Con el estreno de El rey león, la animación contemporánea vuelve a estar en boca de todo el mundo debido al aspecto “casi real” de los leones parlantes. Hace escasos años, Disney experimentaba mezclando técnicas tradicionales con modelados de animación digital: el resultado fueron películas extrañas que escapaban al canon de la compañía.
Por Francesc Miró
Madrid, 14 de agosto (ElDiario.es).– Si la historia del cine es corta, también lo es la de la animación. Los cambios en la técnica y la producción del séptimo arte se han venido sucediendo a ritmo de vértigo desde hace poco más de un siglo de tal forma que un espectador, por joven que fuese, puede apreciar ostensibles cambios en sus formas y costumbres.
Dos años separan el nacimiento del vitáfono de Bell que permitió que se pudiese escuchar la voz de Al Jonson en El cantor de jazz, de los primeros títulos en Technicolor. Y una década hay entre la normalización del acetato de celulosa como sustitutivo del inflamable nitrato de los filmes pretéritos. Es decir que alguien que tuviese veinte años en la primera mitad del siglo pasado había pasado de ver una película en un cine en blanco y negro silente, a una proyección segura con sonido y a todo color en pantalla gigante.
En la animación actual ocurre más de lo mismo: hace no demasiado tiempo una generación de espectadores descubría que los juguetes podían estar vivos gracias a la animación del Pixar pre-Disney en Toy Story. Y ahora, esa misma generación observa cómo la luz y las texturas que rodean a los muñecos son prácticamente indistinguibles de la realidad en la cuarta entrega de la saga. Porque todo ha cambiado mucho y muy rápido.
El remake de El rey león, que lleva amasados más de mil millones de dólares en todo el mundo, revive a Mufasa, Simba y compañía mediante una animación hiperrealista que se encuentra en el último escalón de las capacidades de industria actual. Pero no siempre ha sido así: hubo un tiempo en el que Disney experimentaba con los límites del lenguaje y no mediante la reconstrucción, píxel a píxel, de una película anterior. Tampoco a través de secuelas, spin-offs o reboots. Un tiempo en el que el experimento formal vino de la mano del narrativo con proyectos tan originales… como aparentemente olvidados.
EL NUEVO MILENIO COMO AUGURIO DE EXTINCIÓN
Aunque hace ya casi veinte años que se estrenó la primera película enteramente animada por ordenador de Disney –Dinosaurio-, la casa de Mickey Mouse llevaba otros veinte años más experimentando con la llamada CGI -Computer generated imagery- en sus películas.
En 1985, Michael Eisner, director de operaciones de The Walt Disney Company, estuvo a punto de cerrar la división animada de la compañía debido al fracaso comercial que supuso Taron y el caldero mágico. Pero por suerte pudo ver la luz una película aparentemente menor llamada Basil, el ratón superdetective, un título que, además de ofrecer una relectura brillante del mito de Sherlock Holmes, incluía la primera escena animada mediante ordenador de la historia de Disney. Una en la que veíamos la maquinaria interior del Big Ben computerizada y combinada magistralmente con los personajes realizados mediante animación tradicional.
Pues bien, aquella técnica sería prácticamente la panacea del estudio, pues abriría las puertas a un nuevo modelo de producción que más tarde sería un absoluto éxito con La Sirenita. Título que inauguraría una época de oro para la compañía -el auténtico renacimiento de Disney-, que continuarían La bella y la bestia, El rey león o Pocahontas.
Pasó, no obstante, que Pixar revolucionó la historia de la animación con Toy Story en el 95, y el éxito masivo de la película del estudio del flexo puso los dientes largos a los ejecutivos de Disney. La retina del espectador acostumbra a normalizar rápidamente las innovaciones técnicas, y antes de los dos mil ya demandaba otro tipo de producto realizado mediante CGI. Algo que Disney tardó un tiempo en encajar, inviertiendo cerca de 130 millones de dólares en una adaptación de Tarzán que no fue capaz de vencer en taquilla a Toy Story 2.
La medalla de plata era algo que Disney no estaba acostumbrado a tolerar, pero tenía un as en la manga. Desembarcaría en el nuevo milenio con una película absolutamente innovadora para el momento. Hablamos de Dinosaurio, un filme del que curiosamente se dijo lo mismo que se puede leer hoy sobre El rey león: “Puro espectáculo visual”, decía Roger Ebert, “visualmente espléndida”, apuntaba Anwar Brett.
Y sin embargo, más allá de lo técnico, la película resultaba un vacuo reflejo deformado e hiperrealista de En busca del valle encantado de Don Bluth. Una suerte de aventura por la supervivencia con la lentitud de un documental sobre perezosos y la escasez de ideas de un reality de sobremesa. El resultado, hoy envejecido sobremanera, alejaría a la compañía del podio de lo más taquillero de aquel año, quedándose fuera del top diez que encabezaban El Grinch -de Universal-, Náufrago -de la Fox-, y Misión Imposible 3 -de Paramount-.
Dinosaurio narraba la historia de Aladar, un iguanodonte separado de su manada al nacer y criado por lémures, que luchaba por conducir a su familia hasta un lugar seguro después de que su isla quedase destruida por un meteorito.
