Para cantar el musical de Los Miserables, que me ha acompañado desde la infancia más tierna, mi hermano elegía a Enjolras el revolucionario mientras yo secretamente deseaba que eligiera a Marius para que fuera mi novio… A mi hermana le encantaban las canciones de Javert y mi madre era una especie de comodín. Yo intentaba llegar al tono agudo de Cosette y, cuando fracasaba, acababa identificándome con Eponine, la del amor no correspondido y la voz menos chillante. Pero de algo no cabía duda: mi papá era Jean Valjean. El oso, el implacable, el que levanta carretas para salvar vidas, protege a su niña contra todo y contra todos y conserva su bondad ante un mundo despiadado. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo, teniendo una percepción tan nítida del entorno, puede actuar bajo la premisa de que el Hombre es esencialmente bueno? Es que se trata de un Hombre de Fe. Fe en la Humanidad, fe en los individuos, fe abrumadora, irremediable y contagiosa, que es lo peor de todo: él cree que uno puede hacer, ser cualquier cosa, y esa maldita fe se te trepa en los hombros y te susurra todo el día y toda la noche que lo intentes, que tú puedes, que es cosa de voluntad. Si tienes siete años y lo que sueñas es ser escritora, te empiezan a llegar por correo fragmentos fotocopiados de El Oficio de Escritor, y aunque fracasas al intentar comprender de qué estaban hablando Faulkner y Hemingway, hay algo que te queda claro: él está seguro de que algún día lo entenderás y no sólo eso: algún día serás tú la que escriba el libro. Quieres sonreír de lado y decirle “Nah”, pero no te atreves. Y de pronto ya estás ahí, en el escenario, con tu nombre impreso en la portada de un libro. Por ejemplo. Él tenía razón. Tú podías. Pero, ¿habrías podido sin que te hubiera trepado a la criatura aquella en los hombros? Una pregunta para la posteridad.
Fe contagiosa, sí señor, que empieza en el centro del océano, cual ojo de huracán, y se expande en ondulaciones lentas pero seguras hasta llegar a lamer las costas de playas insospechadas. Porque una vez que tienes el virus, lo que quieres es pegárselo a todos a tu alrededor; has comprendido que esta es la clase de gente que hace cosas, la clase de gente que el mundo necesita si va a sobrevivir unas décadas más. Hombre de fe, que habría comenzado a proponer la abolición de la esclavitud aun sabiendo que las burocracias excederían su tiempo de vida, hombre de fe que traza meticulosamente cada línea en los planos de un puente monumental sin saber si sus pies lo llevarán a cruzarlo. “Alguien lo construirá y alguien cruzará”, si es él o alguien más, no importa. El puente era necesario. Hombre de proyectos.
Cuando éramos niños y dijo que íbamos a construir robots, yo imaginé al mío hablando, caminando y llevando un montón de chocolates Carlos V en una alacena estomacal integrada. Todavía no llegábamos a 1990, de modo que el proyecto era extremadamente ambicioso, pero si mi papá decía que íbamos a construir robots, íbamos a construir robots. Cuando dijo que haríamos un mural familiar, en mi cabeza Rivera se quedó corto, porque Mi Papá era el arquitecto del plan y su certeza te acaba rodeando como un campo electromagnético que te protege contra el monstruo llamado TodoLoQuePuedeSalirMal. De alguna manera mágica, las semillas más rejegas crecen bajo su tutela, y es que les canta, les destila el agua y les remueve la tierra con una paciencia incansable y un equipo de herramientas labradas por él a lo largo de años y años de lecturas, de Camus, Einstein, Russell, de seis o doce Sombreros para Pensar™, de diferentes escondites para el proverbial Queso que alguien se ha llevado, de lo que dicen los amigos, las noticias, los filósofos y los poetas. Le llamas para que te dicte los pasos a seguir, para que te dé un empujón al precipicio, si el precipicio es lo que requieres, o para que con su grúa de última generación te saque de las arenas movedizas. No se queda mirando la macetita con ojos soñadores y esperanzados, no: se pone a labrar otras tierras esperando el tiempo de la cosecha, seguro y tranquilo. Cuando el primer brote germina, ¡vaya espectáculo! Ahora es el agua salada la que alimenta el jardín, y con qué ganas.
El Hombre de Fe llora con las películas deportivas, las canciones de la juventud y el recuerdo del mejor amigo. Ríe con los chistes repetidos, los juegos de palabras y sus propias carcajadas emitidas a todo volumen en alguna plaza comercial para atraer las miradas y enseñarte que El Ridículo es otro de los monstruos a los que no hay que temer. Para insistir en esta importante lección pasará a cantar Let it be junto a un cuarteto de cuerdas en un teatro colonial, con su voz de tenor y su propia versión de los hechos. Lo hará para decirte “no pasa nada”, o quizá, simplemente, porque le dio la gana cantar y nunca ha encontrado razones válidas para no hacer lo que le da la gana hacer.
El Hombre de Fe leerá todo lo que escribas, aplaudirá todo lo que toques, comerá todo lo que cocines y se ensuciará las manos para construirte los escalones que necesitas para subir, pero insistirá en que metas las manos al cemento fresco también. En su Baticinturón están La Frase Correcta, el Elogio Que Vale Por Dos, la Anécdota Metaforizante y la herramienta más original, más grande y más eficiente jamás fabricada. Él la carga como si fuera de papel, pero es una especie de navaja suiza de apariencia excesivamente sólida, llena de accesorios de colores y formas diversos que producen sonidos a veces familiares y a veces extraños. Se llama El Ejemplo, y uf, cuando te la pasa para que se la detengas un rato, ¡cómo pesa!
Este hombre cree en el amor, en la amistad, en la belleza y en ti. No se detiene y no admite que te detengas. No deja de sonreír y te compra globos para que sonrías y, más importante, para que vueles.