Fabrizio Lorusso
14/11/2024 - 12:05 am
Trump. ¿Por qué? ¿Para qué?
“Trump es totalmente parte de una élite, pero representa a la vez una revuelta contra la élite, y es una de sus paradojas”.
Trump ganó la presidencia de Estados Unidos de manera neta pero no apabullante. Obtuvo tres millones dos cientos mil de sufragios más que Kamala Harris en el voto popular, junto con la victoria en siete estados bisagra (swing states): Pensilvania, Carolina del Norte, Georgia, Michigan, Wisconsin, Nevada y Arizona eran estados con preferencias electorales “pendulares”, más variables en las encuestas, que finalmente se orientaron por Donald Trump.
En porcentajes, el 50.2 por ciento fue al republicano y el 48.1 de la demócrata, así que la diferencia ha sido relativamente pequeña y la victoria de Trump se consolida sobre todo gracias al peculiar sistema electoral estadounidense, basado en colegios electorales y representantes estatales.
Un perdedor del proceso fue el Estado federal, no solo los demócratas como partido. Pierden, asimismo, los aparatos y los engranajes del estado profundo (deep state), que históricamente han impulsado o posibilitado la ejecución de las políticas globalistas, imperiales y extrovertidas (en el sentido de “proyectadas hacia afuera”) de la Unión Americana.
Ganan, de alguna manera, magnates como Jeff Bezos, fundador de Amazon y The Washington Post, y sobre todo Elon Musk, empresario derechista dueño de la red X, de Tesla y de la empresa aeroespacial de vanguardia Space X, quien representa aquella parte de la Silicon Valley que eligió y financió a Trump.
Por otro lado, pierden, políticamente hablando, los que no apostaron o lo hicieron por el bando derrotado, como el fondo inversionista y especulativo Blackrock, y los magnates Bill Gates, Mark Zuckerberg, Warren Buffett o George Soros. Esto lo afirmo, guardando las debidas proporciones, pues en realidad estos multimillonarios rara vez “pierden algo” y viven en otra dimensión respecto de la población común y corriente.
El Estado profundo, tras el ataque al Capitolio del 6 de enero del 2021, había identificado a Trump como una suerte de enemigo público, procesado, condenado y contrario a la “buena salud” de la República y de la democracia. Desde esta perspectiva, no hubo anticuerpos suficientes para neutralizar este “cuerpo extraño” que representa el magnate frente al sistema.
Los procesos penales aún abiertos en su contra, por el caso del Capitolio, el de la actriz Stormy Daniel y por injerencia electoral en Georgia, independientemente de cómo concluyan, tienen pocas probabilidades de llevarlo a prisión, siendo presidente.
Trump es totalmente parte de una élite, pero representa a la vez una revuelta contra la élite, y es una de sus paradojas. O bien, una de sus cartas, ganadora dos veces en un país en crisis económica y, sobre todo, de identidad.
La demanda generalizada de una sacudida al sistema ha predominado el 5 de noviembre, de la mano del ocaso del liberal-progresismo, que se había atribuido a sí mismo ciertas supuestas calidades de pivote moral y reserva racional del país, con aires de superioridad.
En cambio, nuevamente, con más ímpetu que en 2016, han sobresalido el nihilismo, el soberanismo agresivo, la xenofobia y la misoginia de la extrema derecha, más extrema que el mismo Trump, cabe recordarlo. Este coctel prevaleció por encima de la continuidad menguante, (neo)liberal y selectivamente progre del Partido Demócrata, o sea, de la cara centrista y socialmente más tolerante de la derecha y de las élites “ilustradas” e intelectuales. Su prevalencia en grandes ciudades, menor que la del 2020, y en los estados costeros, no bastó.
El Trump medio mártir y medio sobreviviente, un no-muerto redivivo que se salvó del disparo de un francotirador improvisado, supo capitalizar mejor las crisis y los resentimientos, a veces confusos o indeterminados, pero muy presentes en la opinión pública.
Las dificultades vividas en el día a día por la gente hicieron que, en su mayoría, considerara que el país está yendo en una dirección equivocada. Relacionado con ello, destaca también la baja aprobación del presidente saliente, Joe Biden, al final de su administración.
En los últimos cuatro años, han crecido en Estados Unidos la sensación de agravio, de acorralamiento, y la idea de trauma, como consecuencia de las duras restricciones y repercusiones de la pandemia de covid19, que hizo más de 900,000 víctimas, y del aumento de la criminalidad, del consumo de fentanilo, de las oleadas migratorias y de los precios, y con una inflación del 20% acumulada en el mandato de Biden.
