…de hongos de humo desintegrándose en el cielo desde el atardecer hasta la fría madrugada. Invierno inclemente en que pienso en ti, mi pequeña desaparecida, Navidad que no me pertenece, pies que no se calientan, sobresaltos de entre insomnios que me gritan que estoy en un campo de batalla y que la próxima bomba entrará por mi chimenea para destruir mis árboles de mentiras y prender fuego a mis calcetas heladas, vacías.
Música distante de quienes bailan entre el humo, donde no llegan los frentes fríos ni las espaldas, donde las casas son blancas y la nieve se posa como plumas de edredón sobre las cabezas que siempre tienen gorros, orejeras y viseras para no ver bien o para que no les veamos las caras ebrias de felicidad, de poder, de despreocupación mientras acá nos estremecemos con cada estallido, con los tremores de nuestros cristales y la agitación de nuestras sábanas que se humedecen de rocío y nunca se secan.
Te sigo imaginando, aunque en tus años ya son más de 15, bebita, inocente, jadeando y buscando con la mirada, con el olfato, el origen de la pólvora que podría anunciar el fin de todo, pero no hay fin; las canciones de protesta de cien años atrás significan lo mismo hoy, en el sur, en el norte, en el lejos, en el mañana y en la esquina de la casa que antes era refugio y hoy es trinchera, en el mundo entero que cabe en una nota de periódico salpicada de todo lo que tememos y todo lo que nos va cercando hasta que es mejor prenderse fuego y elegir la urna del descanso antes de que nos elijan la zanja del olvido.
Me digo que elegiría terminarnos a todos, si tuviera el botón mágico al alcance de mi dedo índice, el acusador, el señalador, el que condena. Que el hongo de humo de los cohetes de la celebración sea mejor un hongo radioactivo que cubra todo, nos ponga en la cara la oscuridad que tenemos adentro, queme los sembradíos y limpie la superficie para que las cucarachas se burlen de nosotros y decidan, un día, progresar y construirse refugios de palma diminutos, frente a los nuevos mares libres, mares sin líneas, salvajes, mares que no permiten que se les claven banderas y se les clame.
Me digo que ni las sonatas, ni el amor que perdura, ni las asombrosas filigranas ni las letras intrincadas van a salvarnos; que ni los puentes que no unen nada, ni las pirámides a las que hemos arrancado sus muertos, ni las máquinas voladoras ni las próximas dieciséis maravillas me disuadirían de presionar el botón con los ojos bien abiertos, deseándole a la naturaleza que a la próxima dirija a sus primeros anfibios hacia otro lado, que le deje las sabanas a los dinosaurios, los desiertos a las víboras, las costas a los tiburones; que el fuego nos descubra a nosotros y no al revés, y que al descubrirnos nos use para preparar sus alimentos, para dar un paso más en la evolución y transformarse de flama en bestia, de fogata en océano, en dios implacable.
Canto las canciones, tejo las frases y pateo la piedrecilla cuando, en esta marcha, me toca. Me hago las preguntas, busco los ojos de los cadáveres para verlos directamente, para buscarles las almas y sucede que no tienen ojos: se los han arrancado y no han sido los buitres que todo lo usan y que igual comen entraña de dioses que pestañas de inocentes. No han sido los buitres. De tanto señalar, se me ha caído el dedo. Me queda el botón enfrente y no tengo pupilas para encontrarlo ni dedo para apretarlo. No tengo pies porque no hay sendero, ni voz porque no hay canciones.
Hoy es noche de cohetes, en invierno, y faltan muchos. Y sobramos muchos. Sobramos todos, siento hoy, en esta noche. Y soy egoísta, una horrible persona, porque pienso, mientras te pongo cientos de nombres, en ti, mi pequeña desaparecida, inocente, perdida, aterrorizada, jadeando desde tu nube porque ni siquiera ahí, en la muerte, escapas de los cohetes en los que nadie viaja, que no llegan a ningún lado, que sólo ensordecen y anuncian el apocalipsis que nos merecemos y que no llega y que sobresalta a los muertos de todas las especies cuando, arriba, intentan dormir.