María Rivera
14/12/2022 - 12:02 am
La frustración
Así, la función del Presidente no consiste en servir, sino en servir a sus convicciones. En ese centro gomoso y autosuficiente reside su fortaleza, y también su debilidad.
No, no va a cambiar, rectificar. Su política ha sido y será la misma: no gastar en lo que él, personalmente, el Presidente de la República, cree. Todo debe sujetarse a sus creencias, ficticias o no. No las someterá a ningún examen, de ningún tipo. No escuchará a nadie que no le repita lo que él ya sabe, profundamente. No importa que los hechos de la realidad lo contradigan, importan sus ideas, sus convicciones. Las convicciones profundas, sinceras y honestas. Las convicciones de índole religiosa, incluso: la bondad y la justicia, sobre todo, la justicia para los desposeídos, el ejemplo de Cristo.
El decidirá qué es lo justo: porque en eso consiste la desmesura de su poder: no sólo en el uso de sus atribuciones, sino en sus creencias, capaces de determinar la realidad. Esa es la más escalofriante y frustrante naturaleza del poder. No importa de qué se trate, si de la COVID, de los fideicomisos, de las estancias infantiles o del INE. Si el Presidente cree que el virus es un catarrito, la ciencia debe someterse a sus creencias. Si el Presidente decidió que los fideicomisos eran un horror de corrupción, todos deben desaparecer todos sin examen alguno. Si el Presidente cree que la militarización es una vía, no escuchará a nadie que le advierta sobre el gravísimo riesgo para el país; él le dará al ejército aeropuertos y líneas aéreas. No importa que algunos fideicomisos funcionaran muy bien, hayan solucionado por décadas problemas administrativos que ayudaban a la gente, la de abajo, no a los ricos malvados. La realidad misma debe plegarse a sus ideas. El costo importa poco: niños muriendo por falta de medicamentos, personas infectándose y enfermando de COVID grave porque no decidió comprar vacunas para salvar a las personas, sino para salvar a la revolución cubana. No importa que la vacuna Abdala no sirva como refuerzo (que necesite varias dosis para ser efectiva) ni haya estudio alguno sobre su utilidad en personas que han recibido vacunas distintas. No importa que ya existan vacunas mejores, bivalentes, que incluyen variantes, desarrolladas por dos farmacéuticas. Él no las comprará, a duras penas consiguió para menores, tarde, ya muy tarde.
Porque el Presidente cree que la pandemia ya acabó y que son innecesarias, o que al adquirirlas está alimentado al negocio de las farmacéuticas, a costa de la pobreza de los mexicanos y los pocos recursos que hay deben utilizarse para dar apoyos en efectivo a los pobres (que no les alcanzarán ni para los medicamentos cuando enfermen gravemente, ya lo sabemos, se rendirán ante “el destino” de la muerte). Apoyos que llevan, indefectiblemente, su huella impresa, la huella de su bondad. No cree, por supuesto, en ofrecerles servicios de calidad, vacunas de calidad y oportunas, que son mucho más costosos, bajo la mano neutra del Estado. Porque López Obrador, en realidad, no es un hombre de Estado, un estadista. López Obrador es algo más: un gobernante, un líder, más precisamente un Padre (así, con mayúsculas) responsable de una transformación histórica, la cuarta, del país. Hacer historia es algo incompatible con ser eficiente y modesto, se sabe ¿a quién le puede importar la buena administración, por dios, cuando se está escribiendo la historia en carne viva? Son minucias. Él, pues, no puede creer en un Estado construido humildemente, de ladrillo en ladrillo, casi de manera anónima o producto de la multitud diversa y conflictiva, de fuerzas políticas enfrentadas; de su pacto democrático. El cree en él mismo y su representación simbólica: el pueblo. El pueblo antecede a los partidos políticos y a las instituciones, es el verdadero almirante del barco, el único con legitimidad para cambiarlo todo, es orgánico, está vivo y él es su voz; no es una idea pétrea, el pueblo marcha codo a codo con él, que no desfallece bajo la inclemencia del sol y las horas de caminata.