Esa, curiosamente, parecía ser la situación de la propia división animada de la compañía: un dinosauro fuera de su época y su entorno. Desubicado y buscando un hogar. El cambio de era estaba ofreciendo avances en varios terrenos, ya fuese por el desembarco del cine nipón de adolescentes con mascotas -las películas de Digimon y Pokémon se estrenaron entre el 1999 y el 2000-, o por el indescifrable y valiente público objetivo del cine que ofrecían otras compañías norteamericanas –Titán A.E. o La ruta hacia El dorado serían buenos ejemplos-. Mientras, Disney invertía millones en recrear perfectamente la piel de un animal de 65 millones de años, caminando lentamente por un desierto en busca de agua.
La siguiente película enteramente digital de Disney sería Chicken Little en 2005. Reformulación simpática de la fábula de Pedro y el lobo en la que un pollito aseguraba que se iba a caer el cielo y nadie le creía. El apocalipsis. Otra metáfora de un estudio que no sabía el lugar que debía ocupar en la industria del entretenimiento.
Los animadores galvanizaban sus dudas en sus obras de forma, se diría, que involuntaria. El miedo a quedar obsoletos o morir en el intento en Dinosaurio, y el de no ser el centro de atención ni dominar el discurso en Chicken Little. Los directores de las dos primeras películas de animación digital de Disney, sin ir más lejos, no han vuelto a dirigir absolutamente nada.
EL FUTURO Y EL MIEDO A LO DESCONOCIDO
Mientras tanteaba dejar atrás la animación tradicional para abrazar la digital, Disney no cesaba de investigar los límites de ambos lenguajes. Su películas fusionaban técnicas y experimentaban procesos de producción de imágenes entre ambos mundos. En el impasse surgieron películas que, en el fondo, establecían un estimulante diálogo entre la animación de ayer y la de hoy.
Tras Las locuras del emperador, metáfora moralizante sobre la necesaria humildad de alguien postrado en un trono –¿otra metáfora nada sutil de los animadores?–, el estudio puso toda la carne en el asador con Atlantis: El imperio perdido. Filme que había costado 120 millones de dólares y con el que pretendía inaugurar un nuevo universo del que realizar grandes productos derivados. Recaudó 180 y no fue bastante: la compañía anuló las ampliaciones de los parques temáticos que tenían proyectadas atracciones basadas en la película, y frenó en seco la producción de una serie, con cuyos segmentos ya animados hizo una secuela doméstica para salvar los muebles.
Al año siguiente, tropezaría de nuevo e incluso con más fuerza con el estreno de El planeta del tesoro. Una estética similar a la de Atlantis servía para ambientar una adaptación llena de ostentosos efectos digitales de La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Solo que en esta los barcos volaban por el espacio, había robots y cyborgs, aliens que hablaban con flatulencias y un diseño de personajes más osado y extraño que las criaturas que pueblan Rick y Morty. A los mandos, John Musker y Ron Clements, responsables del éxito de La Sirenita. Fue la primera película lanzada simultáneamente en IMAX y cines convencionales. Un estreno por todo lo alto.
Pues bien: costó más de 140 millones de dólares pero solo recaudó poco más de 100. En Estados Unidos hizo 38 millones, cifras más bien ínfimas para quien jugaba en casa. Se abortaron los planes de secuela, y Disney tuvo que tragarse el que está considerado uno de los mayores fracasos de la historia de la compañía.
Ambas, a su modo, se ambientan en un no-lugar fantástico de herencia steampunk que mezcla elementos de los siglos XVIII y XX con inventos futuristas. También versan sobre la conquista de lo desconocido –cuando no colonización–, y la búsqueda de un hogar. Y mezclan animación en dos y tres dimensiones, técnicas de composición y puesta en escena realmente osadas, y coquetean con un target adolescente –y masculino–. Ambas fueron un sonado fracaso.
La que estaba destinada a ser una película menor, sin embargo, redimió al estudio en una época oscura. Lilo y Stitch había costado menos de 80 millones de dólares e iba a ser el título “barato” entre las dos superproducciones. Resultó que arrasó en la taquilla norteamericana con 140 millones de dólares, y consiguió sumar hasta 274 millones en todo el mundo.
¿El secreto? Una historia con un componente emocional claro y eficazmente construido. El argumento: una niña adopta a una criatura extraña con la que aprende a amar y a convivir. El animal –memorable Stitch–, resultaba ser un experimento alienígena buscado por criaturas extraterrestres.
La cosa funcionó y, de hecho, los directores –Dean DeBlois y Chris Sanders– luego copiaron el esqueleto dramático y narrativo en Cómo entrenar a tu dragón, sustituyendo alienígenas por dragones, y construyendo una de las sagas más significativas de la animación contemporánea. Solo que esta vez en Dreamworks.
Todas las películas mencionadas son, a su manera, desviaciones de la fórmula disneyana. Ya fuere por no contar con ninguna “princesa Disney”, o por evitar en ocasiones un diseño de personajes abiertamente infantil. O bien por desasirse de un envoltorio narrativo prototípico en el que sus protagonistas encuentren el amor en otra pareja perfectamente heteronormativa –si acaso Atlantis–, o por construir todas ellas discursos sobre la familia no sanguínea.
Pronto, sin embargo, Disney volvería a sus cauces. Hermano oso triunfaría con una historia sobre el respeto a las tradiciones y los lazos familiares de sangre, algo que también exploraría Descubriendo a los Robinsons. Y más tarde Tiana y el sapo y Enredados reformularían el mito de la princesa siendo ambas en el fondo el mismo mito romántico de siempre. Pero quedará en la memoria que un día existió un desvío. Y la sospecha de que en la senda no asfaltada, en el camino por explorar, a veces se encuentran los hallazgos más relevantes.