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Alejandro De la Garza

14/09/2024 - 12:02 am

Distopías animadas presenta…

“Para lograr esa transición energética hacia el crecimiento con sostenibilidad será necesario frenar y lograr un decrecimiento en el consumo y en el transporte de personas y mercancías, y también será necesario un proceso de desglobalización y redistribución de la producción”.

“Surge entonces la siguiente distopía de moda, la desaceleración económica que implica, según sus detractores, desempleo, baja en la producción, en el consumo global y en la distribución de bienes”. Foto: Godofredo A. Vásquez, AP.

El sino del escorpión atestigua el tiempo distópico que le ha tocado vivir, mientras el orden mundial profundiza su deterioro. Tras la esperanza efímera de la caída del Muro, en muchos países hay guerras sangrientas, enfrentamientos civiles violentos, revueltas populares reprimidas por la fuerza, luchas étnicas o ideológicas entre los extremos políticos. El planeta enfrenta, además, un apresurado cambio climático, pandemias y el agotamiento de los recursos naturales. En México, el debate-colisión entre democracia liberal y democracia plebiscitaria conmina violencias en tanto el crimen organizado extiende su control y los mercados financieros nos vigilan.

El alacrán ha vivido ya varias distopías. Una de las más recurrentes es la del crecimiento económico y del PIB como panacea de la humanidad. Pero el sueño del capitalismo produce monstruos corporativos que depredan los recursos naturales (bosques, aguas, aire, cosechas, petróleo, gas, minerales, fauna) a costa del medio ambiente, la salud e incluso vidas humanas. Pero los recursos del planeta no son infinitos y la industria, la agricultura, la ganadería intensiva derrochan el agua, dispersan plaguicidas y abonos, hormonas y antibióticos, desechos industriales contaminantes y radioactivos, elementos que destruyen la vida en los suelos, el aire y el mar.

Conviene recordar, colige el venenoso, que los países con mayor índice de bienestar no son aquellos en los que crece más rápido el PIB y que incluso bienestar y PIB no están demasiado correlacionados. ¿No sería más inteligente cambiar los objetivos, hacer crecer el bienestar y no el PIB?; pero a la sociedad corporativa no le importa el bienestar ni la democracia, sino el negocio y el lucro.

Ante estas evidencias, surgió entonces la siguiente distopía, la ecologista, que abogaba por el “desarrollo sostenible”, las energías limpias, los autos eléctricos, la tecnología. Pero aquí, como nos dice el experto español Jaime Terradas, unos creen que no se puede pagar la transición hacia sociedades menos contaminantes y más respetuosas con el entorno, si no hay un crecimiento económico capaz de pagar los costos de este cambio; en tanto, otros piensan que la obsesión por el crecimiento continuo en beneficio de las empresas es justamente la causa de que las sociedades provoquen el daño ecológico, el deterioro irrefrenable del entorno, las emisiones de gases y líquidos contaminantes, la producción de residuos, la destrucción de los ecosistemas, la erosión de los suelos, el derretimiento de los polos, el aumento del nivel del mar.

Para lograr esa transición energética hacia el crecimiento con sostenibilidad será necesario frenar y lograr un decrecimiento en el consumo y en el transporte de personas y mercancías, y también será necesario un proceso de desglobalización y redistribución de la producción; y, por otra parte, los progresos tecnológicos en campos como la Inteligencia Artificial (IA) tienen enormes potenciales, pero todavía son difíciles de calibrar si observamos, por ejemplo, las altas emisiones de dióxido de carbono reportadas en las gigantescas instalaciones que concentran los servidores de IA e incluso de la Nube. Aquí se enfrentan dos poderes: el de la solución económica que ya existe, pero que es ambientalmente dañina, contra el de la regulación pro-sostenibilidad, que a menudo no se acompaña de paliativos o apoyos económicos.

Surge entonces la siguiente distopía de moda, la desaceleración económica que implica, según sus detractores, desempleo, baja en la producción, en el consumo global y en la distribución de bienes. No es difícil entender que la desaceleración para reducir las emisiones o proteger la biodiversidad perjudica a las corporaciones que causan esos daños, y que esta oposición es muy poderosa, pues está de por medio su negocio. Quienes disponen de infraestructura para extraer petróleo y gas, para explotar cultivos y transportarlos, o para aprovechar la pesca con barcos pesqueros, y demás negocios pequeños y grandes, buscarán mantener su actividad hasta poder amortizar su transición a otra organización productiva menos lesiva para el ecosistema. Esto hace la transición aún más difícil.

En esta situación, los argumentos a favor del viejo crecimiento económico parecen ser más favorables, pues la gente requiere de trabajo para ganarse la vida y mantener a su familia (más allá del salario precario). Además, en los países democráticos, la pérdida o falta de empleo favorece la disconformidad y los populismos (¡aguas!). Pero el decrecimiento no implica una merma forzosa en el nivel de vida de las mayorías y los trabajadores, sino dejar de pensar en la manera de vivir de los países ricos, derrochadora, ostentosa y contaminante, basada en la idea falsa de que los recursos naturales y el crecimiento son infinitos.

Los cierto, barrunta el escorpión, es que los sistemas socioeconómicos están directamente relacionados con los ecosistemas, y no habrá transición energética ni desaceleración, si no hay una transición económica que busque mejores equilibrios y menor desigualdad. Por ello, muchos se resisten a estas distopías, aun sabiendo que las ciudades serán inviables si no emiten menos contaminantes y garantizan su abastecimiento de agua, alimentos y energía.

Mención aparte merece la distopía tecnológica, ese optimismo que siempre nos promete paraísos y termina en chatarra digital, computadoras y pantallas abandonadas en basureros planetarios y satélites inútiles en el espacio. El alacrán ha visto ese optimismo tecnológico convertido en fe religiosa en los “prohombres” de la tecnología: Musk, Zuckerberg, Jobs y demás, un optimismo tecnológico sin ninguna base científica, que nos asegura que todo va a arreglarse, como si nuestra especie no hubiera ya provocado calamidades de todo tipo. A la vez, el pensamiento inverso, el pesimismo tecnológico también tiene algo del pensamiento conservador ante cualquier innovación, una desconfianza provocada por inventos como la bomba atómica. Por fortuna el futuro no es previsible y nuestro optimismo o pesimismo sólo reflejan estados de ánimos.

Con todo, el venenoso se ha curtido en distopías y como pesimista a punto de llegar al Séptimo Pîsto (Jaime López dixit), ya no se cuece al primer hervor, ni siquiera ante la primera y más grande distopía: el socialismo.

@Aladelagarza

Alejandro De la Garza
Alejandro de la Garza. Periodista cultural, crítico literario y escritor. Autor del libro Espejo de agua. Ensayos de literatura mexicana (Cal y Arena, 2011). Desde los años ochenta ha escrito ensayos de crítica literaria y cultural en revistas (La Cultura en México, Nexos, Replicante) y en los suplementos culturales de los principales diarios (La Jornada, El Nacional, El Universal, Milenio, La Razón). En el suplemento El Cultural de La Razón publicó durante seis años la columna semanal de crítica cultural “El sino del escorpión”. A partir de mayo de 2021 esta columna es publicada por Sinembargo.mx

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