Si alguien tenía duda del apoyo masivo que suscita, él se encargará de recordárselo. Recordarles que la mayoría del pueblo lo respalda, a esa mayoría no le importan los muertos por su estrategia de salud, sus propios muertos. No le importa que les hayan puesto la vacuna china que los dejó mucho más vulnerables a la enfermedad y tampoco que sus vacunas a estas alturas ya casi no les sirvan para nada. Porque las buenas intenciones importan, y mucho. Más vale un Presidente bien intencionado, que un imbécil rematado o un criminal corrupto. Al menos, López Obrador los nombra, cada mañana, siempre. Y las afrentas, las largas injusticias, la explotación, la inequidad tienen más vida que todas las víctimas colaterales de su mandato, así sean niños o pobres. Las afrentas históricas son más poderosas que la realidad de las afrentas. Bajo esta narrativa, se comprende, ningún error, ninguna falta grave, ninguna evidencia de la realidad puede romper el hechizo. Sólo quedan, esas críticas, en esos amargados de siempre: los enemigos del pueblo. Él tiene la potestad del bien popular y la oposición, la del mal que, en efecto, se encarga, una y otra vez, de recordarnos que el Presidente tiene razón. Allí están, en efecto, los antiguos privilegiados por el poder político enojados por perder sus privilegios; ahí están queriendo volver al poder con su vieja caracterización, afrentando a la mayoría de la que abusaron por décadas. Ni siquiera saben ya cómo hablarles, cómo interpelar a quienes los echaron del poder, no saben qué lenguaje usar para designarlos ni sus deseos o motivaciones. Están perdidos, porque están mirando el pasado idílico donde ellos mandaban y desean reinstalar el viejo orden, rehacer las viejas instituciones, en lugar de mirar para adelante, incorporar las reivindicaciones lopezobradoristas como suyas, aunque sea como una mera máscara política. No han entendido que no entendieron.
Así, López Obrador, seguramente está convencido de que adquirir la vacuna Abdala es una forma de heroísmo latinoamericano, una forma de consistencia moral, más que una manera de salvar vidas de los mexicanos pobres, que son la mayoría, que no viajarán a Estados Unidos a vacunarse con las mejores vacunas. No se da cuenta, es incapaz de verlo, que, en realidad, está privando al pueblo del derecho a la salud y está dejando completamente desprotegido a millones de mexicanos que no podrán acceder a un refuerzo a tiempo: ese pueblo fervoroso que camina a su lado por horas, cree que es él una víctima del poder en un espejo deformado, y no él mismo que ha sido sacrificado en pos de su reflejo.
Al Presidente no le interesa si Abdala funciona, ni la ciencia detrás de ella, ni hay nadie que le señale el error. Tampoco le importan las consecuencias de que millones de diabéticos enfermen severamente, como no le importó al principio, ni que hayan muerto cientos de miles de personas por sus ideas. Él cree que la pandemia ya acabó, porque él mismo se ha sometido a infecciones recurrentes y no ha muerto. Él mismo es un ejemplo de lo que las ideas son capaces de hacer, faltaba más. Su talante autoritario no es un talante, es un espíritu en sí mismo, una forma de iluminación. Porque no es lo mismo que una imposición se efectúe por amor al pueblo, que por mera sevicia. Los muertos por COVID son héroes que lucharon hasta el último momento ante un virus imbatible, esa calamidad que le cayó al mundo encima. Se hizo todo lo que se pudo, cree, está convencido. No importa que la gente muriera por decisiones tomadas por su Gobierno, ahogada en sus casas por las indicaciones de sus empleados o de su corcholata favorita, que haya desestimado el uso de cubrebocas, que decidiera no contener al virus sino dosificar la catástrofe ¡cómo va a importar!
El Presidente vive en una batalla incesante contra el mal, encarnado en sus adversarios, todo ellos viles. Ellos son los verdaderos enemigos de la Patria, los que hundieron al país, no ha dejado de decirnos desde el primer día de su Gobierno. Ellos son el peligro, no sus decisiones, todas ellas tomadas por el bien del pueblo. Nadie puede revisar sus decisiones sin traicionar ese espíritu, esa gesta humanista. Es tiempo de la emancipación de las víctimas de la mafia del poder, de su mayoría. Ellos lo llevaron al poder y poco importa que sean, como antaño, las nuevas víctimas del despotismo del poder. Los que se quejan se convierten instantáneamente no en ciudadanos reclamando por un servicio público, sino en sospechosos, instrumentos de los poderes oscuros de los conservadores.
Quién sabe, querido lector, quiénes sean, a estas alturas, los conservadores; si este Gobierno no solo conservó las insignias vergonzosas de gobiernos pasados como la militarización y el empobrecimiento de las instituciones públicas, sino los acrecentó.
Así, la función del Presidente no consiste en servir, sino en servir a sus convicciones. En ese centro gomoso y autosuficiente reside su fortaleza, y también su debilidad. Algún día la historia lo juzgará a él, pero también a todos nosotros. No será pronto, pero será un juicio implacable, se lo aseguro.
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