Los asuntos más “decisivos” para esta elección han sido la economía, primeramente, y la inmigración, mientras que los temas del aborto, del sistema de salud y del cambio climático fueron importantes, pero muy distanciados de los primeros, entre las preocupaciones más apremiantes en Estados Unidos.
Quizás asfixia, miedo y depresión sean tres vocablos atinados para describir la sensación y situación para sectores ciudadanos importantes al norte del Río Bravo.
El encarecimiento significativo de la vivienda y de la seguridad social, de la gasolina y los alimentos, ha pegado en mayor medida en los bolsillos, de por sí precarios, de las clases y las minorías más vulnerables, de las personas jóvenes, migrantes y personas trabajadoras, sectores que han ensanchado el voto pro-Trump, incluso en las grandes ciudades, que normalmente tienen tendencias demócratas.
Tampoco le ayudó a Kamala Harris el tener que cargar con el fardo de un mandato demócrata poco brillante, por decirlo suave, y defender los fracasos de su correligionario, Joe Biden, entre los cuales destaca la condescendencia con el genocidio del gobierno de Israel en contra del pueblo palestino. Harris, finalmente, no era una outsider, fue vicepresidenta, lo que no es cualquier cosa a la hora de rendir cuenta sobre resultados y plantear propuestas.
Cuando la percepción es que no se tiene ya nada que perder, hay votantes que le dan la oportunidad incluso a opciones extremas y repugnantes, como el trumpismo y sus derivados, o bien, optan por la abstención o anulación del voto. La participación electoral en esta ronda 2024 fue del 65%, superior al promedio histórico, pero algo inferior a la del 2020. Sin embargo, resulta que Trump logró movilizar y convencer a votar a una parte de las y los “decepcionados” que antes no lo hacían.
Con una mayoría de consensos en la Cámara, en el Senado y en la Suprema Corte, y con mucha más experiencia sobre “el sistema” que durante su primer mandato, Trump probablemente tenga menos problemas en realizar sus nombramientos de gabinete, llevar a cabo “purgas” de opositores en la administración pública y en ejecutar sus políticas, incluyendo deportaciones y otras medidas inhumanas y masivas contra personas migrantes. Aun así, aquí está anidado un doble discurso siempreverde: xenofobia y creación narrativa del enemigo-migrante-terrorista, por un lado, pero, por otro, los intereses económicos y pragmáticos de empresarios, en busca de la reducción de costos, la docilidad sindical y la explotación laboral de indocumentados.
Bajo estas condiciones, Trump podría avanzar, más o menos paulatinamente, en un plan de sustitución del funcionariado de carrera de las burocracias federales, por ejemplo, del Pentágono, la CIA, el FBI, el Departamento de Estado, etcétera, con otros funcionarios de nombramiento político.
Esto sería con el fin de influir más decididamente en la implementación incondicional de las acciones de su gobierno y en las opciones mismas que la burocracia va preparando y colocando en la agenda para la toma de decisiones.
Sin embargo, este plan se antoja complicado y accidentado. Aun con mayores márgenes de maniobra que hace ocho años, el Trump reborn tendrá serias dificultades y concretos impedimentos para concretar todas sus ideas y propuestas.
Al respecto, hay que tener en cuenta que los aparatos tienden a persistir y frenar, controlar y codirigir ciertas directrices políticas y económicas y, en su mayoría, no están alineados con el trumpismo. De ahí el plan o la pretensión de acotarlos o sustituirlos.
Además, también existen divergencias internas, extremismos belicistas y oposiciones a las voluntades de retraimiento y aislacionismo, dentro del entorno cercano de colaboradores del próximo presidente, con respecto a temas cruciales como la política exterior, el papel y ejercicio de la guerra, el comercio y el proteccionismo, y sobre cómo, cuánto y cuándo enfrentarse con China, cerrar trato con Putin sobre Ucrania, o seguir apoyando al Primer Ministro israelí, Benjamín Netanyahu, entre otros escenarios.
Tanto con este tipo de intentos y medidas como con la consolidación de sus fieles en los más altos cargos de los tres poderes, este segundo mandato aspira a consolidar el trumpismo más allá de la figura de su creador.
Nada difícil, pues estamos hablando de una corriente política e ideológica que es consustancial a una parte de la sociedad estadounidense, a sus modos de ser y verse, la cual se ha delineado mucho más claramente en la última década y que encuentra en Trump solo una de sus tantas expresiones (y degeneraciones).
La condición geopolítica e imperial de potencia global es estructural, impone o empuja trayectorias estratégicas que trascienden las movidas de la táctica y las coyunturas de un mandato. Por lo tanto, es casi imposible, en el mediano plazo, salirse de ella, salirse del mundo que se ha forjado y dominado por décadas, pese a que internamente cada vez más voces y voluntades lo pidan o lo sancionen electoralmente.
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