apuntan en otra dirección. Y, para ser franco, nadie espera mucho: en cuatro años, entre 2018 y 2022, el estado del Bajío ha registrado 17 mil homicidios. Solo 7 de cada 100 han sido esclarecidos. Es muy difícil que el caso de los cinco muchachos vaya a ser la excepción. Las razones del crimen quedarán sin saberse, pero la memoria de las víctimas ya fue salpicada de un plumazo desde Palacio Nacional.
Celaya es uno de los cuatro municipios más violentos del país. Solamente en 2022. ocurrieron en esa localidad más de 650 homicidios. Se trata de una cantidad inverosímil para un municipio de apenas medio millón de habitantes. Para tener un marco comparativo, solo en el municipio de Celaya ocurrieron el mismo número de homicidios que durante todo el año pasado en Alemania, país con una población de 83 millones de personas. En Guanajuato, como en el resto del país, la violencia es estructural y no es reducible a un tema de consumo como sugiere el presidente.
A seis meses de las elecciones, es comprensible que la narrativa gubernamental trate de enfatizar los triunfos y soterrar los fracasos. Es normal. Sin embargo, 142 mil homicidios en cuatro años (2018-2022) no pueden esconderse sin más. La crisis de homicidios en México sigue siendo el tema pendiente de esta administración y la respuesta no puede ser, una vez más, como en el Calderonato, culpar a los jóvenes, el eslabón más débil de la cadena. Hacerlo es rehuir el problema.
Lo sé. Es difícil que el presidente rectifique y se disculpe. Para él, rectificar es conceder la razón a sus adversarios. Su reticencia es casi siempre comprensible. En esta ocasión es diferente: por medio va su credibilidad frente a las familias de las víctimas. Ellos no son sus enemigos ni oponentes. Todo lo contrario: la mayor parte ha puesto su confianza en el proyecto que él representa. Admitir un error —sobre todo esta clase de error— no debería ser tan difícil. Todo lo contrario. El humanismo mexicano va justamente de eso. ¿Qué no?
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